El primer estudio en el que viví en Madrid era un agujero terrible. Un zulo que estaba en la calle de las Peñuelas, en el que se libraba un conflicto vecinal. En el bajo había una familia humilde de bolivianos que se desahogaba del calor de su pequeña vivienda en el patio común, en el que habían instalado un tenderete con lonas. El vecino del tercero no aceptaba esa decisión, así que los obsequiaba con insultos, con el lanzamiento de trozos de comida y con sesiones de música de un grupo de punk llamado Estirpe Imperial. Un buen día, subí hasta su piso para espiar. De su puerta colgaba una pegatina con la rojigualda, adornada con la figura de un ave rapaz, de pico en curva, bicéfala y perfil negro.

Diría que el concepto de ultra se ha ampliado en los últimos años. Antes, tan sólo cabían allí los extremistas. Gente tan sórdida como aquel tipo, que era especialista en ese tipo de alquimia tan arriesgada que consiste en transformar la frustración en odio. Ahora sucede algo curioso: cualquiera que no esté de acuerdo con determinados postulados que la doctrina gubernamental es empujado a ese terreno y diría que incluso observado por una parte de su entorno como alguien que comulga con la barbarie. Hubo un tiempo en que los periodistas tenían claro que siempre había que desconfiar de la fuente oficial, pero ahora hay compañeros que acusan a otros de ultras y de colaboracionistas por disentir del relato, al considerar que la mentira y la infamia siempre están en la posición contraria.

Hay compañeros que acusan a otros de ultras y de colaboracionistas por disentir del relato, al considerar que la mentira y la infamia siempre están en la posición contraria

Situemos el foco sobre el ministro Óscar López. Hace algo más de una semana acudió a un acto público, tan sólo un día después de que El Mundo revelara los primeros wassaps entre Pedro Sánchez y José Luis Ábalos. Atribuyó su publicación a la existencia de “una campaña de acoso y derribo al Gobierno de España por parte de la derecha y la ultraderecha por tierra, mar y aire”. Unos días después, pronunció los términos “odio, inhumanidad, rencor, derecha y ultraderecha” para referirse a los críticos con la postura del Gobierno y de RTVE en cuanto a la participación de Israel en el festival de Eurovisión. Sus terminales hablaban esta semana de una "UCO patriótica" y de unos periodistas cómplices ante el informe en ciernes de la Guardia Civil, que podría caer como un misil sobre Santos Cerdán.

La polarización más cutre

El debate público español centra su atención últimamente en dilemas que en realidad no existen, pero que inflan las fuentes gubernamentales para impulsar a los ciudadanos a posicionarse en dos polos de propiedades opuestas. La conversación sobre el conflicto de Oriente Medio es paradigmática en este sentido. Disculpen que personalice, pero creo que el ejemplo resulta útil en este sentido. Me opuse a la utilización de la radio-televisión pública española para reclamar la exclusión de Israel de Eurovisión y a los aspavientos que realizó durante la semifinal del festival y en los segundos previos. Lo hice porque era la enésima muestra de que RTVE, pese a ser financiada por todos los españoles, se encuentra felizmente secuestrada por el Gobierno, que es quien marca su agenda temática y su actitud solidaria o insolidaria para con las poblaciones o los territorios según lo que interese. Con el Sahara Occidental, por ejemplo, no hay condescendencia.

Esa posición sirve en estos días para que a cualquiera le etiqueten de “blanqueador” o de “cómplice del genocidio”, pese a estar radicalmente en contra del ensañamiento criminal con los palestinos del Gobierno de Netanyahu; el cual, por cierto, reconoció el miércoles que permitió la financiación de Hamas desde Qatar para mermar la legitimidad de la ANP, lo que evidencia su lado siniestro, al igual, por cierto que el de Hamas, quien impulsó los atentados sanguinarios del 7 de octubre de 2023.

Diría que este conflicto es más complejo de lo que el debate público español transmite, entre otras cosas, porque Egipto y Líbano recelan de Hamas y eso ha condicionado su ayuda a la población civil palestina, mientras Irán y Qatar actúan entre las sombras para intentar debilitar a los israelíes. Son tantas derivadas que cualquier análisis puede resultar equivocado desde la distancia y a tenor del desconocimiento de todas las variables que estáne n juego, más allá de la evidencia de que la violencia que sufre la población civil es salvaje y continuada. La respuesta tertuliana patria; y la de los Óscar López y sus némesis políticos es la de encuadrar en la ultraderecha o en el antisionismo a quienes no resuelven los dilemas que plantean del modo que consideran adecuado.

Los altavoces emiten las consignas 24 horas al día y son altisonantes. Así que entra dentro de lo normal que haya muchos españoles que hayan comenzado a pensar que su vecino es peligroso por escuchar una determinada emisora de radio o por expresar una opinión contraria, pese a que a ambos les una lo que a la mayoría de los humanos: el ser supervivientes. Perdedores. Dolientes. Tan triste y tan frecuente. Tan patético y tan común.

Apostaría a que, de un tiempo a esta parte, los recelos y las explicaciones en las cuadrillas de amigos y en el trabajo por tal o cual forma de pensar se han hecho más frecuentes. Las inflan discursos como el de López, como los de otros portavoces gubernamentales y opositores. Los más peligrosos son los institucionales; y no porque los pronuncien representantes del PSOE, sino porque son los que gobiernan y los que engrasan las terminales propagandistas. Alguno lo tenía más claro cuando eso mismo lo hacía TV3, mientras que ahora se le nubla la vista. Pero, al igual que sucedía allí en 2017, ahora hay aquí un Gobierno que lanza cada día nuevos envites a los partidos y a los ciudadanos que están en contra de su programa. También a los jueces y a los periodistas. A los críticos y a los contrapoderes, en definitiva. Cosa inaudita, sobre todo, porque está impregnada de cierta obsesión enfermiza por encajonar en el terreno de los ultras a quienes simplemente disienten y son críticos. Con mayor o menor acierto.

Mientras tanto, los personajes de siempre cumplen perfectamente su función, que es la de acentuar esta situación, para beneficio del pagador, pero también del extremo contrario. Observábamos este miércoles a las afueras del Congreso un curioso duelo a garrotazos. Maestre y Ndongo. Ndongo y Maestre. Macarra el uno al acercarse; macarra el otro en su respuesta. Cada cual ha difundido su discurso entre su parroquia -cámaras de eco estancas- en las horas subsiguientes. Cada cual cumple perfectamente su función para acentuar ese mal creciente que amenaza a la opinión pública española, a la que se muestran situaciones extremas -en principio, excéntricas y residuales- sobre las que se ve obligada a posicionarse a riesgo de que el que dude o el que disienta sea definido como ultraderechista o todo lo contrario.

No es que se haya renunciado a la cordialidad, es que se ha desterrado la razón. Los arquetipos mediáticos incluyen varias formas de ser idiota, así que hay quien ha llegado a pensar que eso es lo común. Quizás por eso considera inútil apelar a la ética o simplemente a la calma, al deducir que quien tiene al lado no lo comprendería. O no lo aceptaría. Desde ese punto de vista, es normal que haya quien, con tanta desfachatez, haya comenzado a situar en el extremo a quien no piense lo contrario, pese a que la mayoría estemos en el bando de los sufridores. Esos, generalmente, no lo son. Si acaso, su principal problema es que gestionan mal la frustración y eso les (nos) lleva a tener opiniones estúpidas o a caer en errores derivados de quien necesita 'aliviar'. Véanse las medias maratones o emprenderla contra el vecino.