La manera de hacer política en España cambió, para mal, el 15 de diciembre de 2015. En un cara a cara electoral, los comicios se celebraron el 20 de diciembre, el candidato del Partido Socialista le espetó, ante la incredulidad del moderador del debate, Manuel Campo Vidal, al entonces presidente en funciones y candidato del PP, Mariano Rajoy: "Usted no es una persona decente". Rajoy se puso tan nervioso que en lugar de llamarle "ruin" a Pedro Sánchez, le dijo que era un "ruíz". Luego rectificó y le llamó "ruin, mezquino y miserable".

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De poco le sirvió a Pedro Sánchez tensar el debate hasta un punto nunca visto hasta entonces en los debates pre electorales (Aznar y González nunca llegaron tan lejos a pesar de sus duras controversias): el PP ganó las elecciones de 2015 con 123 diputados y el PSOE se quedó en 90 escaños (el punto más bajo de su historia reciente). Podemos se disparó hasta los 69 escaños y se quedó a tan sólo 400.000 votos de superar al PSOE.

Un asesor de Sánchez me explicó a posteriori que la estrategia en el cara a cara tenía un doble objetivo: por un lado, hacerle perder a Rajoy su flema y, al mismo tiempo, enviarle a la extrema izquierda el mensaje de que el PSOE iba a ser tan contundente o más que Podemos a la hora de atacar al PP por la corrupción. Por cierto, que la descalificación que le lanzó Sánchez a Rajoy fue porque este no presentó la dimisión por el caso Bárcenas. ¡Ay si hoy se aplicara el cuento el presidente!.

Sánchez se saltó una línea roja que hasta entonces habían respetado todos los políticos. Es verdad que luego las cosas se calmaron, pero se había abierto la puerta a una forma de hacer política que consiste en atacar de manera implacable al adversario con el objetivo satisfacer los instintos de los votantes más exaltados.

Sánchez fue, en cierto sentido, un adelantado a su tiempo, ya que, después, Donald Trump hizo del insulto y la descalificación una herramienta recurrente de su discurso. Las redes sociales han sido el campo abonado donde ha arraigado esta nueva forma de hacer política. Sólo hay que asomarse a X para ver cómo se cruzan a diario todos los límites de la corrección y del respeto. El que mayores insultos lanza, más seguidores consigue. Los argumentos importan poco, lo que priva es dar leña.

Si uno quiere comprobar la temperatura política no tiene más que ver un debate de la sesión del control al gobierno en el Congreso de los Diputados. Aunque ni Sánchez ni Feijóo se quedan cortos, el que más destaca en el arte de la ofensa es Santiago Abascal. Sin ir más lejos, el pasado miércoles el líder de Vox calificó al presidente de "corrupto, traidor e indecente".

Ahora, la polarización extrema no penaliza, se premia. Ya no se trata de dar argumentos, sino de ¡dar caña!

A diferencia de lo que ocurría hace unos años, la polarización extrema no penaliza, sino que se premia. El ascenso de Vox en las encuestas tiene que ver con que, para mucha gente, es el partido que más odio destila contra Pedro Sánchez, cosa en la que Feijóo todavía se les queda corto.

El presidente del gobierno tiene a dos escuderos, Oscar Puente y Oscar López, que insultan por él. Todavía no he visto un tuit suyo desautorizando a sus dos ministros por dedicarse un día sí y otro también a meterle el dedo en el ojo a Feijóo, a Díaz Ayuso, o cualquier dirigente del PP. Sánchez ahora se cuida mucho de insultar, pero no duda en recurrir a argumentos apocalípticos cuando le viene bien. Por ejemplo, cuando dijo en su declaración institucional del pasado lunes que España no puede hacer mucho por parar el "genocidio" en Gaza porque "no tenemos bombas atómicas". ¿Qué quiso decir? ¿Que si las tuviéramos podríamos amenazar a Israel con lanzarles un pepinazo si no paraba los bombardeos sobre Gaza? Todavía no he encontrado a nadie que me lo explique. Pero su discurso, no lo duden, calentó a los que irrumpen en la vuelta ciclista creyendo que tienen derecho a parar la carrera porque lo hacen por una buena causa.

Las redes sociales se llenan con frases demoledoras y los bots de los partidos las difunden, a veces endulzadas con memes que ridiculizan a los adversarios. El calentón no se queda en el insulto. A ocasiones, los exaltados atacan la sede de un partido o llegan a las manos en la calle.

Sin duda, estamos todavía lejos de la violencia política que se vive en Estados Unidos y que el pasado miércoles derivó en el asesinato del influencer ultraconservador Charlie Kirk. Pero lo que sí hemos visto en España a cuenta de este atentado es como una parte de los llamados "progres" se alegraban de la muerte del amigo de Trump (recomiendo la conversación en El Confidencial de Juan Soto Ivars y Alberto Olmos sobre las palabras que matan).

La bronca política no para de subir y ya se ha hecho habitual en las tertulias televisivas. Algunos periodistas, en lugar de mantener una distancia acorde con su profesión, se meten en el barro y hablan sólo para contentar a una parte de la audiencia, sea de derechas o de izquierdas. Lo que pasa en RTVE es el mejor ejemplo. Los partidos quieren tertulianos que no cuestionen su política, que militen ideológicamente; tampoco necesitan que les alaben a ellos, basta con que sean demoledores con el contrincante.

Quizás porque en los años de la Transición las heridas de la guerra civil estaban todavía frescas, los políticos, de izquierdas y de derechas, trabajaban por la reconciliación. Había diferencias en los planteamientos, en los programas, en las prioridades económicas y sociales, pero no se iba al degüello del oponente.

Ahora se trata de lo contrario. Hasta los partidos de Estado, el PSOE y el PP, han optado por portavoces cañeros. Patxi López no destaca por su oratoria o su capacidad de convicción, pero sí por su inquina a la derecha; Ester Muñoz sigue la estela del secretario general del PP, Miguel Tellado, quien, la semana pasada, llamó a "empezar a cavar la fosa donde reposarán los restos del gobierno que nunca debió de haber existido en nuestro país".

Los políticos, al igual que los periodistas más destacados, son referentes para muchos ciudadanos. Las palabras no pueden utilizarse como piedras contra el adversario. Las palabras, por cierto, tienen un significado. Llamar facha (fascista) a alguien es situarle no sólo al margen de la democracia, sino como enemigo de la democracia. Aunque algunos que usan ese término o el ya extendido de fachosfera ni siquiera saben lo que significa ser un fascista.

El insulto no sólo sirve para descalificar al contrario, sino que es propio de los que no son capaces de construir un argumento coherente. Es el recurso fácil del que no tiene demasiadas luces o del que no quiere convencer sino provocar.

Si las cosas siguen por este camino, pronto veremos en España quedadas para pelearse entre simpatizantes de partidos, como ahora sucede de vez en cuando con los hooligans de los equipos de fútbol. Es responsabilidad de los dirigentes políticos y de los periodistas que tenemos alguna influencia bajar el tono, desterrar el odio del debate público. Antes de que ocurra algo grave.

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