Creo que vivimos en una crisis de confianza.

El 15 de septiembre de 2008 Lehman Brothers se hundió y lo hizo a tal límite, que despareció. Hubo intentos para que la entidad fuera comprada (Barclays o Bank of America), pero la debacle fue total.

Lehman Brothers era una entidad financiera aspiracional. Muchos estudiantes de finanzas, economía, matemáticas, ingeniería o derecho se esforzaban muy duro para poder ser reclutados por el banco al terminar la carrera. También era un aspiracional para muchos clientes para los que poder abrir una cuenta era la constatación de un salto a un nuevo estadio económico y, claro, social.

Pero a partir de ese 15 de septiembre, descubrimos que la debacle fue sistémica, que el mundo inmobiliario había colapsado, que no había banco que no se viera afectado por derivados tóxicos y que era extraño encontrar a alguien que hubiera sabido medir el riesgo que implicaba poner todos los huevos en la misma cesta.

Descubrimos que las hipotecas se habían convertido en productos financieros, que esos productos financieros se habían montado para que tuvieran la máxima calificación y fuera más fácil negociar con ellos. Por supuesto esas compras y ventas llevaban adheridas comisiones y descubrimos que bancos españoles habían sido grandes potencias en dicho ”trading” y el consiguiente cobro de comisiones.

En definitiva, de repente, el silencio.

Así que hagan memoria: lo que venía arrastrándose como riesgo se precipitó y el colapso de Lehman fue una señal inequívoca de que se avecinaba un duro desierto económico.

De hecho el mercado inmobiliario, “el ladrillo”, era (y es) la inversión de todo el que no sabía mirar índices de riesgos, de volatilidad, el ABX… el objeto de ahorros de todo aquel que quisiera (y quiere) dejar un valor seguro a sus hijos y, de repente, miles de millones desaparecieron, las propiedades perdieron valor como se apaga una cerilla y todo con una señal imposible de obviar: la caída de un gran banco.

Aquel fue un golpe noqueante a la confianza: rescates, austeridad, crecimiento del desempleo y el Estado condicionando la vida de todos con recortes. Pasaron varios años hasta recuperar los niveles de crecimiento y de gasto y, de repente, el COVID (de hecho ahora se cumplen años del descubrimiento del primer caso).

Nuevo golpe a la tranquilidad y a la confianza. De nuevo el Estado se vuelve a hacer cargo de todo y, de nuevo, condiciona la vida de todos. Después de esto llegó Ucrania, el miedo a una escalada en la que había un riesgo nuclear cierto y ahora, que parece una guerra de posiciones, Hamás comete una masacre contra Israel.

Por eso digo que estamos en una crisis de confianza. Se desconfía de las instituciones financieras y un banco ya no tiene todas las respuestas para mantener el dinero mejor que debajo del colchón

Así que, si podemos afirmar algo sin miedo a equivocarnos: en algo menos de 30 años nos hemos hecho ciudadanos experimentados en crisis (que no he hablado de las .com), aunque no estoy convencido que hayamos salido reforzados de ellas. Al menos no anímicamente.

Por eso digo que estamos en una crisis de confianza. Se desconfía de las instituciones financieras y un banco ya no tiene todas las respuestas para mantener el dinero mejor que debajo del colchón. 

Hemos perdido la confianza en la iniciativa privada, pese a los miles de seminarios para emprendedores y de coaches que incesantemente reciclan fórmulas que ya enunciaban Platón y Kant, pero con ejemplos contemporáneos… y esto los pocos que no plagian a otros “motivadores”.

Hemos perdido hasta la confianza en nosotros mismos a cambio de una suerte de “si las cosas son tan complicadas y todo se puede volver a caer de repente, hay que jugar a lo seguro”.

Hemos perdido la confianza hasta en el Estado pero, al menos, sabemos que el Estado va a ser último superviviente. Si el mundo se ha vuelto algo impredecible e inestable, la confianza se deposita en quien más tiene pinta de sobrevivir o, al menos, provoca menor incertidumbre, menos incluso que uno mismo, y ése es el Estado.

Aquí es donde creo que Pedro Sánchez está jugando su baza y es una baza peligrosa que ya se ha demostrado fallida en otros países que abrazaron el populismo con todos los recursos del mundo, como Argentina.

Aquello de “el gobierno más social” o “el más feminista” o “la alianza de progreso”, es sólo tomar ventaja a través de gestos y gasto contra Presupuesto o estadísticas, como pueda ser la reforma laboral, que ya ha probado ser sólo una forma de cambiar los elementos de casilla, pero que en absoluto ha generado más empleo.

Está la subida del salario mínimo interprofesional, que es un coste adicional a las empresas, a los empleadores y que sería una solución fantástica si el tejido empresarial y laboral fuera más eficiente, pero estamos a la cola de empleo de Europa, a la cola de empleo juvenil y nuestro PIB per cápita es el 14º de la Unión cuando somos el 4º país en población, lo que les dará una idea de qué tal competimos.

Metan aquí, en algún momento, la deuda y el déficit, que pinta saludable no tienen ninguno de los dos.

De lo del feminismo mejor ni hablamos, tras un verano de infierno y otoño del que aún estamos lamentando los asesinatos recientes (sin contar con las consecuencias de la Ley del Sólo Sí es Sí, esa “buena ley” que iba a ser todo un adalid de progreso).

De las libertades individuales, tampoco podemos argumentar muy de corrido cuando le hemos visto protegerse el miércoles junto a los reyes para evitar abucheos o hemos leído la circular mandada a un colegio mayor para que los estudiantes no abrieran las ventanas de sus habitaciones para increparle.

En definitiva, Pedro Sánchez se aprovecha de una confianza hundida y tira del Estado para seguir gobernando. No quiere (ni necesita) victorias. Necesita optimizar resultados para poder gobernar, bien sea metiendo miedo, mintiendo o subvencionando todo lo posible. Busca un voto cautivo y usa el Estado para mantenerlo.

Lo que queda no es ni ideología ni conciencia social. Es puro oportunismo y enfrentamiento.