Ha pasado de la silla de enea a la avioneta, y la afición se queda pasmada.

No es la primera figura del toreo que atraviesa los cielos de norte a sur y vuelta al día siguiente en los rigores de la temporada en agosto, sorprende que no lo hiciera el año pasado del centenar de corridas cuando él mismo reconocía en Pamplona que no sabía la si la siguiente era en Torremolinos, Estepona o Marbella.

Morante de la Puebla ha sido feamente arrollado por los toros después de cortar el rabo en La Maestranza el pasado 26 de abril. A partir de esa fecha, el Morante d.R. (después del rabo) no fue el mismo. La lesión en la mano a raíz de una voltereta terminó por frenar la vorágine de estos años. Tras cumplimentar en Pamplona, Morante se quedó en casita un mes. Reapareció este viernes en Huesca y, avioneta de por medio, toreó el sábado en El Puerto de Santa María para volar de seguido hasta Pontevedra.

De la reaparición en Huesca ha quedado para la conversación errática a pie de orilla el brindis a Javier Tebas -al que éste correspondió con un encendido tuit taurófilo-, cuando la esencia estaba en que Morante había toreado de maravilla, surfeando la arena, qué gracia y salero de muletazos.

Y llegó el sábado a las ocho de la tarde a la plaza de El Puerto, brisa sanadora, calor sin agobios. El repertorio de verónicas, medias y largas brotó desde el arranque, en una concatenación sin pausa de su tauromaquia, que recoge de todo, por eso es inimitable. Lo lleva dentro, se lo sabe, y nos pone a cavilar con Gallito, Pepe Luis, Ordóñez y Paula.

Llega un momento capital, en un ejemplar ambiente de silencio maestrante en esta plaza. Se tiene que ir El Lili pasada la puerta de chiqueros a por el cuarto, como hacían antiguamente los peones de confianza, que para eso lo son. Recogido y traído el toro adonde le esperaba Morante, sin ningún retardo se activa el clamor de las seis verónicas hacia fuera. Y la media clásica. Y Morante que da tres pasitos para atrás para quedarse quieto ante el toro, que le mira y ya no se mueve, dominado el manso. Ni toro ni torero, ahí quietos frente por frente, tan cerquita.

La escena a la vieja usanza de la estampa taurina -vieja usanza en este torero es un pleonasmo- es la de Morante con un brazo en jarras y el otro sujetando el capote en el suelo, y el de Juan Pedro Domecq que le observa sumiso rematando el cuadro. Si hubiera tenido un tercer brazo, el maestro sujetaría un habano -como presuntamente hizo en el callejón, según pareció observarse desde los Altos del Golán donde el que suscribe sacó el boleto- con el que lanzaría a tres metros de distancia volutas de humo, de chulería, de arte y dominio.

Por allí volvió entonces a aparecer nervioso El Lili capoteando para llevarse al animal de una vez, que no está la temporada para tantas quietudes dontancredistas sin estribo.

Morante (d.R.) vuelve a surcar los cielos y los alberos, va en avioneta, a lo suyo, con sus inescrutables pensamientos.