No lo hice queriendo pero no lo quise solucionar a conciencia. Había quedado para comerme un bagel neoyorkino con mi amiga Patricia, la que monitoriza las terrazas en un Google Maps perfecto. Le tuve que pedir un sacrificio millenial: que llegase puntual y me esperase en un punto concreto al que yo sabía llegar sin el GPS. No hay tantos puntos que cumplan esa definición.

Me había dejado el móvil, era domingo electoral. No me enteré de las primeras alertas, de cuando los más impacientes con la democracia acudían a las urnas. Varias veces abrí la cremallera de mi bolso en busca del dichoso teléfono, pero antes de que me diera un ataque de pánico al pensar que lo había perdido, recordaba que se había quedado en casa, en la mesita, cargando.

Tuve que espiar los relojes ajenos, buscando una referencia temporal sobre si era yo la que llegaba tarde. De todas formas, tampoco podía hacer nada. No podía enviar uno de esos “llegando” que tanto detesta el subdirector de este periódico y cualquier persona puntual que se precie. 

Como si el destino quisiera sumar algo de poesía a mi viaje en metro sin móvil y sin libro, sentó delante de mí a una mujer leyendo, la única en todo el vagón. La señora pasaba las hojas de la Biblia más rápido de lo que el tren avanzaba entre paradas. El resto consultaba su teléfono, quién sabe si mandaban mensajes, si leían una noticia de El Independiente.

Llegamos al sitio de los bagels y en la pared había una palabra en uno de esos carteles flúor que no entendía. Yo, la american lover, desconocía qué era eso. Pero no tenía móvil encima, no pude buscarlo, sobreviví con la duda. ¿Saben que el schmear puede ser un sustantivo o un verbo? Yo ahora sí.

Me gustaría pensar que con la dependencia del móvil pasa como con la Inteligencia Artificial, que la usaremos para hacer aquellas tareas repetitivas y que a todo el mundo le gustaría evitar. El problema es que con el móvil lo hemos llevado un paso más allá. Ya no recordamos el nombre del bar que nos gustó o cuál es la parada más cercana para coger el metro de vuelta, mejor que nos lo diga Google.

"Pienso que por mucho esfuerzo que haga mi cerebro no voy a lograr la respuesta"

Cuando tengo una duda que soy incapaz de resolver voy directa a mi móvil, me puede la impaciencia, pienso que por mucho esfuerzo que haga mi cerebro no voy a lograr la respuesta, o al menos no con la rapidez con la que lo hará un buscador. La ansiedad por el saber, la prisa por tener la información.

Todas las veces que eché de menos mi móvil fue para consultar algo. No tenía que llamar a nadie, ni mandar o recibir un mensaje. El gesto que más repetí fue el de abrir la cremallera, comprobar si llevaba el móvil, darme cuenta de nuevo de que lo había dejado. Fue una especie de experimento que me demostró que soy débil ante la duda. En realidad, me fui sin móvil y no pasó nada.

Brindamos ese mismo día en un bar de Malasaña, todavía sin móvil. El ticket nos recordó qué día era. Al final del mismo había impreso un imperativo mal escrito que alguien había tuiteado una vez: “Ser malos, buenas noches colegas”.

Entre el bagel y la caña fuimos a ver una exposición que lo tenía todo para que me gustase: primera mujer fotoperiodista en España, catalana, moda de los 60 y los 70. Se la recomendaría, pero terminaba ese mismo domingo. No tengo ninguna foto de la colección de imágenes sobre la trayectoria de Joana Biarnés, pero ni falta que hace, pueden buscarla en Google.