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Medellín, la cuna de los sicarios

Medellín, la cuna de los sicarios
Medellín, la cuna de los sicarios | Antonio Pampliega

Sinceramente, no sé a cuánta gente he matado. Hace muchísimo tiempo que dejé de llevar la cuenta, ¿para qué? Llevo 25 años como asesino a sueldo y he hecho absolutamente de todo. No siento remordimiento alguno. Para mí, es un mero trabajo. Me he convertido en un asesino en serie”, sentencia Mario con una mirada desafiante y desprovista de empatía alguna.

Hay quienes están enganchados al juego, a las drogas o al alcohol. En el caso de este pistolero colombiano su vicio es apretar el gatillo y lo hace por dinero, por mucho dinero. “Hay quien puede llegar a pagar 4.000 euros por un encargo...Todo depende de la necesidad del sicario y del que contrata”.

Con 12 años probó la sangre por primera vez y desde entonces, salvo en las tres ocasiones en las que ha acabado encarcelado, no ha parado de robar vidas. “Iba a ser agredido sexualmente. Y mientras aquel hombre me estaba desvistiendo le acuchillé. No sé cuántas veces le clavé la navaja pero lo maté... La vida me ha conducido por este camino. Yo no nací sicario, me hicieron escoger. Obligatoriamente”, afirma este hombre de 47 años, padre de familia y que, a pesar de ganarse la vida como asesino dice tener ética. “No mato ni mujeres ni niños. Sólo quito la vida a la gente que realmente se lo merece. Incluidos amigos míos”.

Las mujeres tienen un papel muy relevante en el mundo del sicariato: transportan el arma o seducen al objetivo antes de que sea asesinado. Antonio Pampliega

Mario pertenece a una generación que nació en los años 80 y 90 a la sombra de Pablo Escobar, posiblemente el narcotraficante más famoso de la historia moderna. Eran otros tiempos, en los que el cartel de Medellín sembraba de cadáveres las calles y donde se instauró un clima de terror que era palpable. Escobar, sabedor de la debilidad humana, nutría sus filas de los perfiles más pobres y desesperados de la sociedad. Ofrecía plata rápida a cambio de fidelidad y de no tener escrúpulos. Y el dinero, bien lo sabe Dios, es capaz de comprar absolutamente todo, incluso las conciencias.

Así logró instaurar el sicariato como forma de vida. Jóvenes que veían en eso de matar por encargo una forma rápida para conseguir un fin: comprarse un taxi o abrir una tienda de comestibles. Eran trabajos puntuales donde ninguno quería acabar con un tiro en la sien o acribillado por el ejército colombiano. Siempre habría soldados dispuestos a unirse a Escobar, pero muy pocos darían su vida por él.

Se calcula que en toda la ciudad hay unos 5.000 sicarios que operan en unas 300 bandas criminales

Con la muerte del famoso narcotraficante, en 1993, se llegó a la conclusión de que Muerto el perro, se acabó la rabia. Craso error. Medellín evolucionó pero nunca logró incorporar en ese desarrollo a la mayoría de sus ciudadanos. Es decir, las desigualdades se incrementaron. Los ricos eran más ricos y los pobres… pues eso. Y cuando los estómagos rugen la sinrazón se apodera de la cordura. Y, como suele ser habitual, a río revuelto, ganancia de pescadores.

En la Medellín actual la oferta de asesinos a sueldo es muy superior a la demanda. Se calcula que en toda la ciudad hay unos 5.000 sicarios que operan en unas 300 bandas criminales. Pero el número de homicidios es paupérrimo, si los comparamos con los tiempos duros de Escobar donde, anualmente, más de 4.000 personas eran asesinadas. El año 2018 se cerró con 626 homicidios. Esta cifra conlleva una connotación muy negativa y es que cientos de jóvenes llegan a matar gratis para tratarse de labrar un porvenir en el ya de por sí saturado mercado del sicariato. “Este fenómeno viene de la necesidad. Los jóvenes viven, diariamente, rodeados de violencia. Y, de repente, viene alguien y te pone un arma en la mano y con 13 ó 14 años eso te deslumbra. Y así es como empiezan los sicarios”, denuncia Miguel Izquierdo, activista de la Comuna 13, una de las barriadas más golpeadas por la violencia porque, aquí, es donde los famosos Combos reclutan a sus sicarios. “He visto sicarios con 12 años y con varios muertos a las espaldas”.

En la Medellín actual la oferta de asesinos a sueldo es muy superior a la demanda. Antonio Pampliega

“Mato por dinero y me gusta lo que hago. Lo empecé haciendo por necesidad económica”, afirma Diego quien, con 10 años, se unió a un Combo de su barriada. “A los 12 maté por primera vez. Me quedé paralizado pero ahora es mi forma de vida. Matar me causa adrenalina”, comenta este joven de 14 años cuyas muñecas y cuello están cubiertas por joyas de oro. “Me gusta ver las series de Pablo Escobar porque ¿quién no querría ser cómo él? Dinero. Carros… Soy consciente de que es posible que nunca llegue a cumplir la mayoría de edad pero aquí es Plata o Plomo”.

La caída del reinado de Escobar diversificó el negocio: grupos paramilitares, crimen organizado, grupos de policías y soldados corruptos y, por último, los Combos. Son estos últimos los que han encontrado en la necesidad un caldo de cultivo perfecto para captar a los más jóvenes. Primero como vigías, dando la alarma ante las operaciones del ejército colombiano, luego van ascendiendo hasta convertirse en correos de la droga para, finalmente, acabar como asesinos a sueldo.

Pero aquellos que no acaban muertos de un balazo, ya sea contra la policía o por ajuste de cuentas entre ellos, se pudren en una de las muchas cárceles que hay repartidas por todo Medellín. Es el mejor termómetro para tomar la temperatura a un país donde la violencia es endémica y donde la juventud languidece a la sombra. “Me jodí la vida con 15 años por culpa de las malas amistades y de la necesidad”, se sincera Jésica, quien está a la espera de juicio por tentativa de homicidio y homicidio. Sí, las mujeres tienen un papel muy relevante en el mundo del sicariato. “Somos las que transportamos el arma o las que seducimos al objetivo antes de que sea asesinado”, confiesa esta madre, de tres hijos, quien lleva trabajando para los duros del barrio desde hace siete años. “Por cada encargo yo recibía cerca de 1,500 euros…”.

En las cárceles se pueden encontrar personas como Jésica, quien afirma que la necesidad fue la que la empujó a unirse a una organización criminal, o a Juan Carlos, un miembro destacado de una banda. “Para matar a 30 personas, y poder vivir con ello, hay que tener un corazón muy duro”, confiesa Juan Carlos, antiguo jefe de sicarios y actualmente en prisión a la espera de condena. Este hombre, que trabajaba para un patrón, se encargaba de conseguir a los asesinos para realizar los trabajos. “He matado de todas las formas posibles. Disparo en la nuca, acuchillados o descuartizados con una motosierra mientras aún estaban vivos”, se sincera sin que le tiemble la voz. “Cada uno de nosotros pone el precio a una vida…”.

El legado de Pablo Escobar sigue latente en las venas de los habitantes de Medellín. La narcocultura es el motor que mueve a los jóvenes porque, quien más y quien menos, quiere convertirse en El Patrón.

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