Las lenguas regionales son como ese cocido de cada sitio, tan distinto y tan parecido siempre, que los políticos han elevado a sublimidad cultural e identitaria por simple negocio (las lenguas, como todas las identidades ahora, son un mercado). En el Congreso se escucharán ahora el euskera como un serrucho, el gallego como una cantinela, el catalán como un lametón de vaca rubia o aria, y seguramente hasta el bable, con su cosa de silbo de pastores o jerga de lonja.

El caso es que ahora todas esas traducciones simultáneas nos parecerán algo de José Mota, cuando no esa escena de chiquillos enfadados que usan a un tercero de mediador o repetidor, primera versión infantil del traductor por necesidad no lingüística sino política. En realidad la diferencia entre las lenguas no está en el número de hablantes ni en su historia o culturalidad más o menos excelsas, potentes, imperiales o aldeanas. La verdad es que sólo hay dos tipos de lenguas: las que se usan para que te entiendan y las que se usan para que no te entiendan. O sea, las lenguas como vehículo comunicativo y las lenguas como mercado político de cocidos maragatos o de reliquias klingon para frikis.

La lengua común no la designa la ley, ni las señales de tráfico, ni el maestro, ni la madre o el padre, sino el uso

La lengua que se usa para que te entiendan es la lengua común, la koiné de los griegos, que puede ser el español en la mayoría de España o puede ser el inglés en Ibiza o en Estocolmo, claro. Me refiero a que la lengua común no la designa la ley, ni las señales de tráfico, ni el maestro, ni la madre o el padre, sino el uso. Es verdad que la Constitución dice que en España la única lengua que todos tienen el derecho y el deber de conocer es el español, pero incluso los indepes, que ven en la Constitución una biblia satánica o El Cossío, conocen y manejan el español, o al menos se defienden.

Puigdemont no es que sepa hablar español por imposición de guardias del idioma, como sí hacen esos guardias del catalán; ni por cumplir la funesta Constitución, que él dice que no le incumbe, sino porque es la lengua común, o sea la que sabe que necesita conocer si quiere que lo entiendan. No que lo atiendan, como esos catalanes que se vuelven sordos con el español, sino que lo entiendan. Y hasta la señora Ferrusola, con la nariz arrugada ante los andaluces como moritos, hablaba español.

Las personas civilizadas deberían hablar para entenderse, con el objetivo de entenderse, no para asignarse diferencias

El Congreso va a hablar todos los idiomas no para que nos entendamos mejor, sino para que no nos entendamos. El objetivo de hablar en el idioma de tus pájaros o de tus pastores fuera de tu pueblo no es que por ahí se enteren mejor de lo que pides para tu tierra, ni que tu idioma vaya calando o enamorando como cala y enamora la llovizna del norte, sino que no se te entienda, que ahí están la principal batalla y la principal reivindicación. Alguien a quien no se le entiende no puede ser como los demás, tiene que ser de una aristocracia altísima o incluso de un planeta altísimo, así que el idioma te puede regalar una aristocracia o un planeta que a lo mejor sólo es la aristocracia de la vaca y el planeta de tu alcornocal. El otro objetivo, claro, es que se enteren en tu pueblo de que estás en la misión de convertir al pueblo en planeta y a sus políticos en héroes fundadores, que eso es el nacionalismo, y así los arquitectos de la construcción nacional o planetaria te asignen méritos. Ya no es el imperio del cocido sino de la subvención.

Las personas civilizadas deberían hablar para entenderse, con el objetivo de entenderse, no para asignarse diferencias, plumajes, estatus y cimborrios nacionales nada más abrir la boca, como si hablaran cantando jotas. Es más, cuando el que puede usar la lengua común no lo hace, lo que crea es suspicacia, recelo, ambiente de provocación, que por eso por aquí se dice mucho eso de “tus muertos por si acaso”. El no entenderse, el malentendido, el equívoco, siempre ha sido motivo de conflictos, así que ir con el malentendido por delante ya es buscar el conflicto. El objeto del traductor en el Congreso no es la traducción, sino el propio traductor, que los italianos dicen que es lo mismo que traidor. El idioma que no se entiende, o se entiende con duda o miedo o ambigüedad, siempre parece el idioma de la guerra, gritado desde un tanque como de la Wehrmacht. Lo que no se entiende, lo que no se quiere que se entienda, tiene la agresividad de la guerra y los nacionalismos siempre están en guerra.

El Congreso como una Babel de majos y tipos no es que pretenda reflejar la pluralidad de España, que distintos somos todos sin que nos asignen un botijo, una chaquetilla ni una carta como de esa baraja de las razas que se vendía antes. Como gran ironía, ni siquiera esos idiomas que se supone que están ahí igual que flores de la diversidad reflejan la pluralidad lingüística de sus propias sociedades. La lengua es, de nuevo, como toda identidad, una aspiración de totalidad, no de mayoría ni de ciudadanía ni de democracia. A ver qué es el bable, sino el sueño de que el bable realmente designe algo diferente o superior al mero ciudadano asturiano. Como el catalán o el euskera es el sueño de una cosa que designe algo diferente o superior al ciudadano catalán o vasco.

No, esta Babel en el Congreso no es la expresión arborescente de la pluralidad nacional, sino de la concepción cantonalista y folclórica, identitaria en cualquier caso, de la política y de la sociedad, dividida en pueblos precisamente por los que venden el concepto de pueblo como el que vende castañas. Esta Babel ni siquiera es la expresión de nuestra incapacidad para entendernos, sino algo peor, de la perversa voluntad que tienen algunos de que no nos entendamos. Entenderse siempre requiere un marco común y un idioma común, siquiera un idioma democrático común, que es lo primero que falla aquí, con esta gente que confunde la ciudadanía con la ortodoxia, la identidad con el folclore y la cultura con un mero gorjeo peculiar compartido. Grecia no era Grecia porque hablara en griego, sino porque pensaba como sólo pensaba Grecia. Claro que ya nadie puede inventar la civilización otra vez, ni tampoco la democracia, aunque los nacionalismos no se hayan dado cuenta o no quieran darse cuenta, que así se les estropea el negocio de sus cocidos de castañas y de sus imperios de ciencia ficción.