Aparte de la imagen que les devuelve el espejo a sus afiliados, desde fuera es imposible definir con precisión la ideología de Podemos. Según los gustos del consumidor, se han destacado como rasgos dominantes de la formación morada diversos “ismos” contradictorios entre sí; desde el populismo izquierdista al “centralismo democrático” del comunismo soviético, aunque hoy esa doctrina –el comunismo, en cualquiera de sus versiones- permanece definitivamente arrumbada en el trastero de las ideas políticas.

A pesar de la ambigüedad ideológica del partido guiado por Pablo Iglesias, son cristalinos los valores con los que se identifican sus dirigentes (otra cosa es que los observen en la vida real), que, obviamente, son los mismos que legitiman los apoyos que le prestan, en las urnas, en la calle y en la propaganda política, millones de ciudadanos de nuestro país. De esos valores, dejando ahora al margen su lucha contra la corrupción, destacan tres postulados, estrechamente conectados entre sí. Podemos pone su acento en la igualdad jurídica y económica de los ciudadanos, en la impugnación del capitalismo como forma de organización social (lo que, a su vez, le enfrenta a la estructura actual de la Unión Europea) y, last but not least, Podemos quiere dotar de nueva planta al sistema institucional español, al que peyorativamente denomina “el Régimen del 78”. Las tres etiquetas del ideario de Podemos son las insignias de un teórico movimiento revolucionario –político, económico y social-, hasta el momento de carácter pacífico.

Como vemos, los fines y objetivos últimos de Podemos son transparentes. Sin embargo, su consecución efectiva resulta lastrada y deja de ser diáfana debido a una gran contradicción de naturaleza instrumental que anula o al menos disminuye la potencia del lenguaje político del partido. Podemos arrastra graves defectos respecto a las vías elegidas para consumar sus fines y su voz a menudo no suena por su hipertrofia estratégica y organizativa.

Los morados son una organización que depende como ninguna otra de un jefe carismático capaz de dejar en la sombra a quienes le echan un pulso

¿Qué es Podemos? Quizás sea el misterio de la Santísima Trinidad: un partido, formalmente, de naturaleza asamblearia y participativa, como corresponde a la herencia recibida del 15-M y a las gravísimas consecuencias sociales de la Gran Recesión (2008-2013), que al no responder ya a la contingencia de hoy difumina tanto su estructura interna como el discurso que dirige a la sociedad; al mismo tiempo, es un partido comprometido con el sistema de representación política (50 diputados en el Congreso de los Diputados tiene Unidos Podemos y más de cinco millones de votos en las últimas elecciones); y, como tercera cuerda discordante, los morados son una organización que depende como ninguna otra de un jefe carismático capaz de dejar en la sombra a todos los compañeros que le echan un pulso o simplemente discrepan de él. ¿No es cierto, Carolina Bescansa?

No fue ninguna sorpresa que las disonancias señaladas ocasionaran a la coalición Unidos Podemos, en las elecciones generales de 2016, una pérdida total de 1.100.000 votos respecto a las papeletas que, por separado, recibieron ambas organizaciones en las elecciones de 2015. En la tesitura actual –la inestabilidad de las instituciones democráticas como consecuencia del separatismo catalán y las medidas extraordinarias acordadas por el Gobierno para restaurar el orden constitucional en Cataluña-, no parece baladí preguntarse si la mencionada sangría de votos se agrandará o bien se detendrá por la posición del grupo de Pablo Iglesias ante el desafío independentista. La veleidad separatista resulta una ocasión perfecta para comprobar la viabilidad del concepto de “Estado plurinacional” que defienden los morados, todo un enigma porque la inmensa mayoría de los estudios demoscópicos revelan que sólo a un ínfimo porcentaje de los votantes de Podemos en el conjunto del Estado les preocupa en primer lugar la división territorial de España, mientras que la mayoría enfatiza la lucha contra la corrupción, la nivelación económica de los ciudadanos y un fuerte ajuste institucional que garantice la objetividad y la eficacia de los órganos del Estado y la permanente rendición de cuentas para contrastar si sus actividades sirven o no al interés general. Es decir, son cuestiones fundamentales cuya resolución se malograría si en España se diera una fractura territorial como la que desea imponer con malas artes el independentismo catalán.

Esa hipocresía de patas cortas pero muy llamativa en la actual sociedad del espectáculo es el legado que los morados van a dejar a la posteridad

Condicionados por esa demanda de su base de apoyo electoral, según mi parecer Iglesias y su aula regia han elegido un camino que desperdicia esos apoyos. Pablo Iglesias ha practicado un nuevo salto con doble tirabuzón que, hasta la fecha, completa la ya larga lista de piruetas que ha acabado por identificarle ante gran parte de la opinión pública con sólo tres palabras: su cinismo político. A falta de soluciones reales para los verdaderos problemas de nuestro país, esa hipocresía de patas cortas pero muy llamativa en la actual sociedad del espectáculo es el legado que los morados van a dejar a la posteridad. Respecto a la rebelión del Govern de la Generalitat, la postura de Iglesias se resume en dos puntos esenciales: una asimetría elocuente en relación con las partes enfrentadas y una jura implícita a la bandera, naturalmente la estelada.

