En la noche electoral, triste de champán caliente para tantos, yo creo que sólo hubo dos líderes con felicidad plena, casi infantil, que fueron Sánchez y Otegi. Otegi parecía un chiquillo todavía encendido por el azúcar de las golosinas a la hora de estar en la cama, y en el PSOE bailaban todos como en la boda de Tamara Falcó, con esa inconsciencia del niñateo o quizá de la clase. No se nos han quedado precisamente un país y un panorama para arrancarse a bailar, pero seguramente existe una distancia de clase o de condición con la realidad que pone igual a sanchistas y a marquesitas de vainilla a bailar la Macarena, o lo que sea, en mitad de un incendio que les parece decorativo, como el de una pérgola en una fiesta. Mientras Sánchez baila (no ha dejado de bailar en estos años, incluso bailaba en las escaleras del Congreso, como Fred Astaire con musical de ujieres), ese Otegi que brillaba como unos mofletes llenos de caramelos ya le ha dado el sí, aunque ha dejado las cosas claras: “No pueden depender de los independentistas y dejar de lado la vertebración territorial”. 

Sánchez baila y Puigdemont pide amnistía y referéndum, o sea lo pide todo porque ahora quizá está pensando que Sánchez lo puede todo, que la legalidad, como la lógica, no es obstáculo para Sánchez. Sánchez baila y Otegi, hermanado en la alegría y en el antifascismo aun en la distancia, como gemelitos, de momento no exige pero le recuerda a Sánchez su servidumbre, su sitio, que es como el de un bailarín zumbón que aún tiene que ganarse las monedas. Otegi, que usa los eufemismos de los siniestros, llama “vertebración territorial” al chantaje independentista, igual que llamaba “negociación” a los tiros. Pero esto no es perverso porque se rompa la España de mármol o de pasta, que eso es una superstición igual que la Euskal Herria de los palafitos y la Cataluña merovingia. Es perverso porque se rompen los principios de soberanía, de igualdad y de legalidad, y es así incluso aunque no se llegue a la secesión, sólo a la consideración de sus territorios como islas exentas de derecho, de Estado, que es lo que ocurre ya de hecho en Cataluña y en muchos lugares de Euskadi. Todo este espanto y todo este argumentario, como ven, suena antiguo, pero ahí está el error.

Sánchez baila encima de su colchón como un Tom Cruise juvenil y en calzoncillo, Otegi palmotea ante la llegada de la tarta inesperada, Puigdemont pide la luna desde sus torreones luneros, y habría que decir que todo esto lo hemos vivido ya

Sánchez baila encima de su colchón como un Tom Cruise juvenil y en calzoncillo, Otegi palmotea ante la llegada de la tarta inesperada, Puigdemont pide la luna desde sus torreones luneros, que para eso están él y sus torreones, y habría que decir que todo esto lo hemos vivido ya. Todo esto lo podíamos decir igual en 2019 o hace un mes, que está uno aquí recordando los rudimentos del Estado de derecho frente a las concepciones tribales o joseantonianas (el PNV es más joseantoniano que Vox), está uno yendo de la incredulidad a Locke, de la perogrullada democrática a nuestra Constitución que tiene algo de Quijote que nadie en realidad ha leído o de gregoriano que nadie en realidad ha escuchado; está uno así, ya ven, retrospectivo o legañoso de todo este nacionalismo empoderado por Sánchez, y se diría que lo que está uno es pasado de moda. Pero resulta que no, que ahora todo es nuevo, que no estamos volviendo al pasado como un columnista que habla de tabernas y campanarios, sino que estamos empezando un camino que nunca habíamos recorrido.

Tenemos a Sánchez bailón, que ya digo que no ha dejado de bailar desde que se puso sus zapatillas rojas, como en la película, y ahora sigue bailando porque sabe que gobernará. Y tenemos al nacionalismo, al independentismo y a la izquierda antisistema y extractiva exigiendo no ya recursos para montar patrias, chiringuitos, guiñoles o sesiones de tuppersex, sino el desmantelamiento del Estado y del imperio de la ley. De nuevo, hay que decir que van a decidir el futuro del país los que consideran al Estado un enemigo, un régimen no ya a doblegar sino a destruir, que a ver qué bien puede venir de esto. Y suena repetido, pero no. La diferencia está en que ahora Sánchez sabe que nada de eso le pasa factura. En realidad, el meollo no está en que los nacionalismos o independentismos consigan su isla en el océano o su isla en la democracia y en el Estado, sino que el propio Gobierno sanchista ha sido una isla antisistema en la democracia y en el Estado. Y Sánchez ahora sabe que eso no le importa al ciudadano.

Las aspiraciones de “vertebración territorial” que dice Otegi con latiguillo de mafioso, la republiqueta loca y el referéndum cohetero de Puigdemont, la vista gorda en Cataluña y en Euskadi, la ocupación partidista de las instituciones, los ataques a la división de poderes, la crítica o la disidencia consideradas inevitablemente como conspiración subversiva, los señalamientos a periodistas o a empresarios, los “cambios de criterio” imponiéndose como la macabra posverdad de los populismos, la justificación de cualquier cosa y de su contraria atendiendo a los intereses de Sánchez, todo eso no se repetirá simplemente tal cual, sino que crecerá, esplendoroso y salvaje, como una selva posapocalíptica. 

Otegi pidiendo las cuentas del carnicero, Puigdemont con la republiqueta en la sombrerera, la ultraizquierda llamando democracia a esa montonera de los mesías con los ojos en blanco, Sánchez capaz de mantener el mismo gesto y la misma dignidad ante la verdad, la mentira, el bien y el mal, todo esto parece que ya lo hemos vivido, pero no. Sánchez no es el mismo Sánchez, Otegi no es el mismo Otegi, Puigdemont no es el mismo Puigdemont, la coalición no será la misma coalición y Frankenstein no será el mismo Frankenstein, porque ahora todo eso está refrendado, aplaudido, comprado por la ciudadanía. Nadie, habiendo llegado tan orondamente hasta aquí, se resistiría a probar sus nuevas fuerzas y sus nuevos límites. Tengan por seguro que todo será nuevo. Sánchez y Otegi eran los más felices en la noche electoral, hermanados por la esperanza, que les hacía bailar con los hombros, y por las hogueras, que les concedían pupilas de lobo.