El 25 de julio de 1992 Barcelona sorprendió al mundo con una inauguración olímpica que encumbró a La Fura dels Baus y dio un nuevo sentido al deporte paralímpico. Ese ¡Hola! dibujado en el centro del Estadio Olímpico de Montjuïc y el pebetero encendido ilusoriamente por la flecha de Antonio Rebollo acabó con las dudas sobre plazos y organización de quienes creían que España, el país de la siesta y la improvisación, no podría asumir ese reto. Quince días después, Juan Antonio Samaranch clausuraba “los mejores Juegos de la historia moderna”.

Pasqual Maragall tuvo una visión, abrir la ciudad al mar; Samaranch una ilusión, llevar a su ciudad natal unos Juegos Olímpicos; y el Rey Juan Carlos una oportunidad, conseguir que ese 1992 fuera el año en que el mundo descubriera la España democrática, con los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal del V Centenario del Descubrimiento en Sevilla. El Gobierno del PSOE aceptó el envite y jugó a fondo la carta de los Juegos.

Pero esa visión, esa ilusión y esa oportunidad distan mucho de la perspectiva que el nacionalismo catalán tenía de la cita olímpica que imaginó Narcís Serra y culminó Maragall. Para la Convergencia de Jordi Pujol, los Juegos Olímpicos de Barcelona entrañaban dos riesgos que suponían auténticas pesadillas del nacionalismo. Por un lado, la oportunidad del Gobierno para “españolizar” Cataluña; por otro, un éxito sin precedentes para el único político que había plantado cara a Jordi Pujol desde el otro lado de la Plaza Sant Jaume.

Para CiU los JJOO entrañaban dos riesgos: que el Gobierno “españolizara” Cataluña y un éxito sin precedentes para el único político que plantaba cara a Pujol desde el otro lado de la Plaza Sant Jaume

Los nacionalistas nunca vieron en el proyecto olímpico una oportunidad para dotar a Barcelona de las infraestructuras que necesitaba para entrar en el nuevo siglo, sino un riesgo para la afanosa reconstrucción de la identidad catalana en la que se embarcó CiU. La Barcelona olímpica era diseño, cosmopolitismo y modernidad, nada que ver con la recuperación de la identidad que ya desde el franquismo abanderaban entidades como Ómnium. La mascota ideada por el valenciano Javier Mariscal tuvo que vencer años de de críticas, por mucho que presentara a su Cobi como un “gos d’atura”, la versión catalana del perro pastor. Y el himno de los Juegos osó combinar ópera y rock, Montserrat Caballé y Freddie Mercury.

Pero sobre todo, los Juegos hermanaban a la capital catalana con esa gran celebración de la España democrática que supuso el 92, hábilmente dibujado de extremo a extremo del país, desde Sevilla a Barcelona. Olimpiadas y Exposición Universal con el argumento del V Centenario del Descubrimiento de América.

Ni siquiera la activa implicación de la sociedad civil pudo romper las reticencias nacionalistas. Cuanto más se implicaba el Gobierno socialista, menos gustaba el proyecto a Convergència. De hecho, la Generalitat sólo se sumó al carro de los JJOO en 1991, tras perder las elecciones municipales en Barcelona. Durante el mandato crucial para la construcción de la Barcelona olímpica, entre 1987 y 1991, el gobierno local de Maragall tuvo que luchar contra la oposición constante de CiU e incluso ICV, que formaba parte del gobierno municipal pero rechazó todos los grandes proyectos. Las Rondas, el Plan de hoteles y la remodelación del Puerto salieron adelante gracias a una inédita mayoría formada por PSC y PP en el pleno consistorial.

La lucha por Barcelona

CiU quiso jugar todas sus cartas en las elecciones municipales de 1991 y presionaron insistentemente a Miquel Roca, entonces número dos de CDC, para que encabezara la candidatura al Ayuntamiento en sustitución de Josep Maria Cullell. Roca rechazó el envite, se presentó cuatro años después, tras los Juegos, pero también perdió contra Maragall. Y por el camino desgastaron enormemente la candidatura de Cullell, quien confiaba en aprovechar las dudas que entonces sobrevolaban la preparación de las Olimpiadas. Se quedó a un concejal de desbancar a Maragall.