A Iglesias le importa una higa la independencia de Cataluña. Lo que le da un prurito irresistible es liquidar como sea “el Régimen del 78”. Por eso, sin admitir formalmente la independencia de Cataluña, pasa como sobre ascuas por encima del golpe de Estado continuado y el chantaje permanente a la nación española que el Govern (entonces presidido por Artur Mas) echó a rodar hace cinco años. Sin embargo, Iglesias vuelca todos sus reproches sobre la paciencia franciscana del Gobierno, los jueces, el Tribunal Constitucional y ahora le ha tocado el turno de representar el papel de Bellido Dolfos a su íntimo amigo de ayer, el secretario de los socialistas. En conclusión: en España no existe la democracia, se violan las libertades y los derechos humanos y, a diferencia de Venezuela, las cárceles empiezan a llenarse de presos políticos.

La estrategia de Iglesias sobre Cataluña ha llevado a Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, a reprochar su actitud, porque –según el socialista- “no es de izquierdas apoyar el independentismo”. Bueno, entre ambos viejos amigos y ahora contendientes me gustaría introducir una cuña, una tercería de mejor derecho si se me permite. Vamos con ella.

Margaret Thatcher estrenó el cargo de primer ministro del Reino Unido el 4 de mayo de 1979. Ejerció dicha magistratura hasta 1990. Su llegada al poder no sólo quebró la hegemonía laborista de los cinco años anteriores. También supuso un giro copernicano en la tradición del Partido Conservador. El que muy pronto se denominó “neoliberalismo” de Thatcher resultaba más funcional que la vieja doctrina conservadora en un momento –finales de los 70- caracterizado por el nacimiento de la globalización, la interconexión a nivel mundial de los mercados financieros y la entrada en crisis del Estado-nación. Paradójicamente, Gran Bretaña, después de un pasado glorioso (tres siglos que parecían eternos), había mutado desde hacía tiempo en un eslabón muy débil de la cadena del nuevo orden económico global. Su antaño envidiable tejido industrial sufría entonces un pronunciado declive y además los británicos fueron una de las víctimas propiciatorias de las dos crisis petroleras de los años 70. Seguramente a algunos de ustedes les suene el nombre de Arthur Scargill y las continuas huelgas mineras de aquella época. Thatcher era el nombre (sin ofender) del caballo ganador en el pulso de la derecha británica contra los socialistas.

El que muy pronto se denominó “neoliberalismo” de Thatcher resultaba más funcional que la vieja doctrina conservadora en un momento

Lógicamente, el pensamiento de izquierdas no se quedó con los brazos cruzados. Uno de los esfuerzos más singulares lo realizó Tom Nairn, un marxista radical escocés que en 1977 entregó a la imprenta un libro de título provocativo: The Break-Up of Britain. Dicho sea de forma muy sintética y esquemática, la tesis de Nairn era que el proletariado había perdido su condición de “clase universal” y ya era sólo un agente subalterno en la economía y la política británicas. Su única opción era coaligarse, en contra de Inglaterra, con el independentismo galés y escocés, con la finalidad de que el capitalismo británico se hundiera, junto con las instituciones políticas y culturales que lo legitimaban en su condición de superestructura. Nairn apostaba por el estallido de un caos social del que podría salir una insurrección proletaria dominante en el juego de las relaciones internas de poder en Gran Bretaña. Como ven, el asunto de la ecuación izquierdismo-nacionalismo es viejo y Tom Nairn podría ser el abuelo político de un supuesto revolucionario español llamado Paul Churches.

Los argumentos de Nairn fueron demolidos de manera tan convincente como inmisericorde por el gran historiador británico, también de filiación marxista, Eric Hobsbawm (1917-2012) en un artículo publicado el mismo año 1977 en New Left Review. Posteriormente, su texto apareció como el cuarto capítulo de su ensayo Politics for a rational left (1989). Existe una traducción castellana (Crítica, 1993). El capítulo se ha titulado aquí Socialismo y nacionalismo: algunas reflexiones sobre “el desmembramiento de Gran Bretaña. Por su parte, el editor español adoptó el título originario del ensayo: Política para una izquierda racional. ¿Es consciente nuestro estupendo, oportunista y demagogo míster Churches del esfuerzo que cuesta articular precisamente una izquierda racional? Voy a tirar aquí, a mi manera, del hilo de Hobsbawm en su polémica con Nairn, a propósito de Iglesias y la “cuestión catalana”.

