En el Tribunal Constitucional, que se reúne como en una colmena, ese edificio con algo de torre anidada por abejas, no se puede dejar de hacer política como en el panal no se puede dejar de hacer cera. Quiero decir que el TC, que no forma parte del Poder Judicial aunque nadie lo diría, es un tribunal político, elegido por políticos, seleccionado por motivos políticos, inspirado por la política y movido con hilos más sutiles o bastos por la política. A un lado y a otro de la mesa de caoba, que a veces parece madera de un aparatoso naufragio del Estado y sus funcionarios, como un galeón cargado de candelabros y telas, los llamados “progresistas” y “conservadores” se manifiestan tanto más claramente cuanto más política sea la cuestión. Las leyes son tan ambiguas (intencionada y maliciosamente, cree uno), que después de todo el latín redorado y toda la taxonomía crujiente del derecho y sus articulados, a cada magistrado le sale, curiosamente, lo que ya anticipaba el recuento político. Esto, la verdad, no lo inventó Sánchez. Lo que ocurre es que nadie, hasta Sánchez, había llegado tan lejos.

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Habrá que empezar diciendo que los argumentos jurídicos colapsan en el Constitucional como las leyes de la física en una singularidad. Eso de que con el mismo ordenamiento jurídico se puedan llegar a conclusiones absolutamente opuestas a mí siempre me pareció algo más propio de la teología o de la literatura. El derecho está lejos de ser una ciencia, es más una hermenéutica, y nuestros legisladores y jueces están siempre entre poetas y clérigos, con sus limitaciones e intereses. A veces se diría que quieren convertir el vicio en teología, como si fuera el Cantar de los cantares, y otras la teología en vicio, con bulas o amnistías. En nuestros tribunales ordinarios el sistema está suficientemente distribuido y estratificado como para que las interpretaciones sesgadas, erróneas o piadosas se repriman, anulen o minimicen, y al final quede algo más parecido a un consenso científico que a una arbitrariedad clerical. Pero el Constitucional es la disputa directa y conventual entre sectas. Digamos que sólo cierto pudor moral nos había salvado hasta ahora de la arbitrariedad total, pero ese pudor ha desaparecido con Sánchez.

Nunca el TC se había atrevido a equilibrar pilares tan fundamentales y morrocotudos del Estado de derecho como la igualdad ante la ley. Nunca, hasta que cuadraron como eufemismos del interés particular de Sánchez

El derecho ya es hermenéutica, insisto, pero en el Constitucional hay más dogma que interpretación. Si nuestros más altos magistrados se contradicen incluso leyendo ese breve librito como de mareas que es la Constitución, no es sólo por la ambigüedad de las leyes (más ambiguas cuanto más generales), sino porque uno no puede llegar allí sin el visto bueno de los partidos políticos. Los magistrados no tienen por qué ser esbirros, pero, como ocurre con los periodistas de tertulia, su alma sin duda ha sido pesada. De todas formas, hasta en los magistrados con peto de partido quedaba, ya digo, algo de pudor. Por ejemplo, nunca el Constitucional había osado reinterpretar los tipos penales, para convertirse en tribunal de apelación del Supremo. Nunca, hasta que hubo que salvar a la casta de los ERE. Y nunca el TC se había atrevido a equilibrar pilares tan fundamentales y morrocotudos del Estado de derecho como la igualdad ante la ley o el propio principio de legalidad con conceptos tan etéreos, parciales e interesados como “convivencia”, “cohesión social” o “interés público”. Nunca, hasta que cuadraron como eufemismos del interés particular de Sánchez.

Los argumentos jurídicos contra la constitucionalidad de la amnistía son muchos y buenos, pero son inútiles, como quejas de párroco al papa. Al menos, son inútiles hasta que se vaya a la Justicia europea con lo que quede de nuestra sintaxis legal o de nuestro latín plumífero. No fue Felipe González, que volvía a clamar contra la amnistía en lo de Alsina con sus argumentos a la vez recios y un poco rumiantes, sino Alfonso Guerra, el que dijo que antes que hablar de si la amnistía era constitucional había que hablar de si la amnistía es justa. Uno sigue pensando que no es justa ni tampoco buena para la democracia, claro que uno es menos que el párroco escandalizado por corrupciones o herejías vaticanas. La amnistía nace de un acto corrupto en sí mismo, la compra de votos para la investidura a cambio de impunidad, y supone acabar con la igualdad ante la ley y hasta con el propio principio de legalidad (no es sino un intento de legislar la arbitrariedad de Sánchez). Todo esto, además, sin una justificación aceptable ni un consenso suficiente. Por si fuera poco, no ha conseguido nada, salvo hacer más fuertes y obcecados a los indepes. Bueno, y que Sánchez siga en la Moncloa, siquiera poniéndose disfraces de esqueleto bailón.

La amnistía es como la simonía de los clérigos del sanchismo. Antes que inconstitucional es inmoral y antes que una cuestión de bizantinismo del derecho es una cuestión de supervivencia del propio Estado de derecho, porque esta doctrina le otorga al legislador poderes cercanos a la arbitrariedad. Demasiadas barbaridades se podrían justificar por la “convivencia” o el “interés público”, y de hecho es lo que ha ocurrido con casi todas las barbaridades de la historia. Pero el argumento jurídico es inútil, ya digo, porque en el Constitucional el derecho es sólo una herramienta retorcida, como la tenaza o el latín del inquisidor. No es nuevo esto, sólo que antes les frenaba el pudor y ahora ya no hay de eso.

Ni el TC, ni la Fiscalía General del Estado (ni siquiera cuando CondePumpido era fiscal general), ni la familia del presidente, ni los hombres del presidente, ni ningún presidente se habían atrevido a tanto hasta que llegó Sánchez. De hecho, la amnistía podría no ser lo más grave. Parece que nuestra democracia dependía demasiado de la cortesía, y eso va a haber que cambiarlo. Hay que blindar el Estado de derecho y eso requerirá reformas profundas, o altas, o las dos cosas. No bastará con que, cuando se vaya Sánchez, si se va, se fumiguen las torres y hasta las colmenas.

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