El futuro está muriendo, al menos como tiempo verbal. Lejos de abandonarnos a la melancolía o al conservadurismo desenfocado de quien sólo ve el porvenir detrás, uno diría que el oficio exquisito de la paciencia, el arte de esperar y confiar -certus et incertus quando- cotiza hoy a la baja y que acaso, Job, Jeremías, Felipe II -el Rey prudente- Edmundo Dantés antes de ser el resentido Montecristo o el bueno de Robinson Crusoe en sus soliloquios en la isla posarían hoy de inadaptados y marginales entre nosotros mientras rellenan en el INEM la solicitud de una plaza para el próximo taller de marca personal o de trader de bitcoins.

Incapaces de aceptar la hipótesis vivida de un tempo diferido, de tolerar la servidumbre de una demora en el delivery de las cosas y los placeres; agiotistas militantes frente a la cultura del vuelva usted mañana de Larra -ahora mediada por las servidumbres de la cita previa digital- , incómodos, en suma, frente a todo aquello que no nos pase ya y se despeje y resuelva ahora, nos hemos convertido en unos peculiares y ruidosos siervos de la inmediatez, en súbditos implacables del manido tiempo real, que no es más que el signo más evidente del estertor de la sociedad de los tranquilos, de los sesudos, de los pacientes y los esperanzados, sepultada por el tsunami del lo quiero todo y lo quiero ahora.

Vivimos un tiempo en el que hemos asumido ya la derrota universal de la felicidad frente al placer y poco nos importa que todo cuanto nos rodea parezca hecho para impactar pronto

Bajemos a las cosas. Por ser honestos, y para empezar, no estaría mal asumir que Fukuyama no tenía razón al teorizar el fin de la historia ni reconocernos capaces de aguantar una semana a base de una dieta de comida molecular y esferificaciones con nitrógeno sin echar una mano furtiva y culpable a la bolsa del pan o la olla de duelos y quebrantos. En todo caso, -tercer misterio que se revela hoy ante nosotros-, vivimos un tiempo en el que hemos asumido ya la derrota universal de la felicidad frente al placer y poco nos importa que todo cuanto nos rodea parezca hecho para impactar pronto, para durar poco y para deleite de impacientes.

La compra en el tramposo zoco algorítmico de Amazon (algún día tendremos que hablar del abismo existencial ante el que nos sitúa ese menú de sugerencias personalizadas de la aplicación), el camión de la mudanza de Puigdemont, el pedido de unas toallas de grueso rizo portugués para el lavabo, la cita con el fisio por lo de los isquios antes de la carrera popular del otoño que viene, la reserva de un galpón en Booking para celebrar la fiesta del 50 cumpleaños de Curro, Laia o Xoel o la exigencia al frondoso monitor de crossfit -Petrarca con los brazos como quesos de bola- de una rutina eficaz para hacer brotar en nuestro vientre -mañana mejor que pasado- una tableta de abdominales que exhibir en agosto en Formentera se someten, sin tasa, a las exigencias de una cultura de la contemporaneidad, al imperio impertinente de lo perentorio y lo inmediato que contamina ya muchos de los
órdenes de la vida.

Reconozcámoslo sin demora; rechazados por incompatibles con el fragor del siglo los meandros sentimentales y los apartaderos del alma, -valga, por todos, el simpático testimonio de los atajos hacia la cópula de los usuarios de Tinder o el ejemplo de esas monjitas de Sevilla que por falta de vocaciones, harán del convento un Bed & Breakfast-; perdidos los fundamentos de la paciencia y el solaje de la expectativa por lo que se espera y se hace de rogar, mordida -en fin- la fruta del virus de lo urgente, allí donde asoma un retraso en la actualización del software del teléfono o una tardanza en la firma de unas capitulaciones en la Notaría sofocamos con dificultad creciente el íntimo conato de ira que nos provocan estos desmanes cronológicos; allí donde vemos una fila, combinamos una estrategia propia de un mariscal napoleónico sobre cómo saltárnosla; donde una noche de ocio, la indigestión- como la de esas pobres ocas condenadas a agrandar su foie - de todos los capítulos de la penúltima serie en tendencia; donde un trámite administrativo postergado, un cuñado o un vecino -you’ve got a friend- que trabaja en los servicios municipales de reprografía al que acudir acuciados por la hora y el destino fatal que nos devuelve al remolino del tiempo de los subalternos y los postergados.