Sin embargo, la imagen más notoria de esa resistencia nacionalista al proyecto olímpico la dieron las juventudes convergentes en la inauguración del Estadio Olímpico, un año antes de los Juegos. El 8 de septiembre de 1989 el rey Juan Carlos inaugura el remozado estadio olímpico de Montjuic y la quinta Copa del Mundo de atletismo.

Los medios de la época titulaban “Pujolistas e independentistas boicotean la apertura del estadio olímpico” y poco tardó en trascender el nombre del cuarto hijo del President, Oriol Pujol Ferrusola, como uno de los responsables de la algarada. El discurso de Pasqual Maragall y las palabras de apertura del Rey recibieron una sonora pitada ante la mirada impertérrita de Jordi Pujol desde un sector de las gradas perfectamente marcado por la pancarta Freedom for Catalonia.

Pancartas de "Freedom for Catalonia" esperan el paso de la antorcha olímpica por Montserrat en los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992
Pancartas de "Freedom for Catalonia" esperan el paso de la antorcha olímpica por Montserrat.

La campaña Freedom for Catalonia, convenientemente instigada desde la presidencia de la Generalitat, se alargó hasta la inauguración de los Juegos, cuando sus organizadores aprovecharon el paso de la antorcha olímpica por Girona para trufar el camino de esteladas y carteles reivindicativos. En su cocina, tres hombres llamados a dirigir los destinos de CDC: Oriol Pujol, David Madí y Quico Homs.

La Generalitat no participa en las infraestructuras

Igualmente notable fue la indiferencia de la Generalitat a las grandes obras en infraestructuras que llevó aparejadas el proyecto olímpico. El gobierno autonómico no aportó nada a las Rondas, la vía de circunvalación de Barcelona que fue sufragada a partes iguales por Gobierno y Ayuntamiento. Ni participó en la remodelación del Puerto para hacer realidad el sueño de Maragall -abrir la ciudad al mar- recuperando el barrio de la Barceloneta y rompiendo la barrera que suponía el antiguo barrio industrial del Poble Nou. Otras infraestructuras, especialmente la ampliación del aeropuerto de El Prat, además de diversas obras viarias, llegaron con años de retraso.

La paz olímpica a uno y otro lado de la Plaza Sant Jaume no se firmó hasta ese 1991, cuando todo el trabajo estaba prácticamente hecho

La tradición dice que en la antigüedad, los reinos griegos firmaban una tregua durante las Olimpiadas para permitir la celebración de los Juegos, la llamada Paz Olímpica. La paz olímpica a uno y otro lado de la Plaza San Jaime no se firmó hasta ese 1991, cuando todo el trabajo estaba prácticamente hecho. En la recta final del proyecto olímpico la Generalitat sí se sumó a la fiesta para hacer bandera de logros como que el catalán se convirtiera en lengua oficial de los Juegos.

Escaso entusiasmo de Colau

Los roces de entonces se han revivido en los últimos meses con el gobierno local de Ada Colau. El equipo de BComú, formado por los herederos de ICV y la nueva izquierda, comparte la visión de los Juegos como un negocio orquestado por el “franquista” Samaranch que está en el origen de la explosión de la industria turística en la ciudad que este partido ha convertido en su enemigo público número uno.

Una de sus primeras actuaciones al frente del Consistorio fue saludar el aniversario olímpico retirando la escultura conmemorativa donada a la ciudad por Samaranch. Las sonoras quejas de los grupos de la oposición y los antiguos responsables del proyecto solo sirvieron para que se recuperara la escultura -una bolsa de deporte con los aros olímpicos- pero había desaparecido de ella el nombre de Samaranch.

Con estos precedentes, cuando Colau quiso reunir a los principales responsables de la organización de los JJOO en un almuerzo conmemorativo en el Ayuntamiento de Barcelona, se encontró con el plantón unánime de Romà Cuyàs, Josep Miquel Abad y el resto de los notables que hicieron posibles las Olimpiadas.

Tras este fiasco, los preparativos para conmemorar los Juegos Olímpicos que situaron a Barcelona en el mapamundi han sido un auténtico dolor de cabeza para el Consistorio. Primero se anunció una serie de actos desperdigados por la ciudad para “debatir” y “reflexionar” sobre el fenómeno olímpico y sus consecuencias. Pero finalmente el Gobierno local, del que han entrado a formar parte los socialistas, ha claudicado con la celebración de una fiesta coincidiendo, este martes 25 de julio, con los 25 años de la inauguración de Barcelona’92.