Quizá no os hayáis dado cuenta, pero muchos ya están encargando el pedestal de sus estatuas.

Sales a la calle a sacar la basura, lees la prensa un martes, llevas al niño a entrenar al fútbol o te cruzas con tu cuñado en el catastro de rústica y te convences de que entre nosotros hay cada vez más gente muy resuelta persiguiendo la posteridad, señalando con un dedo de luz el porvenir, en una carrera de un cuarto de hora por fijar y consolidar un legado imborrable, algo que nos haga ser recordados cuando ya no estemos aquí.

Quizá sea por la sobreexposición de nuestras vidas, porque nos hemos hecho unos cínicos de manual o porque, acaso, nada esperamos ya de la historia ni de sus actores, pero no hay circo más grande ni hoguera de vanidades más ardiente que la que congrega a los sherpas del porvenir, a aquellos que en todos los órdenes, quiebros y meandros de la vida aspiran a pasar a la historia, aunque nadie –ay– se lo haya pedido.

Y no es sólo en la escuela de los directos de TikTok o Instagram donde medran estos espectros que harían enmudecer al Fantasma de las Navidades Futuras de Dickens.

Sepultada la Transición, devorados sus hijos por la epidemia de uniformidad que asola los partidos políticos, ya están entre nosotros los trasegadores de futuro sin asomo de contención

Desde la constatación en una tribuna periodística, antiguamente seria, de la espectacular y silente revolución global en el hojaldre que capitanean –ya nada será igual– tres tahonas de Madrid a los hitos y desafueros (según el día y de a cómo cotice el apocalipsis) de la inteligencia artificial; desde el alumbramiento de una nueva era de promisión en el arte del inglete y la roza a la asimilación de ese salto civilizatorio que nos ha metido de lleno en la moda del coworking (perdimos los despachos) y el coliving (calentar unos Yatekomo en el microondas comunitario asumiendo que se acabó lo de dormir en un hotel a costa de la empresa); desde las nuevas tendencias en el campo de la educación, los nanocursos que te garantizan un océano de conocimiento con un centímetro de profundad a la innovación radical –qué sé yo– en el arte de tapizar un tresillo con los restos de la poda de las mazorcas ecológicas, crecen exponencialmente entre nosotros los nuevos saberes y sus heraldos, ese ejército de expertos y aspirantes a una posteridad gobernada por seres de luz que nos marcan el camino y nos dicen exactamente lo que tenemos que hacer, tantos ya que el mundo se nos está quedando corto para este carrusel de vanidades en diferido.

Si antes eran los prohombres de apellidos compuestos, los filántropos y hasta los toreros en una buena tarde con dos pases y un tendido complaciente quienes tenían dos líneas garantizadas en los anales de la historia, a esta autoconciencia anticipada de la inevitable necesidad de trascender, a este derecho inalienable a marcar una época, al consuelo de ser recordado por los más diversos y extravagantes méritos se suman ahora los subalternos, los medianos, tanta gente normal que antes se quedaba en casa, reclamando insolente su minuto de fama.

Y uno diría que no son precisamente los más capaces, los más brillantes entre nosotros quienes están liderando esta conquista anticipada del futuro que se declina en múltiples registros y pantallas. Nos hemos entregado a una alocada carrera de hipódromo en la que las acémilas están dejando atrás a los caballos. Pareciera que esta batalla acelerada por conquistar el metro cuadrado de épica, por deslindar esa parcelita privada de gloria, no la están librando ni los pensadores ni las mentes más sesudas –los ríos más silenciosos son los más profundos– desplazados como están por otras tribus más ruidosas, gregarias y resueltas, tan incapaces de callarse como de sentir vergüenza, en una época en la que todo está bien mientras venga de los míos.

En este mercadillo y feria del futuro a plazos, acaso sea ahora la política, la vida pública que con toda crudeza y aparato se despliega ante nosotros, la que reclame mayores derechos de posteridad y trascendencia. Todo vale si se hace en nombre del futuro. Decía Azaña, preguntado por las capacidades para gobernar y las cualidades retóricas de alguno de sus colegas en el Gobierno, aquello de que más que no supiese hablar, le preocupaba que un político no supiese de lo que hablaba. Unamuno, a su vez, sentenció que desconfiaba de Azaña por ser un escritor sin lectores, pero capaz de hacer cualquier cosa por conseguirlos.

Sepultada la Transición española y devorados sus hijos por la epidemia de uniformidad mansurrona que asola los partidos políticos; rotos los referentes, los límites, las cúpulas y hasta el respeto por las normas y el cuerpo electoral; descontada esta época de sentimentalización desaforada que impregna, también, los humores de la esfera pública, y en la que ya no es posible plantear un debate o defender prudentemente una opinión sin recibir un guantazo, sin encajar un grito o someterse –jarabe para recalcitrantes–, al veredicto de la cancelación y la damnatio memoriae de los nuevos teólogos de lo correcto y apropiado, ya están entre nosotros los trasegadores de futuro, los héroes contemporáneos en potencia y acto, los colonizadores de porvenires sin asomo de contención.

Pedro, Yolanda, Carles, Oriol se han encarnado entre nosotros, se han transmutado en líderes políticos ahítos de posteridad, empeñados en convertirse en personajes póstumos de sí mismos, aunque tal vez mañana no quede nada ni nadie ya para celebrar sus logros o reparar su huida. Otegi y los escribidores de poesía septentrional emborronan la historia para hacernos más llevadero el reinado venidero de este hombre bueno perfumado de odio y paz de cementerio. Las huestes y mesnadas de Vox se regocijan cada noche reviviendo la Batalla del Salado en Ferraz con una épica de todo a cien que no cabe en los Atlas y Alberto, Elías y Cuca siguen dándole vueltas a lo suyo, con un ojo en la posteridad y el otro en las gestas contraculturales de Ayuso. Nadie, parece, reparará en la cantidad de mármol necesario.

Quizá no os hayáis dado cuenta, pero muchos ya se han subido al pedestal de sus estatuas.