Puedo pasarme horas mirando a los nadadores. En verano aprovechan las horas más despejadas en la piscina para hacer largos sin descanso. No son profesionales, sino devotos del agua. Suelen deslizarse sin esfuerzo y cuando salen a la superficie parecen transformados. 

Me encantaría saber nadar bien. En el agua los pensamientos también flotan, no se quedan estancados. Hay algo en su naturaleza que nos lleva al aquí y al ahora. Al disfrute del momento. Mi sueño sería tener esa capacidad para nadar sin agobios, sin límite, con esa naturalidad de esos seres anfibios.

Atribuyo mi torpeza a un mal arranque. Cuando era niña mis padres me apuntaron a un cursillo de aprendizaje en el lugar donde veraneábamos. Asistimos ilusionadas el primer día mi hermana Maite, dos años menor, y yo. Aquello fue un desastre. Solo recuerdo que acabé en el centro de la piscina, donde no hacía pie, sin flotador y con una infinita sensación de angustia. Era un método propio de los marines el que aplicaban aquellos socorristas de quienes huíamos a partir de aquella jornada como si fueran demonios marinos. 

Sin embargo, Maite, que tiene una fuerza de voluntad a prueba de jovencitos descerebrados, acabó nadando bien. Resistía cien largos mientras yo hacía diez y ya no podía respirar. Uno de nuestros vecinos, Kiko, que miraba a Maite como a una nieta más, disfrutaba viendo cómo practicaba cada mañana después de un buen partido de tenis. "Lo hace todo bien", solía comentar Kiko. Y era cierto. 

Quizá influya que hay seres acuáticos, anfibios y seres terrestres. Yo sería tierra, tierra. Anita, hija de Maite, es una auténtica sirena. Ver cómo nada Ana es un placer. Avanza rápida y suavemente con una elegancia con efectos relajantes. Empezó a nadar casi poco después de andar para ampliar su capacidad pulmonar y en su caso tuvo buenos maestros desde los inicios. Ahora practica menos pero nadar nunca se olvida. 

Pero el ser más acuático que conozco es mi primo Carlos, con síndrome de Down. Me impresionó cuando su padre, Santiago, me confesó que con Carlos había aprendido a ser padre de verdad porque con sus otros hijos había sido muy fácil esa tarea. Su madre, mi madrina, me contó recientemente que temió que dejara la natación porque su primera instructora también creía que el agua entra a la fuerza bruta. Después de una primera clase pateando hasta que le dolían las piernas, no quiso volver. Sus hermanos, Olga y Jaime, tampoco. Pero aquello no les marcó. 

Carlos aprendió lentamente. Así lo hace todo. Pero una vez que lo asimila nunca se olvida. Le pasa con los nombres de cualquiera que conoce. Si le presentas a alguien, no dudes que siempre te preguntará por esa persona. Y lo hace con interés de verdad.

Al aprender a nadar Carlos descubrió un nuevo mundo, un mundo en el que su velocidad y su ritmo son más una ventaja que un trastorno. Carlos disfruta cada brazada porque está ahí y solo ahí. Concentrado en su quehacer, como le gusta. En verano alterna la piscina y el mar, el mar y la piscina. Es su momento. Su madre le observa, siempre desde la orilla, feliz de verle en su medio. 

Va lento cuando todos vamos rápido. Es rutinario cuando el mundo es un caos. Demanda tiempo cuando pocos lo ofrecen"

En la vida Carlos nada contra corriente. Va lento cuando todos vamos rápido. Es rutinario cuando el mundo es un caos. Demanda tiempo cuando pocos lo ofrecen. Y es muy familiar y sociable cuando prima el egoísmo y el individualismo. Sus padres suelen ser conocidos como "los padres de Carlos" y eso les llena de orgullo. Ellos también han ido contra corriente. En una época en la que poco se sabía sobre su síndrome aprendieron sobre la marcha y se empeñaron en que Carlos tuviera las mismas posibilidades que sus otros hijos de ser feliz. Diría que las ha aprovechado bien. 

Carlos aprecia mucho que le presten atención y, aunque no le gusta que le lleven la contraria y es cabezota, suele atender a razones. Cuando murió Santiago, a quien llamaba así, no “papá o padre”, temíamos que sufriera un gran bajón. Lo que más le disgustó fue que su madre no quiso preparar un gran funeral con todos sus conocidos. Asimila la muerte mejor que la mayoría. Quería que a Santiago le despidieran todos aquellos que le querían, que eran muchos. Conversé con él para que entendiera que su madre no tenía fuerza para pasar por eso y que ahora la prioridad era ella. Quise pensar que le hice sentir importante, porque lo es, vital para que su madre se recuperase lo antes posible de la pérdida. 

Desde hace un par de años vive de lunes a viernes en una casa con otros compañeros. Tenía que salir de su burbuja familiar. Ha aprendido a compartir el espacio, algo que ya se nos ha olvidado a la mayoría de los adultos. Y no lo lleva siempre bien. En la granja, donde trabaja, este año tuvo problemas con un compañero más joven porque es incapaz de defenderse. Es otra tarea pendiente. Su sobrino Eric, un titán en miniatura, le podrá enseñar. A cambio, Carlos le demostrará que es posible ir contra corriente y salir adelante.