Ahora que Vox se dedica a cazar banderas arcoíris por las ventanas como si fueran perdices del señorito Iván, verlas por Chueca tenía algo distinto esta vez. Era como una colada orgullosa, como si las hubieran sacado de esa papelera o ese cenicero de la ultraderecha, que uno se imagina de Cinzano no sé por qué, y las hubieran lavado alegremente a mano y a sol para lucirlas como nunca en los balcones igual que mantones de Manila. El Orgullo se iba haciendo quizá ya un poco folclórico, petardo, festivalero, meón, pero las banderas que se veían desteñidas, apulgaradas, con algo de penacho del Curro de la Expo en una camiseta, ahora parecían nuevas como sábanas nuevas o como billetes nuevos. Jardineras de banderas, espejos de banderas, girasoles de banderas, gafas de banderas, abanicos de banderas, mochilas de banderas y hasta desmayos de banderas, que a alguien le dio un tabardillo por el calor y por un momento pareció que se derrumbaba una alegoría de ateneo o de biblioteca entre banderas de mármol y latines de frontispicio. Diría uno que Vox moviliza bastante bien el Orgullo, mejor que si hubiera subido al escenario modesto, casi escolar, la mismísima Madonna.

Vox quita las banderas de los parlamentos y los consistorios donde les han dado el silloncito o la garita de las llaves o de la escoba, o las quiere quitar, que mirarlas quizá los convierte en mariquitas como mirar a la Medusa convertía en piedra, o algo así. Y eso precisamente las volvía a hacer allí, en Chueca, banderas piratas o banderas de Mariana Pineda. En la plaza Pedro Zerolo, bajo un sol cuartelero y el espanto de la estatua del rancio Vázquez de Mella, un carlista de trabuco, medallita y porrón, el pregón del Orgullo no era un aquelarre, sino una excursión. La gente quizá piensa en la extravagancia de la cabalgata, con barbudos con liguero como si fueran de La Trinca y esas cosas de mucha boa, mucha pluma, mucha plataforma y mucho ombligo ambiguo. Pero aquello sólo parecía una excursión de chavales. Y chavalas, muchas chavalas. La mayoría diría yo que chavalas, y más tirando a tenistas que a camioneras. Los tópicos se van cayendo solos, como los prejuicios, porque el mamarracheo se hace en el escenario pero el colectivo LGTBI ya no es el mariquita del franquismo, la parodia de mujer que hace el hombre o la parodia de hombre que hace la mujer, ahora es una muchachada diversa y alegre en la que cuesta encontrar algún estereotipo. Claro que es mucha muchachada para no querer sacarle renta política.

Entre drags con mariposas en los ojos, cantantes que parecían Tino Casal en salto de cama, chicas góticas o chicas caribeñas, chicos de rosa o chicos de mil rayas, y hasta un hombre que llevaba en el bolsillo de la camisa una foto de Lorca como si fuera san Judas Tadeo, uno esperaba a los políticos, que la causa es justa pero también propicia para echar el anzuelo. A los políticos los traían como en rebaño, hasta el foso frente al escenario, para que los periodistas los frieran a canutazos y los vieran interactuar limitada pero pedagógicamente, como en una fuente de palomas, entre el zureo, la danza, el pienso,  las jerarquías y un gracioso anillamiento de pulseras de colores. Allí estaba Errejón, que llegó como llega siempre, como si se hubiera olvidado el dónut en casa. Y Mónica García, muy animada, y a la que vi hacer coreografías con el abanico en el backstage, un poco entre Locomía y el bullet time de Matrix. Y Reyes Maroto, que parecía una profesora de piano en medio del discotequeo. Y, por supuesto, Yolanda Díaz, de un negro incongruente para el calorazo, pero es que su sonrisa le iba haciendo de sombrilla de encaje fino, como en la zarzuela, mientras daba gracias lacias, gracias consonantes.

