Marlaska va a convertirse en el ministro de Interior que más nos ha durado, o el ministro que más nos ha durado simplemente, como si más que un ministro fuera un secretario o un ayuda de cámara de Sánchez. O uno de esos pomposos cargos vitalicios de la monarquía británica, como el cuidador de los cisnes reales o algo así. Marlaska es el gaitero perpetuo de Sánchez, es un catedrático con plaza en el Consejo de ministros y en el telediario, dando lecciones o gaitazos desde la alta silla o trona de la costumbre, la indolencia, la disonancia o el escándalo. Yo creo que los escándalos incluso le añaden cada vez más autoridad y más leyenda, como a un roquero, aunque sea un roquero que se sienta en una cátedra o silla de fraile o de coro o de vieja, o un trono de Dragones y mazmorras, como cuando Axel Rose sustituyó a Brian Johnson en AC-DC y cantó sentado en una silla, por un pie roto (era una cosa entre doña Rogelia, Conan y un papa con gota cantando). Marlaska resiste, aun avinagrado o acecinado, con esa flotabilidad milagrosa que tienen las banderas, esa flotabilidad que no tienen las endebles lanchas de goma, como flotadores de patito, que lanza contra los narcos.

Marlaska no dimite, no se siente aludido, no se siente siquiera tocado, conmovido o llamado, ni por la responsabilidad ni por el decoro ni por la física.

Marlaska, ya mefistofélico o egipciaco, ya sobrenatural y pálido, como el fantasma de un conde emparedado, como un jinete sin cabeza o con cabeza de calabaza que sigue galopando; Marlaska, en fin, no es que haya sobrevivido a muchas adversidades sino que sobre todo ha sobrevivido a la inevitabilidad. O sea, que cada vez que se hablaba de su dimisión parecía inevitable, casi una cosa física, gravitatoria, como si viéramos su cabeza a punto de rodar a poco que se aflojara el nudo de la corbata, con ese aire de Richard Gere aflojándose la corbata que se da él a veces. Parecía inevitable que dimitiera, no ya cuando echó al coronel López de los Cobos por no revelarle información confidencial sobre una investigación judicial, o sea, por ordenarle delinquir, sino cuando el Supremo declaró ilegal este cese. Parecía inevitable con aquella muerte en montonera y con vista gorda de inmigrantes en la valla de Melilla. Parecía inevitable con lo de Pegasus, esa como orgía de espionaje, de todos a todos. Y parece inevitable ahora, cuando han asesinado a dos guardias civiles mientras intentaban enfrentarse a los narcos con el cubito y la palita de playa que les da Interior.

Pero no, Marlaska no dimite, no se siente aludido, no se siente siquiera tocado, conmovido o llamado, ni por la responsabilidad ni por el decoro ni por la física. Él no permanece, sino que levita, y no resiste, sino que se volatiliza. Marlaska puede desmantelar la unidad de élite que luchaba contra el narcotráfico en el Estrecho (han llegado a decir desde que había corruptos a que se extralimitaba, pero si fuera por eso no quedaban aquí policías, cárceles, municipalillos, concejales, árbitros ni bibliotecarios). Marlaska puede tener a cinco guardias civiles luchando contra el narco en una colchoneta de piscina, y a todas las patrulleras en el astillero o en cementerio de elefantes de los barcos, mientras más de un millar de agentes se van a proteger de abucheos o tomatazos la gala de los Goya y la comprometida pajarita que llevaba Sánchez, como si fuera la llave del maletín nuclear o la palomilla que le desatornilla al presidente la cara de mármol. Marlaska puede hacer todo eso y plantarse en un entierro de uno de los guardias a ponerse la medalla de poner una medalla, como si sólo le pusiera la medalla a una fallera, no a alguien que ha muerto por tu evidente incompetencia. Con razón saltó la viuda para evitar la obscenidad, lo que pasa es que seguro que no llegó a tocar a Marlaska, que ya se había disuelto en éter o en pétalos.

Marlaska aguanta, con su cabeza en la mano, con su otra mano en las costuras, con su cartera de repetidor eterno y ya perdido, con su canción de tuno viejo, con su oficio de enterrador solemne y de pómulo huesudo (como lo era también Salvador Illa, otra gran ave de cementerio), pero es que así, claro, aguanta cualquiera. Me refiero a que cuando uno decide que ni la responsabilidad, ni la culpa, ni la decencia, ni la catástrofe ni el tiempo te afectan, que eres de esa piedra o de ese ectoplasma que viene de otro mundo y no va a ninguna parte, es fácil aguantar, como aguanta un león de Ponzano o la chica de la curva. Ya no recuerda uno ni cuando era juez, que a lo mejor no vuelve a serlo nunca y ya se queda para posar en los escalones o para aparecerse en los entierros con sombra de piedra o ciprés, como un ángel impávido y obsceno, eternamente. No es que Marlaska pueda durar lo que Sánchez, es que Sánchez parece que aspira a durar lo que Marlaska.

Marlaska ha sobrevivido a todo, y yo creo que no es tanto por mérito o superpoder sino por licencia de Sánchez. Estoy por decir que Sánchez cree o presiente que el día que caiga Marlaska caerá él, por eso nunca lo releva, como si fuera su retrato de Dorian Gray. Marlaska es más duro, insensible e insumergible que Sánchez, es más sanchismo que Sánchez. Sánchez parece que sobrevive por casualidad pero Marlaska se diría que se limita a vivir inevitablemente, que eso sí que es inmortalidad. La inevitabilidad, no la supervivencia, es lo que quiere Sánchez. Marlaska no es su secretario para el esmoquin ni su gaitero para los funerales, sino su tótem, su bandera y su sarcófago para la eternidad. Más no se puede durar.