He ido a la cárcel. No era la primera vez, pero no por ir más veces la experiencia deja de impactar. Supongo que en el momento en el que tu vida se convierte en eso, en algún punto, sí baja el nivel de shock. O no. Afortunadamente, no lo sé. 

Era sábado, a las 19:00 de la tarde. Qué hora más mala para que te corte el fin de semana, dirán. Pues bien, la persona a la que yo iba a ver –y todo su módulo– sólo tenía estipuladas esas visitas externas, en ese día y en esa franja horaria. Cuando me lo dijeron tuve que reorganizar todo mi fin de semana para poder planificar mi día en torno a eso. Para mí fue relativamente fácil, pero ¿y todas esas familias que tienen que hacerlo cada semana?

Imaginen recibir una sola visita a la semana. Ver una sola vez en siete días a las personas que quieres 

En el camino, pensando en lo que iba a escribir sobre lo que sacara de aquella conversación, hice un ejercicio de empatía que me llevó a ponerme en la piel de muchas de esas familias que, incluso, gestionan su verano por fases para que el preso no se quede ni una semana sin su visita. Imaginen recibir una sola visita a la semana. Ver una sola vez en siete días a las personas que quieres. O repartir a las personas que quieres en semanas para poder aprovechar más la compañía. Durante años.

Que sí, que está claro que si se trata de un criminal la pena se desvanece. Pero ni las familias de los criminales son delincuentes, ni todos los presos son criminales. 

Las cárceles españolas son como las imaginan. Cumplen los clichés que dibujó Daniel Monzón en Celda 211 o hace menos, pero de hace más, Alberto Rodríguez en Modelo 77. Paredes sin color, puertas de hierro y ausencia total de decoración.

Hacía mucho calor y el camino en coche fue largo. Las prisiones, por lo general, están a las afueras de la ciudad. En Madrid hay nada menos que seis distintas. La carretera entonces –o al menos para mí lo fue– se convierte en un momento de reflexión. Cuando acaban los edificios sólo hay campo y llega un momento en el que casi ni eso y un cartel que advierte entonces de que el “centro penitenciario” está siguiendo la flecha. Centro penitenciario porque así lo llaman para no estigmatizar. Será que cumplir la penitencia suena mejor que estar entre barrotes. 

Al enfilar una recta larga ya se ve una torre, parecida a las torres de control del aeropuerto, que indica indudablemente que has llegado. Desde ahí arriba los funcionarios de prisiones tienen una visión de 360 grados de los patios y todo el perímetro del centro. Evitan fugas, aunque alguna se les escapa. Pueden parecer historias de hace décadas, pero nada más lejos de la realidad. En 2020, por ejemplo, se escaparon dos reclusos del centro penitenciario de Valdemoro (Madrid). Las alarmas sonaron durante 16 minutos sin que los vigilantes comprobaran el motivo. Se investigó si los reos lograron tener una llave. Y no es descartable, porque al adentrarte en una cárcel ves cómo tras cada paso que das se cierra una cancela. Y no atraviesas la siguiente estancia hasta que la anterior está cerrada. 

No tenía un euro (en la era de la tarjeta de crédito) para dejar todas mis cosas en la taquilla. Todas mis cosas eran básicamente el móvil, la cartera y las llaves del coche en un bolsito de tela. Pero absolutamente nada se puede pasar. Me lo tuvo que prestar la funcionaria de prisiones que me atendió y me pidió que pusiera mi huella. Muchos se conocían, de tantos fines de semana.

La cafetería estaba cerrada. “La cafetería no es una sala de espera”, decía un cartel en el cristal. Estaba junto a otro más tétrico que advertía de que “si pasas droga a la cárcel puedes terminar en el cementerio”. Terapia de choque del Ministerio del Interior, casi tan fuerte como los anuncios de la DGT para esas familias que esconden en cualquier recoveco unos polvos para que el interno pueda consumir o mini-traficar. Pincho de tortilla, boquerones, platos combinados a 8 euros o hamburguesas a 5.

Algunos aprovechan para llevar paquetes que entregar. Había una pareja de hombres muy bien vestidos con camisa y polo que dejaron un par de zapatos para quien fuera que fueran a ver. Y luego había una mujer minuciosamente arreglada, labios pintados de rojo y zapatos de tacón, con dos niñas pequeñitas que, claramente, venían a ver a su padre. Las menores iban a juego, vestidas con pantalón rosa corto, me atrevería a decir que la tarde carcelaria les había cortado su día de piscina. Pero una de ellas iba con muchas ganas porque se había escrito con bolígrafo en la pierna la palabra “Papá” al lado de un corazón. 

 Entramos. Uno de los funcionarios nos leyó los apellidos de todos los reos. “López, locutorio 26”, “Martínez, locutorio 27”, “Sánchez, locutorio 28”. Y cada cual sabía perfectamente dónde adentrarse. Allí me senté en una silla de terraza de bar de plástico y maldije al arco de metales que no me hubiera dejado entrar un abanico.

Pasé mucho calor. Y no me quejo, yo después de los 40 minutos que me tocaban me iba al coche con aire acondicionado. Pero ¿y ellos? No tienen ventilación artificial de ningún tipo. La persona que yo visité estaba resignada y decía que era asumible. Lo cierto es que las cárceles están hechas normalmente de muros gruesos que mantienen las temperaturas, pero hay días que, en Madrid al menos, pueden llegar a ser inhumanas en una celda de pocos metros cuadrados. En algunas, según lo que me han contado, les dejan tener un trozo de puerta abierta para que así, al menos, entre la corriente. 

Hablamos a través de un cristal. Él con un teléfono al otro lado y yo intentando entender lo que ese altavoz viejo transmite. Y digo él porque allí todos eran hombres. La población reclusa en España es de una mujer por cada 12 varones, según datos del Ministerio del Interior. El padre de las niñas era un policía y atendió emocionado a su pareja, a la que debía ser su madre y a las dos crías. La abuela y las pequeñas salieron al final del locutorio para dejar espacio a la mujer con su marido o novio al que le daba besos a través del cristal. Un momento de una tremenda intimidad pública. 

Me paré a pensar en el contacto físico. En la frialdad de aquellos momentos que buscaban no serlo. En cómo jamás había hablado con una persona a tan poca distancia pero con tanta lejanía. ¿Cuánto tiempo puede pasar una persona sin que nadie le abrace?