Vamos a tener que declararle la guerra a Argentina por la honra de Pedro Sánchez, como se le declaró la guerra a Troya por la honra de Menelao. La verdad es que en Troya pesaron más los intereses que los cuernos, como es verdad también que los cuernos no pesan tanto por la ofensa sino por la verdad, que es lo que los hace macizos y vistosos, más en las cabezas tan bien perfiladas de los altivos reyes empenachados. Lo que pasa es que la honra de Begoña Gómez, hecha un trapo o una braga, no debe de ser tan importante para el presidente cuando él mismo la expuso durante aquellos cinco días de duelo oriental y de picota, hasta que todo el planeta conoció a nuestra primera dama, su carrera empresarial y su investigación judicial. Más bien parece que es Sánchez el que quiere una guerra, el que necesita la guerra, el ardor, las licencias y los atajos de la guerra. Sánchez, el gran ofensor que resulta ser de ofensa frágil y cuerno quebradizo, es obligado a hacer la guerra que deseaba y necesitaba, una guerra convertida en cruzada de amor y patriotismo, que es la misma cosa porque todo nace del mismo colchón almizclado. Sí, harán poemas sobre esto.

Milei llegó a España como un punki con patillas o como un electroduende electrocutado, quizá porque en Argentina todavía están de moda los punkis, las patillas y hasta los electroduendes. Claro que no sé hasta qué punto podemos juzgar las modas y los espasmos de un país que ha sido arrasado por sus políticos durante casi un siglo, que ha ido pasando de los milicos al populismo, del populismo a los milicos y de los milicos otra vez al populismo, y ha acabado dando estadistas igual que hinchas y futbolistas igual que finos estadistas. En todo caso, Milei, que viene asalvajado de una política salvaje, no empezó esta guerra de formas ni esta guerra de discursos. Al “Loco” Milei unos lo llaman ultraliberal, otros lo llaman fascista y algunos lo llaman ambas cosas a la vez, ignorando (o no) que eso es imposible. Pero Sánchez ya lo incluía hace mucho en la entente del mal y en el panteón de los insultos, antes incluso de que Óscar Puente se permitiera, desde la distancia ultramarina y desde el juguete de su cargo (es como un niño sin amigos pero con tren eléctrico) llamar drogadicto al presidente argentino. Pero en realidad Milei no importa, como no importa Begoña. Ni siquiera si Milei, en vez de llamarla corrupta, la hubiera raptado en barquita.

Sánchez no es el Estado, ni Begoña es una institución, ni Milei rugiendo como un león de felpa o como en el españolísimo salto del tigre representa un ataque a nuestra “soberanía”

Sánchez, rey de copones, panoplias y cornucopias, necesita una guerra más que el amor, más que la esposa y más que la vida. Necesita una guerra porque el personal se le está cayendo del guindo y del burro, porque nadie puede reinar tanto tiempo desnudo ni nadie puede mentir tanto tiempo sin respirar una sola verdad. Sánchez necesita una guerra y tiene que ser una guerra contra todo, que es lo que ocurre cuando el mundo se convierte en una conspiración contra tu grandeza. Tiene que ser una guerra que, como la de Troya, involucre hasta a los propios dioses; tiene que ser la guerra mitológica y primigenia entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad, de ahí que todo se plantee con la vieja falacia “o estás conmigo o estás contra mí”. Sánchez no es el Estado, ni Begoña es una institución, ni Milei rugiendo como un león de felpa o como en el españolísimo salto del tigre representa un ataque a nuestra “soberanía”. Más nos han insultado Petro o López Obrador (¡un tipo llamado López!) con las supuraciones del colonialismo, o Marruecos con las humillaciones consentidas por Sánchez. Pero esto, ya digo, no importa.

Vamos a tener que declararle la guerra a Argentina por la honra de Pedro Sánchez, como ya se la ha declarado él a los jueces, a los medios, al Estado de derecho y a cualquiera que le lleve la contraria en prosa o en verso. Milei, despeinado, ojiplático y batrácico, simplemente se une al ejército de bultos y fantasmones intercambiables donde ya están periodistas meticones, propagadores de bulos, jueces con chepa, Feijóo con Abascal, Rajoy con Aznar, Franco con Trump, Pablo Motos con Netanyahu, Ayuso con el cuadro familiar y hasta Mari Carmen y sus muñecos. Todos fascistas, fachas, ultraderechistas, odiosos y odiadores, asesinos o genocidas, antidemócratas y enfangadores que se merecen estos calificativos no como insulto sino como castellanísima descripción. Sin embargo, Sánchez, que ha permitido a delincuentes votar su propia amnistía a cambio de la presidencia, que proclama que la fiscalización de lo público y la división de poderes son intolerables ataques a su persona enamorada y al Estado de alcobita que preside; él, que habla de lawfare justo cuando le investigan a la señora, y de “libertad de difamación”, como si el delito de difamación no existiera ya, cuando los medios publican sus desmanes y mentiras; él, en fin, que toca el órgano en el sotanillo de la Moncloa como en las catacumbas o en el Nautilus, resulta que es el verdadero defensor de la verdadera democracia.

Por supuesto, hay que declararle la guerra a Argentina por la honra o por la ambición de Pedro Sánchez, que son lo mismo. En realidad, hay que declararle una guerra confusa, sucia y global a todo lo que no sea Sánchez, empezando por la propia democracia y por la propia verdad, antes de que el sanchismo desaparezca entre ingenuos recién despertados y esbirros mal pagados. A Sánchez no le queda otra cosa que la guerra, arrastrarnos a todos a la guerra de sus colchones y cuernos, una guerra como propaganda, como justificación, como impotencia y como estertor; esta guerra que, ya ven, cada vez tiene más enemigos, más víctimas, más peligro y más destrozos. Sin duda, este caos y esta miseria sólo se pueden mantener en el caos y la miseria de una guerra. Sí, seguramente harán poemas sobre esto.