“Yolanda, a tope con ellos”, le gritó alguien mientras ella iba y venía un poco llevada en volandas (o en yolandas) o en una gran fuente, como el gran faisán de la cena, con su plumaje negro y verdosos brillando y la sonrisa explayada en abanico o en guindas. “Errejón, a tope con ellos”, le escuché luego al mismo chico, que tenía ese estribillo que sonaba un poco a combate de boxeo. Claro que allí de momento no había nadie para combatir, que es lo que fallaba en este Orgullo que volvía a ser combativo después de ser mucho tiempo sólo autocomplaciente. En aquel redil de políticos, en aquel foso de las vanidades, la gente se mosqueaba mucho con el segurata si no lo reconocía o no apreciaba su importancia (algún difuso diputado de la Asamblea de Madrid me sonaba), porque ellos tenían que estar allí, pescar con la caña inversa de los periodistas, dejar sus declaraciones, dejar su campaña, y entre un señor que parecía el butanero y otro que parecía de la seguridad de ZZ Top, era difícil colarse. Pero aún no había combate, sólo Yolanda Díaz y Mónica García que parecían jugar a las palmitas (es una izquierda muy aniñada, en realidad, que yo creo que tiene pensado arreglar todos nuestros problemas mientras se peinan las trenzas).

En los balcones con banderas o con resol, hombres con el torso desnudo parecían grabar videoclips mientras el escenario, ya sí, había sido tomado por la política

Faltaba alguien a quien combatir, claro, que Vox había empezado una guerra de banderas y allí tenían ellos un polvorín. La bandera LGTBI no es ideológica, sino un símbolo internacional del derecho humano a la libertad sexual. Eso, a pesar de que en cada subasta de identidades se le añade un color, una banda, un triángulo, que se diría que más que tener libertad lo que importa es tener un nombre o una tribu, a veces un nombre o una tribu para uno solo, como esas islas para uno solo de las viñetas de náufragos. Pero hoy en día todo es ideología, todo es comercializable por los partidos, todo es arrojable por los partidos, más si por ahí han empezado a perseguir a tu bandera como se persigue a los Pokemon. Fue curioso porque el reproche político empezó con un reproche acústico. La gente se quejaba del poco volumen de las actuaciones y alguien explicó que el Ayuntamiento les pone multas si se pasan de los decibelios. Enseguida se anunció que se subiría el volumen pese a la multa, que la verdad parecía algo decidido desde el principio, pero así la gente tenía ahora enemigo. “Almeida sonotone”, dijo alguien en el backstage. Y es que no sólo hay coreografías de drags feéricas o drags peludas, sino que estas cosas políticas también son coreográficas.

En los balcones con banderas o con resol, hombres con el torso desnudo parecían grabar videoclips mientras el escenario, ya sí, había sido tomado por la política. “Esto es el verano de color, no el verano azul, que eso fue en el 81”. La caza de banderas puede que sea de Vox, que les dispara hasta a los cervatillos, pero el enemigo elegido era otro. El PP puede poner banderas arcoíris en las redes y en su sede con calcomanía tornadiza en el logo, puede hacer manifiestos y podría salir Feijóo con media de rejilla, y sería para nada. Está identificado como el enemigo, al menos por los que terminan cogiendo el megáfono como un bazooka frente a la muchachada tenística o playera.

Allí sí que había diversidad, no la que se pregona como bragas, sino la que ves a tu lado y la tienes que apuntar porque no te la crees. Había por ejemplo un señor que iba con polito de banderita de España, pulsera de banderita de España y gafas oscuras como de Los del Río, y que parecía un teniente coronel que acabara de salir del armario. Allí estaba ese hombre, con su pinta de señoro cayetano, dignísimo en su orgullo gay, como si posara en un portaaviones gay, mientras en el escenario se advertía del peligro de que el PP acabara con sus derechos y la gente pedía, no se sabe muy bien por qué, la dimisión de Ayuso. “Que nos escuchen en Génova”, decían. En un momento, quien hablaba o pregonaba preguntó con sorna “dónde están los maricas del PP”. Y un chaval de un grupito que estaba a mi lado, con su camisita de rayas y sus gafas de sol de Domingo de Ramos, levantó el dedo y dijo jovialmente “aquí estamos”. Nadie le hizo caso. La diversidad publicada no es la diversidad pública, que diría sin duda nuestro presidente Sánchez haciéndole manspreading a Pablo Motos. Pero hay que echar la caña a la muchachada, que está en juego no la libertad ni la seguridad de la gente en todas sus sexualidades, sino el merchandising de los patrocinadores.