Con el Congreso y la monarquía vestidos de sello, algo a la vez ornamental y útil, la princesa Leonor juró la Constitución y a uno lo que le pareció es que se casaba demasiado joven con el pueblo, como una bella y triste novia sacrificial. La monarquía ya no es un privilegio, sino una esclavitud funcionarial, como si te condenaran desde pequeño a ser inspector de Hacienda, que ni todos los palacios del mundo compensarían esa crueldad. La monarquía, que ya no es tiránica ni arbitraria, como sí lo son en cambio las republiquetas de tantos republicanos, a mí me parece una cosa inhumana que deja a sus reales miembros sin juventud, sin vida, sin libertad, sin piernas, sin boca, sin culo, que si acaso se les ve algo de eso enseguida se les acusa de juerguistas, decadentes e indignos. Leonor, en su cumpleaños, en vez de inaugurar la edad de los porros tiene que hacer la mili cuando ya no hay mili y tiene que jurar la Constitución entre naipes de maceros, decorados de sopera y viejales con vejiga natatoria bajo la servilleta. Además, de la princesa se espera que cumpla lo prometido, no como Sánchez, que a lo mejor ahí está todo el anacronismo de la monarquía.

Leonor juraba la Constitución mientras unos le dedicaban desprecios y otros le dedicaban pasteles, como si fuera Sissi. El personal veía una virgencita del Pilar de la patria, o una novia perfecta del Hola, con trono y faldita de tenis, o el vástago borbónico del que vengarse, al que volarle de la cabeza la vieja corona de mil guerras, alcobas y caenas. Madrid se había llenado de banderitas como de paellas con banderita, y de ciertos y reales dulces con banderita, y hasta de plebeyos enamorados de la joven princesa, como zapateros enamorados de princesas (“te queremos, Leonor”, vi en una rendida pancarta). La verdad es que a los reyes y princesas no hace falta amarlos, como no hace falta amar al funcionario del ministerio de Agricultura ni al de la ventanilla de Correos. Es más, amarlos me parece casi tan vulgar como odiarlos, que Leonor no es Rosalía ni Cristiano Ronaldo. Pero sólo Madrid puede ser tan plebeya cuando se pone, como cuando le da por ponerse, al revés, republicana.

Leonor juraba la Constitución un poco novia de nuestro sobrino, un poco novia del pueblo, un poco novia de King Kong, un poco joven zarina con una inocente herencia de crueldad disuelta en los ojos azules

Leonor juraba la Constitución un poco novia de nuestro sobrino, un poco novia del pueblo, un poco novia de King Kong, un poco joven zarina con una inocente herencia de crueldad disuelta en los ojos azules, en las joyas azules y en la sangre azul. Yo creo que nadie entendía lo que estaba ocurriendo, salvo el rey Felipe, que pasó y sigue pasando por ello. Si la calle estaba ennoviada o entartada con la princesa, en el Congreso había ausencias que más que republicanas eran escolares, por un dolor de barriga republicano. O eran ausencias aristocráticas, por el asquito de clase aristocrático de esa izquierda llena de aristocracias (hay padres fraperos o sindicalistas como padres vizcondes de Matamala). Socios y ministros de Sánchez, con Gabriel Rufián, Irene Montero, Ione Belarra y Alberto Garzón como mosqueteros de la cosa, decidían quedarse en casa a guardar la esencia de la democracia en sus paneras, una esencia que consiste en que no hay leyes sino tribus y en que en la república sí puede haber intocables y reyezuelos. Entre enamorados y jacobinos, yo veía a la princesa Leonor más bien sola, como está solo el funcionario de Hacienda bajo la foto del rey.

Leonor cumplía años y juraba la Constitución, y unos veían a una niña de puesta de largo y manga rosa, otros a su Jesusito patriótico hablando en el templo, y otros el huevo de basilisco de las aciagas monarquías explotadoras y prognáticas. Casi nadie veía la Constitución, que era lo importante. Hasta el jefe del Estado, o sobre todo el jefe del Estado, asume someterse a la ley, o más bien evidencia que es jefe del Estado sólo por la ley, no por la sangre de príncipe o de rana, esa sangre de príncipe o rana que sí exhiben tantos republicanos folclóricos o sólo vengativos. A la princesa la llevaban en Rolls, entre guardias empenachados y palios repujados como para la Virgen del Rocío, y esto no es ostentación de la monarquía sino al contrario, ostentación de la ley, a la que ni el linaje, ni la riqueza, ni la fuerza ni el buen paño, nazareno o catalán, deberían poder doblegar. Al menos en teoría, claro, que luego llegan Puigdemont o Sánchez y te crean toda una dinastía merovingia de la nada, una especie de papado con papada al que no le afectan las leyes plebeyas, esas leyes que convierten en plebeyos incluso a los reyes, al menos si quieren seguir siendo reyes aquí, no sólo en Dubái.

Entre las tartas con merengue, con baba o con petardo, nadie veía esa tarta nacional que es la Constitución, que era lo importante, no que delante estuviera una niña o un húsar

La princesa Leonor juraba la Constitución y yo la veía sola y hasta un poco desnuda o indefensa, que algo así produce siempre el blanco, como si fuera vestida con canastilla de bebé. Veía yo a la princesa así como despojada de sus metales, si me permiten la expresión masónica, a pesar de todos sus toisones y ferrallas, o precisamente por todos sus toisones y ferrallas, que venían a significar que no son nada ante ese librito en el fondo menestral, esa Constitución que escribieron como con lápiz de carpintero derechones, socialistas, comunistas, nacionalistas, monárquicos y republicanos. Nadie parece darse cuenta de esto, ni los monárquicos de cabezada de mármol ni los republicanos de morral, perdidos entre el vals y la guillotina. Menos que nadie Sánchez, que estaba ahí persiguiendo los faldones de su chaqué como un cachorrito se persigue la cola, más o menos como él pretende perseguir la institucionalidad y la ley, sin alcanzarlas nunca.

Entre las tartas con merengue, con baba o con petardo, nadie veía esa tarta nacional que es la Constitución, que era lo importante, no que delante estuviera una niña o un húsar. Yo creo que sólo el rey Felipe entendía aquello, y así se lo explicó a Leonor, recordando lo que le dijo a él en su día Gregorio Peces-Barba, que tenía algo de obvio, protocolario y gris, como un rey. Lo de someterse al Derecho sonó, ciertamente, como un cañonazo hacia Puigdemont o Sánchez. O es que las obviedades democráticas ya nos suenan a cañonazo. Decir una obviedad tan patente y olvidada que resulte escandalosa, quizá ésa es la misión de la monarquía. Y decirla ceremoniosamente y hasta sin ruido, igual que toman la sopa sin ruido o se besan sin ruido. Decirla incluso allí, al lado de Sánchez, que todavía perseguía los faldones, la silla o la vergüenza.