Antes de que se sentaran en esa mesa de Drácula o de Putin, con luz de hospital y reojo de póker, Feijóo había pasado el fin de semana por las calles, mientras que Sánchez estuvo ensayando como un tenor de pechera almidonada. Sánchez necesita el artificio, la candileja y hasta la orquesta wagneriana para conseguir la ilusión. Necesita escenario, azafatas y hasta hipnotismo para que funcione la sombra chinesca que es él, un político que puede pasar de conejo a águila siendo solo una mano enguantada. Feijóo, en cambio, sólo necesitaba estar al otro lado, no ser Sánchez, no bailar con la capa, no sonar a latigazo o a cadenazo cuando se mueve, como en las películas de kungfú o en los vídeos de Michael Jackson. En estos duelos la cosa no va de argumentos, que ya los conocemos todos, ni de promesas, que en Feijóo vienen del almanaquito del centroderecha y en Sánchez ya no valen, que no sabemos si cambiará de opinión o cambiará las cartas. Va de credibilidad y empatía. Y Sánchez en el debate se desinfló como si le pincharan los mofletes o los abdominales.

Acababa de ganar Alcaraz su partido en Wimbledon cuando lo que quedaba ante la tele de la España del ventilador y la palangana, en plena ola de calor, vio sentarse a los aspirantes con una coreografía entre la de los notarios y los pistoleros. Los debates son un espectáculo que se basa en la expectativa mediática inflada, en el hype, y las televisiones, y también el PSOE, nos meten ganchos para que los veamos, como si fuera una exclusiva de Rociito. Pero uno no se cree mucho que sobre esa mesa blanca, con querencia de lápida, y en esa luz de limbo, de juicio final con Morgan Freeman haciendo de Dios, pudieran volarse, como decían, un millón de votos como un millón de dólares en un póker de vagón de tren.

Pero había que jugar, cada uno a lo suyo, o sea, Sánchez a El Hormiguero y Feijóo al gobernante

El español que no sepa qué ha pasado en estos años y qué puede pasar ahora, el español que aún espere descubrir al candidato o sorprenderse de lo que se va a encontrar, acaba de caer del Meteosat o es un pasota que no va a dejar de serlo viendo este galante paso a dos en el día más infernal del año o de la historia. Y el que se quede prendado ahora de la mella de oro de pirata de Sánchez, no es que se lo merezca de presidente, es que se lo merece de barbero. Pero había que jugar, cada uno a lo suyo, o sea, Sánchez a El Hormiguero y Feijóo al gobernante. Lo dijo el propio Feijóo: “Este no es el programa de El Hormiguero”.

Sánchez llegó esportivo y comodón, esportivo de carrito de golf, y Feijóo llegó con gafas de coser, de abuela de Piolín, y es difícil ganarle a la abuela en lo suyo. Sánchez había ensayado mucho ante el espejo, ante el loro o ante Trancas y Barrancas, pero no ante un señor seguro de sus gafas como Sánchez está seguro con su tipito, y que tomó la delantera como si tuviera el saque en Wimbledon.

Sánchez dudaba de sus estribillos, y se sorprendía del “sentido del humor” de Feijóo, pero Feijóo era el serio y era Sánchez el de la media sonrisa temblorosa; Sánchez era el que interrumpía y Feijóo el que podía decir eso tan tranquilo y demoledor de “¿me va a dejar hablar?” y “tranquilícese”. 

De la economía como una moto, Sánchez pasó a tener que recordar a Ucrania y a los jinetes del Apocalipsis, que parece que trabajan para Sánchez como garrochistas. Y cuando Feijóo le dijo a Sánchez “no se ría”, una vez que Sánchez había recurrido a la risa nerviosa, la risa del disimulo, ya parecía la maestra ante el golfillo de la clase. Ahí se hundió Sánchez, que miraba de reojo buscando quizá a Pablo Motos o a Bolaños, esa hormiguita de la Moncloa.

Sánchez era el que interrumpía y Feijóo el que podía decir eso tan tranquilo y demoledor de '¿me va a dejar hablar?' y 'tranquilícese'

El españolito no tenía delante los datos del PIB, ni los datos de deuda de Galicia, ni el derecho tributario, pero sí veía la sonrisa atragantada de Sánchez y el hilo de coser de Feijóo. Sánchez intentaba meter estribillos, que “PP y Vox son lo mismo”, “el pegamento de Vox”, “el túnel del tiempo tenebroso”, el machismo y la homofobia, y aunque éste es el punto débil evidente de Feijóo, el machismo y el feminismo retóricos, literarios, no tenían nada que hacer ante la realidad durísima de la ley del “sólo sí es sí”.

Sánchez ya tenía la mandíbula perfecta resquebrajada cuando Feijóo le recordaba su arrogancia: “con Bildu y con Esquerra no, conmigo sí”. “No lea las fichas”, volvía a decir Feijóo como si fuera la seño, con tono de seño y tarima de seño, algo que le había concedido Sánchez con su nerviosismo como de tener aún el tirachinas en la mano. Cuando Sánchez volvió a la diferencia entre mentir y cambiar de opinión, ya estaba en el argumento de que el perro se había comido la tarea. Parecía Jaimito.

Sánchez, campeón de las hormigas y de los musculitos de espejo, no sólo había perdido la iniciativa, sino que parecía haber perdido pie, algo que quedaba bastante ridículo con esa planta de Tarzán que ha gastado él siempre en la política. Feijóo tenía razón, aquello no era el Senado, donde el presidente puede hacer monólogos de Calígula, ni era la tele del Telecupón, donde puede hacer de Bertín Osborne desparramado en el sofá o puede hacer de abusón con un bajito. Vox como espantajo cuartelero no ganaba a Bildu, con el que Sánchez se muestra tan cariñoso. Cuando Sánchez empezó a citar las frikadas de Vox, Feijóo sólo tuvo que recordar a Otegi y a Junqueras, “a los que conoce todo el mundo”.

Sánchez no tenía nada excepto la planta, y allí se plantó, como a ligarse a una azafata del Falcon. Sánchez, que tiene el problema no sólo de ser un narcisista sino de estar rodeado de pelotas en el sotanillo de la Moncloa, aún creía que podía seducir al espectador y acomplejar a Feijóo. Pero lo que pasó es que vimos a un adolescente ante un político adulto. Los estribillos de Sánchez esta vez no recibían suspiros, ni risas enlatadas, sino auténticos sopapos: “del sanchismo habla toda España”, resonó en boca de Feijóo cuando el presidente soltó ese latiguillo como de Bigote Arrocet. Nada había en Cataluña, ni en la constitucionalidad, ni en Marruecos, ni siquiera en el Falcon, que pudiera darle argumentos a Sánchez sin avergonzar sus propias decisiones anteriores y descubrir sus contradicciones.

Sánchez sólo tenía la planta, la planta que sus quitapelusas le seguían diciendo que batía records de audiencia y batiría a George Clooney vendiendo café o desmayando enfermeras. Pero Sánchez se desinfló como su colchón o como Pablo Motos, delante de un señor soso con gafas que parecía no ya la seño, sino el director del colegio. Yo creo que Sánchez puede regresar a El Hormiguero, que es lo que se le da bien, y Feijóo irse a gobernar. Seguramente, es de lo que se dio cuenta el españolito, de una vez por todas, con este debate. Aunque me parece que ya lo sabía.