En contra de una opinión muy extendida, el pensamiento de izquierdas, al menos en su vertiente marxista, no es por definición un enemigo radical del nacionalismo. Los socialistas son indiferentes al nacionalismo, y supeditan su apoyo, su inhibición o su oposición al mismo exclusivamente por razones instrumentales y pragmáticas, dependiendo de las contingencias del momento histórico (el ejemplo de Lenin es, en tal sentido, paradigmático). Lo relevante para la izquierda siempre ha sido si la independencia y la constitución de un nuevo Estado contribuyen o no al progreso del socialismo. Los procesos de descolonización posteriores a la Segunda Guerra son el mejor ejemplo de fusión del nacionalismo con la izquierda revolucionaria, con independencia de sus fracasos (muchos) y aciertos (pocos).

En ninguna sociedad avanzada jamás se ha demostrado que el separatismo signifique dar un paso adelante y a favor de la justicia y de una distribución más igualitaria de la riqueza

Sin embargo, en el mundo real de hoy, tan diferente al de hace medio siglo, las contradicciones entre ambos conceptos (socialismo y nacionalismo) son demasiado evidentes. En ninguna sociedad avanzada y de economía compleja, es decir, el patrón al que responde la sociedad española, jamás se ha demostrado que el separatismo, por su propia virtualidad, signifique dar un paso adelante y a favor de la justicia y de una distribución más igualitaria de la riqueza nacional. Por otra parte, la tentación de acoger conceptos como el de plurinacionalidad supone un gran peligro para la acción izquierdista, como es aceptar una “ideología” (en el sentido peyorativo que daba Marx al concepto) redentora, al mismo tiempo que se niega de forma acrítica la condición del independentismo de simple hecho de la realidad social. Además, en un plano axiológico, la estrategia de Podemos sobre el separatismo catalán supone ignorar los valores de la ciencia y la razón y, en definitiva, renunciar a la herencia viva de la Ilustración.

La economía española naufragó durante el período 2008-2013. Este fracaso terminó con el bipartidismo estatal, fue el caldo de cultivo de los nuevos partidos emergentes, entre ellos Podemos, y puso en tela de juicio el futuro de las instituciones salidas de la Transición. Ahora la rebelión independentista catalana acentúa la debilidad de dichas instituciones y pone en entredicho el ya de por sí precario e inequitativo crecimiento y la recuperación de nuestra economía. Eso es cierto, como también lo es que Cataluña puede llevar a toda España a un callejón sin salida y exacerbar el nacionalismo español. Pero poca gente, en su sano juicio, creerá que todas estas circunstancias adversas pueden engendrar un futuro halagüeño para la justicia y el progreso de las clases bajas de nuestro país.

Probablemente esté en las pocas o muchas luces de la CUP la profecía de que la independencia de Cataluña será la sepulturera del capitalismo (en Cataluña) y que, acto seguido, empezará “el mambo” profetizado por Anna Gabriel. Sólo la decadencia industrial de Cataluña es capaz de explicar la irrupción en su escena política de elementos “proletarios” como la misma Anna Gabriel y sus compañeros de la CUP. Sin embargo, el ámbito político de Podemos es mucho más amplio que el de los pseudoanarquistas catalanes. Los votantes de Podemos tienen unos intereses muy distintos de los que aglutinan a los aficionados al “mambo” catalán y muchos de aquéllos no van a entrar al nuevo trapo –la oposición al “ bloque monárquico”- tendido por Iglesias para justificar su anacronismo político. Yo no veo por ninguna parte que a muchos de los simpatizantes de Podemos les resulte atractiva la figura imponente de Pablo Iglesias como factótum de una nueva Ruritania, ni le consideren tan romántico como para protagonizar la versión populista de El prisionero de Zenda.

Pablo Iglesias está poniendo el socialismo de Podemos a merced del separatismo burgués de Puigdemont y Junqueras

La Dinamarca del Mediterráneo podría aplicar una discriminación salvaje contra los residentes de segunda división en el nuevo Estado (los catalanes contrarios a la independencia, los castellanohablantes y la demás gente de baja ralea y peores principios). Pablo Iglesias está poniendo el socialismo de Podemos a merced del separatismo burgués de Puigdemont y Junqueras. La ceguera de Pablo Iglesias consiste en no ver la raya infranqueable que separa, por una parte, el indudable peso político de los nacionalistas catalanes, y de otra, la asimilación mecanicista de Cataluña al elenco de naciones incuestionables. Entre ellas, España. Sí, España. Nación incuestionable. Y también democracia incuestionable para los que no somos nacionalistas en absoluto. No entiendo por qué, en vez de coger el problema del separatismo catalán por los cuernos, Pablo Iglesias ha decidido cambiar de pasaporte y unir su voz a la de individuos tan ignorantes y excéntricos como, por ejemplo, Julian Assange. ¿O es que los dos son hermanos de leche de Hibris, la diosa de la soberbia?