Puigdemont, lloroso y pluvioso como un sauce llorón, penoso y encorvado como los tristes de bragueta, sorprendido como los bobos y decepcionado como los incautos, ha roto con Sánchez como en una canción de Sabina o algo así. O sea, llevándose los abriles en los paraguas, el carmín de los ceniceros, los guantes de las caricias, el despecho con estampado de leopardo y toda la colección de vinilo y seda del bolero y el desengaño. Ni moción de censura, ni petición de elecciones, ni cuestión de confianza, ni corte de manga, ni venganza con el camarero, ni nada: el castigo de Sánchez va a ser la ausencia de Puigdemont en alcobas vacías y sábanas frías, con su sombra de claro de luna pasando por los pasillos de la Moncloa como una góndola. Sánchez tendrá el poder pero no podrá gobernar, ha dicho el despechado de Waterloo como arrebujándose en una pashmina (el despecho absurdo o ridículo es muy de pashmina). A Puigdemont le faltó decirle a Sánchez que pudo tener su cuerpo pero nunca tuvo su alma. Ya ven la falta que le hará a Sánchez gobernar, o que Puigdemont le entregue su alma, su cuerpo o su lacrimatorio de indepe quejica.
Creo que prefiero al indepe revolucionario que al indepe quejica. Claro que el primero no existe, porque la intención de los indepes nunca fue hacer una revolución sino que la revolución se la hiciera España, por no hacerles el feo y porque así es más barata y más cómoda. Quiero decir que hasta se agradece cierta valentía o chulería, como cuando Míriam Nogueras parece que se baja del caballo, con fusta y gorrita de montar, para atizar a Sánchez entre relinchos. Pero no, Puigdemont apareció con cara descolgona y un fondo como de barra de bar con mucho pipermín (llorando “lágrima de pipermín de puta” creo recordar que describía Umbral a un escritor o personaje que no recuerdo pero que tampoco viene a cuento); apareció Puigdemont, en fin, como si lo hubieran dejado en la boda, con menta sobre el velo y el rímel sobre las peonías, como carbunco, a quejarse de que Sánchez le había mentido, lo había engañado, lo había vacilado, se había llevado su flor y se había largado, el muy ladrón. Pero Puigdemont nunca fue tan tonto. Si ahora lo parece y es capaz de hacer ese ridículo de mocita boba es porque, en el fondo, confía en reconducir la situación.
Se quejaba mucho Puigdemont, ahí frente a ese verde de pipermín de Perpignan o de dama de honor con manga jamón. Se quejaba, primero, porque él lo que quería era un proceso de diálogo con vagón de armisticio o con embajadas con mucho cortinaje, y un proceso para lo suyo, que era la independencia, o sea que España, o Sánchez, les hiciera la revolución sin tener que quitarse ellos ni el sombrero tirolés. Claro que luego la escenita de Puigdemont, como la misma negociación, fue decayendo en otros asuntos menos épicos y más domésticos, como el Ayuntamiento de Barcelona, el catalán en Bruselas, o los pobres catalanes con trenes que no funcionan, como si fueran españoles… La verdad es que no se puede decir que Sánchez no lo haya dado todo (todo lo nuestro, todo lo del Estado). Lo único que no ha podido conceder ha sido lo imposible (lo imposible al menos de momento), como una indulgencia plenaria casi vaticana (eso es la amnistía), poder sobre los jueces como si fueran jardineros de la Moncloa o imponer en Europa esas lenguas como de pájaros de las regiones.
La verdad es que uno cree que Sánchez, que es muy fácil y venal, no puede dar más, al menos sin ponerse gorra de plato y macarrones en las hombreras. Lo que ya ha dado, eso sí, es un escándalo, porque ha roto el principio de igualdad y el propio imperio de la ley, ha convertido la gobernanza en negocio privado y ha pretendido legislar nada menos que la impunidad y la arbitrariedad. Y la verdad es que también Puigdemont, al negociar, iba olvidando un poco su republiqueta con turbantes para buscar la pela tradicional, el potaje casero, el tren a su hora y el ayuntamientito con sus fiestas y sus parterres. La ruptura no se da porque no llegue la independencia que ni siquiera Sánchez puede otorgar, ni porque no fluya la pela, que sigue fluyendo. Viene por los tiempos que maneja Junts, pendiente de si Alianza Catalana les roba la sangre de sus vitrales de sangre y las patrias de su orfebrería de patrias. Es más, romper así, como ha roto Puigdemont, es casi una súplica de revolcón de reconciliación.
Junts no sólo quería republiqueta o muerte (o republiqueta y puchero), sino que también quería conseguir otras cositas y algunas las ha conseguido
Sobre todo que Puigdemont siga vivo política y hasta diplomáticamente, estropeándonos el té de las cinco. Se han conformado dos años y seguramente se seguirían conformando, aunque refunfuñaran, aunque Puigdemont saliera mustio y Míriam Nogueras saliera en tanqueta, si no fuera por Alianza Catalana. Seguramente Sánchez no puede (aún, al menos) hacer que las reunioncitas con Puigdemont en Suiza o en Waterloo, con corte de príncipe elector, sustituyan al derecho. Pero sí ha podido y aún puede conceder algunos regalitos y algunas regalías más. Sin embargo, no es el momento de la negociación, sino del berrenchín, aunque sea este berrenchín de novia a la que han bajado de la moto.
Sánchez tendrá el poder, pero no podrá gobernar, decía el despechado de Waterloo, con los ojos como abanicos bordados. Ya ven la tontería, como si a Sánchez le importara gobernar. Sánchez no quiere gobernar, no le hace falta gobernar como no le hace falta Puigdemont. Menos, si la ruptura lo único que conlleva es quemar las fotos de enamorados, como en un conjuro de Rappel, y devolverle a Sánchez los jerséis y los discos con un mechón entremetido, por si al canalla le da la melancolía. Puigdemont sabe que Sánchez sobrevivirá sin él y que podrán volver a jugar al maximalismo o al posibilismo en cuanto ellos resuelvan sus asuntos domésticos. Por eso no va a haber moción de censura con figurón o con convidado de piedra. Lo mismo, dentro de un tiempo, cuando se vuelvan a reunir para negociar o para amarse, Sánchez llevará ya gorra de plato, como en Oficial y caballero, y podrá ofrecerle a Puigdemont el oro y el moro, la republiqueta y el amor eterno.
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