¡Quién nos iba a decir que 50 años después de la muerte de Franco serían dirigentes de la izquierda los que más le echan de menos! Hay en estos días de celebración una especie de nostalgia por devolvernos "a la España del NODO", fórmula que utiliza Pedro Sánchez cada vez que tiene ocasión para retratar a la derecha. Pero no es Vox, ni el PP los que añoran al general, sino una parte de la izquierda que no vivió el franquismo y que echa de menos en su vida un poquito de épica.
La revisión de la Transición, el tránsito pacífico de la dictadura a la democracia, comenzó con Rodríguez Zapatero y su ley de Memoria Histórica de 2007 y culminó con la ascensión de Podemos de la mano de sus tres mosqueteros: Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y Juan Carlos Monedero.
Zapatero revivió la idea de las dos Españas no sólo para reivindicar su estirpe republicana, que hunde sus raíces en el abuelo Juan, capitán del Ejército que se negó a sumarse al golpe y fue fusilado en León el 18 de agosto de 1936. Fue, más que cualquier otra cosa, una operación política para situar al PP como heredero del franquismo. Desde entonces, la reconciliación comenzó a perder lustre. Se volvió a hablar de "rojos" y "fachas". El presidente Zapatero, que llegó a Moncloa con la vitola de ser un Bambi de la política, quiso dejar su personal sello en la democracia española como el hombre que devolvió la dignidad a la media España que había perdido la guerra civil.
La semilla germinó. Y creció una planta que amenazó con destruir el sistema que se construyó con la Constitución de 1978. Pablo Iglesias aprovechó astutamente el desgaste del PSOE para crear una alternativa, Podemos, que tenía precisamente como bandera denunciar la Transición como un apaño de las élites. Dice Iglesias en su libro Una Nueva Transición (Akal, 2015): "El espíritu de consenso que presidió la actitud tanto de las élites políticas del posfranquismo como de la oposición democrática, unido al compromiso de los principales medios de comunicación con el proceso, sobre todo el grupo Prisa y el diario El País, se convirtieron en norma jurídica con la Constitución de 1978 y en proyecto de desarrollo económico con los Pactos de la Moncloa".
El consenso, base de la Transición, es todo lo contrario de lo que representan políticos como Sánchez, Zapatero o Iglesias
Iglesias se veía a sí mismo asaltando los cielos, incluso hubo columnistas de gran olfato, subyugados por su empuje, como Enric Juliana, que vaticinaron que el PSOE podía "llegar a convertirse en el gran partido 'regional' del sur de España". Ocho años después de ese arriesgado pronóstico, el PSOE ha fagocitado a gran parte de los votantes de Podemos, cuyas expectativas de voto en unas elecciones generales no superan ahora el 3%. Sumar, un proyecto hecho para salvar los muebles de Podemos, naufraga también en la irrelevancia de la mano de su insustancial líder, Yolanda Díaz. Vicios burgueses, como tener un chalé en Galapagar, o cambiar de modelo a diario, han restado crédito a estos sacerdotes de la nueva izquierda, que ha terminado claudicando ante el aparato de Ferraz, cuyas cloacas no dejan de sorprendernos.
Para Pedro Sánchez, la celebración del 50 aniversario de la muerte de Franco -disfrazada como los 50 años de libertad- es la oportunidad para poner sobre la mesa de la conversación nacional algo distinto a las corruptelas que afectan a su familia y a su partido. Si Zapatero fue el presidente de la memoria, Sánchez ha sido el de la exhumación de Franco y la resignificación del Valle de los Caídos. ¡Qué legado!
No hace falta tener un abuelo fusilado -todas las familias hemos tenido familia en los dos bandos- para reconocer que Franco fue un dictador. Que los años que van de 1939 hasta 1975 fueron oscuros, duros, malditos. El pueblo quería libertad, pero no quería que se repitiera una confrontación como la que desangró a España durante el trienio de la guerra. La Transición fue obra de la inteligencia del rey Juan Carlos y del presidente Suárez, de la habilidad de Carrillo y la visión de Estado de Felipe González. Pero, sobre todo, fue obra de ese pueblo que quería la paz y la libertad en el mismo porcentaje. Había minorías que querían otra cosa, como los terroristas de ETA o el búnker franquista que anidó en una parte del Ejército y que después intentaría el golpe del 23-F. Pero la mayoría estaba a otra cosa, por suerte para todos nosotros.
A Felipe González no le preocupó que los restos de Franco estuvieran enterrados bajo una pesada lápida en la basílica del Valle de los Caídos. Tampoco a Carrillo. En su libro de Memorias, el líder del PCE reflexiona que para los comunistas en aquellos tiempos lo más importante era consolidar la democracia, no bregar por una III República tan irreal como peligrosa.
Pero, para los revisionistas de la Transición, González es ya un político de derechas, y Carrillo un dirigente al que la muerte de Franco le pilló demasiado mayor como para pedir a sus huestes que se levantaran contra el sucesor del dictador, el rey Juan Carlos.
Si hubiera tenido un gramo de decencia, el presidente Sánchez debería haber buscado en este 50 aniversario un revitalización de la reconciliación. Pero no. Lo que busca es cabrear a unos contra otros, levantar de nuevo el muro, porque él sólo puede permanecer en Moncloa sobre la base de que una de los dos Españas sea un poquito mayor que la otra. El consenso es todo lo contrario a lo que representa Sánchez.
A estos nostálgicos del franquismo lo único que les pido es que no echen más leña al fuego. La sensatez del pueblo terminará por arrojarlos a la papelera de la historia.
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