El horror rara vez irrumpe de golpe. Casi nunca empieza con la sangre. Empieza antes. Empieza con palabras. Con conceptos que se deslizan, se normalizan, se repiten. Con marcos morales que convierten lo complejo -lo muy complejo- en binario y lo humano en abstracto. La matanza ocurrida hace pocos días en Australia no es una anomalía inexplicable en una sociedad supuestamente vacunada contra el odio. Es, más bien, el síntoma visible de un proceso previo: un proceso lingüístico, moral y político.
Victor Klemperer lo explicó con una lucidez casi insoportable en LTI. La lengua del Tercer Reich. El lenguaje no es un simple instrumento de comunicación: es un medio de contagio. Modifica la percepción, estrecha el campo de lo pensable, altera los reflejos morales. Cuando ciertas palabras se repiten sin fricción —“opresor”, “colono”, “genocida”, “pueblo ilegítimo”, “del río hasta el mar”— dejan de describir y empiezan a señalar. Y cuando el lenguaje señala, siempre habrá quién acaba ejecutando. El lenguaje es la vía para la cosificación y la cosificación es el paso previo a la agresión.
No hace falta ser un extremista ultraderechista para comprender esa dinámica. Mao Zedong lo entendió perfectamente cuando, en el Libro Rojo, animaba a las masas a identificar al enemigo con claridad absoluta. Las “hordas” —no el ciudadano, no el individuo— debían actuar guiadas por una certeza moral simplificada: el bien estaba de un lado, el mal del otro. El resultado histórico es conocido: persecuciones, purgas, violencia legitimada por la causa. No por odio explícito, sino por convicción ideológica.
En ese punto exacto nos encontramos hoy. Una parte significativa de la izquierda occidental —no toda, pero sí la más ruidosa— ha decidido reducir el conflicto palestino-israelí, extraordinariamente complejo en términos históricos, geopolíticos y estratégicos, a una fábula moral infantil. Y en ese proceso ha desplazado el foco: de un Estado concreto y sus decisiones políticas, a un pueblo entero. El pueblo judío.
El mecanismo es perverso y, en muchos casos, tan ingenuo que asusta. Se empieza criticando a Israel. Se continúa hablando de “los sionistas” como entidad homogénea. Se termina señalando a “los judíos” como portadores de una culpa histórica, estructural, casi metafísica. El antisemitismo, que nunca desapareció del todo en las sociedades occidentales, encuentra entonces una coartada moral para reaparecer. No como prejuicio, sino como virtud. No como odio, sino como justicia.
El asesinato de judíos en Australia no puede leerse como un acto aislado de locura individual. Es el extremo lógico de una cadena de deshumanización previa
Europa debería reconocer esta melodía. Durante décadas, en buena parte de los países de la órbita comunista, el antisemitismo no se expresaba en clave racial —formalmente repudiada— sino política. El judío era sospechoso por definición: cosmopolita, burgués, desarraigado, agente externo. Cambian las palabras, permanece la estructura mental. Hoy, bajo un vocabulario aparentemente emancipador, se reactiva ese mismo imaginario.
El asesinato de judíos en Australia no puede leerse, por tanto, como un acto aislado de locura individual. Es el extremo lógico de una cadena de deshumanización previa. Cuando una comunidad es convertida en símbolo del mal, cuando se la disuelve en una categoría abstracta, cuando se la priva de singularidad moral, la violencia deja de ser impensable. Pasa a ser explicable. Y luego, quizás, justificable.
Conviene decirlo con claridad, sin matices cobardes: ninguna causa política, ningún marco ideológico, ningún cálculo electoral puede justificar esto. Ninguno. Criticar a un gobierno es legítimo. Señalar errores estratégicos es necesario. Defender los derechos del pueblo palestino es compatible con todo ello. Pero convertir a los judíos en un objetivo moral colectivo es cruzar una línea civilizatoria.
La historia demuestra que cuando las palabras se corrompen, los actos no tardan en hacerlo. Y que cuando una sociedad tolera el señalamiento simbólico, acaba tolerando la agresión física. Por eso el horror empieza por las palabras. Y por eso la responsabilidad no es solo del que aprieta el gatillo o empuña el cuchillo, sino también de quien banaliza, simplifica y señala desde una supuesta superioridad moral.
Frente a esto, solo cabe un llamamiento incómodo pero urgente: a la cordura. A la precisión. A la distinción entre crítica política y odio identitario. A la renuncia explícita a cualquier lenguaje que convierta a pueblos enteros en culpables abstractos. Porque cuando esa renuncia no se produce, el horror no es una excepción. Es una consecuencia.
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