“Veo tu futuro, lo vas a conseguir seguro”, dice mi taza de Mr. Wonderful. Ser concejal por Soria o community manager del Museo Nacional del Alfar, escribir -bien- sin haber leído ni tener intención de hacerlo, dominar el catalán, el tagalo o farsi con una aplicación invasiva en el móvil – ay, la de los idiomas, la mayor y más decepcionante tara de nuestros compatriotas desde Olivares-, formarte como protésico dental en cuatro tardes, perpetrar una paella con chorizo con un tutorial de Youtube, figurar como una Top Voice en Inteligencia Artificial aplicada al pensamiento lateral del marketing de usuario en entornos de resiliencia en Linkedin, hacer crecer un pruno enano en una maceta hidropónica en el balcón de casa o reformar, acaso, la Ley de Enjuiciamiento Criminal en un desbocado fast-track gubernamental hacia la amnistía y la desvergüenza, son ya operaciones convencionales de contrabando del tiempo y la espera entre nosotros, empellones al modo deseable de hacer las cosas que nos delatan como una sociedad de impacientes sin cura, como un planeta de asfixiados contemporáneos incapaces de paladear el deleite de esos procesos que se desarrollan -eppure, si muove- con la cadencia propia y el compás sereno de las cosas esenciales.

Bien mirado, con esta minusvalía sobrevenida de lo lento y lo promisorio, con nuestra incapacidad para cuidar de las cosas y verlas evolucionar y envejecer, con el afán de fundirnos en la ensoñación de un tiempo presente interminable, uno intuye un apocalipsis de todo aquello que dura y se eterniza, una hecatombe de Planes Generales de Ordenación Urbana, de estalagmitas y estalactitas, un holocausto de bodegas y bibliotecas que pronto podremos destinar a trasteros en los que acomodar, junto a los outfits comprados en Vinted o Aliexpress, toda la corte y orla de nuestra arrogancia y en las que encerrar y compilar el acervo civilizatorio de los nuevos dogmáticos, los tertulianos y los influencers.

Converso como soy en una época que prima la bisutería y el arte de ser bisagra, donde otros negarán la hipótesis de cultivar un cursus honorum, de desarrollar una carrera de honores con la que honrar los esfuerzos de una vida o el sacrificio de unos padres, yo preconizo el imperio inminente de los CEOS, (entre tanto general ya no queda infantería), el auge de los todólogos impertinentes y la hora final de los podadores de la genialidad, la originalidad y de aquello que todos, de vez en cuando, y aunque no queramos, tenemos de excelentes y heterodoxos, pues el canon nos quiere iguales, romos y desbravados, por el bien de la concordia y la res publica.

Donde algunos anuncian con estruendo de cacharrería un cataclismo épico de la amistad, del respeto ganado de los demás, de la sabiduría o de la experiencia –artefactos que sólo pueden cocinarse a fuego lento- yo anticipo un porvenir de contactos infinitos en una agenda digital, el sexo sin besos ni preliminares de las gafas Vision Pro, la enternecedora salmodia de la cultura del fracaso, el gobierno perpetuo de los Decretos-Leyes y hasta el señorío insolente de los pragmáticos, los listos y los tramposos que adornan sus hojas de vida con el polvo de oro de esos nuevos saberes convencionales adquiridos en nanocursos y webinars.

Si -fermento de pacientes- hay quien todavía espera la llegada de un Churchill o una Catalina de Rusia, quien confía en conocer a una Duquesa Sanseverina o al Conde de Romanones, quien se cree con tiempo y talento para componer Campos de Castilla o el Aleph, yo le prometo -mejor hoy que mañana- un apogeo de lo urgente y lo impactante, el imperio de las rimas del GPT y la demostración empírica de que es verdad que el futuro está muriendo, al menos como tiempo verbal. Basta con ver el discurso y la agenda de los partidos políticos