Les voy a contar una historia que es lo suficientemente reciente como para que todos la tengamos en cuenta.

A finales de septiembre de 2008 Lehman Brothers ya había caído. Resulta que Barclays no quiso comprarlo, así que el Gobierno de EEUU buscó en Bank of America la opción de salvamento, pero la entidad fue al rescate de Merrill Lynch, así que Lehman se quedó, al igual que Enron y Arthur Andersen, como el paradigma de que hacer habitual lo incorrecto… no hace que sea lo correcto.

Poco después la sangría era incontrolable. Los grandes bancos tenían más subprimes en su sangre que plaquetas y, claro, el Gobierno tuvo que ir al rescate (en este caso hablamos de la administración W. Bush). He de decir aquí que ser un neoliberal sería un orgullo si no llega a ser porque muchos de los que se consideran estandartes del movimiento hacen grandes soflamas a favor de la liberalización del mercado porque saben que juegan con colchón.

Al tema: la banca estaba en riesgo y, con la banca (no se engañen), ahorros, pensiones e hipotecas, es decir: el día a día del ciudadano medio. El problema es que todos los grandes bancos habían visto en las subprimes un grandísimo negocio, se habían hinchado de ellas, les habían costado un dinero y ahora… no valían nada. 0, nichts, niente, rien, nothing… ni un duro.

Así que, para evaluar un posible rescate al sistema financiero, se reunieron en una mesa de la Casa Blanca todos aquellos aquellos que tuvieran algún tipo de responsabilidad. Algunos nombres los conocen, otros les sonarán y unos pocos no sabrán quiénes son, pero créanme, estaban ahí por algo.

Presidía la mesa el presidente George W. Bush. Junto a él Ben Bernanke, presidente de la Fed, y Hank Paulson, secretario del Tesoro. Estaba Nancy Pelosi, speaker (presidenta) de la Cámara de Representantes; John Boehner, líder de la minoría de esa Cámara; Harry Reid, líder de la mayoría en el Senado; Mitch McConnell, líder de la minoría en el Senado; Barney Frank, el presidente del Comité de Asuntos Financieros del Congreso… y estaban Barack Obama y John McCain, porque la reunión tuvo lugar el 25 de septiembre de 2008 y quedaban 40 días para que el país eligiera a un nuevo Presidente.

Vivimos un momento en que un movimiento inesperado nos hace creer que un presidente del Gobierno es un avezado estratega

La reunión fue un desastre, en gran medida porque McCain se comportó con deslealtad. Exigió que se celebrara y sólo fue para ver cuál era el panorama. Salió y criticó todo lo que pudo criticar para intentar sacar provecho de la información. Por supuesto atacó a la mayoría demócrata en el Capitolio, pero tiró contra Wall Street (venga, aceptable) y también contra un presidente de su propio partido que intentaba que el sistema financiero no se hundiera porque, insisto, había mucho más en juego que, simplemente, las inversiones de los ricos.

McCain se sentó a una mesa que buscaba soluciones a problemas graves con sólo un interés, y ese interés era ventajista. En el escenario más elevado del mundo para tomar una decisión que va a afectar al orbe, alguien se quedó a escuchar para saber cómo podía rentabilizar aquello de lo que era testigo.

De todo ese capítulo me quedo con una frase de Joshua Bolten, el jefe de Gabinete de George Bush: “No estaba jugando al ajedrez, estaba jugando a las damas y no tenía más que un solo movimiento planificado”.

Hemos escuchado muchas veces que la política es el arte de lo imposible, el arte de la negociación, que política es debate. Entiendo que son maneras de disfrazar ciertas limitaciones con grandes palabras.

Ojo, que no se me solivianten los políticos, porque muchas de esas frases las han dicho idealistoides que miran los toros desde la barrera o diletantes que vienen a ganar terreno por la vía de las emociones y las cosas chulísimas. Las frases de grandes políticos son bastante más ingeniosas, no buscan contentar al público y son muy poco happy: “Si quieres un amigo en Washington, cómprate un perro” (Truman) o “el 90% de los políticos dan al otro 10% una mala reputación” (Kissinger).

El caso es que hoy vivimos un momento en que un movimiento inesperado nos hace creer que un presidente del Gobierno es un avezado estratega. Pero no es una estrategia, ¿verdad? Es un volantazo que se apoya en explotar la polarización, un “esto va de ellos contra nosotros” tan radicalizado que si no estás con nosotros hasta las últimas consecuencias, es que estás con ellos.

No hay ningún misterio en explotar la animadversión para fingir que tienes una posición o una causa pero, volviendo al símil planteado por Bolten, sólo estás viendo una pieza blanca, otra negra y cuatro casillas. Ni miras al tablero, ni miras las consecuencias de la partida, ni aspiras a un reto más avanzado.