Hay un momento clave en la vida de Rafael Sánchez: cuando él y su socio conocieron que Marcelino había decidido vender la venta. “Dicen que si sueñas con algo con mucha intensidad ayudas a que se cumpla. En este caso eso es lo que ocurrió”, cuenta Manuel Inurria en Venta Marcelino, 100 años en el Puerto de Cotos (Desnivel). Por eso, al recibir la noticia Inurria no tuvo dudas: “Inmediatamente, hice dos cosas: una, hablar con mi amigo Rafa; la otra, abrir una hoja de cálculo y empezar a rellenar casillas con todo el detalle posible. Me entusiasmaba pensar que cada día lo primero que podría hacer era pasear por la Loma del Noruego, ir a Cerradillas, bajar a La Canaleja o subir a Peña Citores”.

La afición de los dos amigos por la montaña les hacía soñar con dejar sus respectivos puestos para dedicarse a lo que les apasionaba, y cuando apareció la oportunidad se embarcaron, sin ninguna experiencia previa en la hostelería, en darle una nueva vida al restaurante de Cotos donde se conocieron. No solo lo lograron: 30 años después, la Venta cumple un siglo de vida en activo y sus actuales propietarios, Rafael Sánchez y su hijo Héctor Sánchez, han impulsado una publicación que recorre la historia de la Sierra del Guadarrama a través de sus variados visitantes.

La Venta Marcelino es el único establecimiento que sobrevive en el Puerto de Cotos, antiguo Puerto del Paular, en la Sierra de Guadarrama (entre las provincias de Madrid y Segovia). Empezó como una leñera en la que Marcelino García, su fundador, recibía a caminantes cuando cuidaba cabras y vacas y guardaba los terrenos, propiedad de Ferrocarriles Eléctricos de la Sierra. Junto a su esposa, Natalia García, decidieron convertirla en casa de comidas en 1924. Cien años después, se ha librado de su derribo y se mantiene como el lugar donde montañeros, esquiadores, moteros, ciclistas y familias se calientan en la chimenea, toman caldo y judiones y comparten sus aventuras en la Sierra. 

En el libro, los dueños de la antigua Casa Marcelino dejan de lado sus propias experiencias para que sean más de 70 montañeros, ciclistas, corredores, fondistas, climatólogos, científicos y alpinistas quienes vuelquen sus recuerdos. “Son diferentes historias, pero conforman una sola: la de un refugio de montaña donde reunirse y compartirlas”, explica Héctor Sánchez. Las colaboraciones repasan las travesías a nado en la Laguna de Peñalara, la declaración de la zona como Sitio Natural de Interés Nacional y como Parque Nacional, la Guerra Civil -durante la que no se cerró, aseguran los descendientes del fundador-, la apertura y cierre de la estación de esquí de Valcotos y el auge de un turismo de masas al que los guadarramistas esperan que las administraciones busquen solución.

“Fue en los años ochenta cuando visité el Puerto de los Cotos por primera vez. Y ahí estaba la Venta Marcelino, siempre con gente dentro y fuera, tomando caldo, bocadillos, raciones…”, cuenta en el libro Raúl Sánchez, Kaiku, guía de montaña que también trabajó de camarero en el local. “Yo era un privilegiado. Antes de entrar a trabajar a las 9:30 podía salir a correr o esquiar, llegar justo para abrir, una ducha y a currar. Rafa y Héctor siempre supieron entender mi pasión. Me gustaba ver que venían amigos y conocidos a tomar una cerveza o a comer, preguntaban sobre el estado de la nieve, contaban las rutas que habían hecho, era vivir la montaña de otra manera”.

"Se nos ocurrió hacer un ultratrail desde el pleno centro de Madrid hasta la cumbre de Peñalara"

Nacho Cañizares y Yolanda Santa Escolástica, RSEA Peñalara

“En el año 2013, con motivo del centenario de la Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara (...) el principal evento fue la inauguración de un monolito de piedra en la cumbre de Peñalara”, recuerdan Nacho Cañizares y Yolanda Santa Escolástica, ambos montañeros, esquiadores y corredores de la Real Sociedad Española de Alpinismo (RSEA) Peñalara. “Se nos ocurrió que sería posible homenajear a los doce socios fundadores con una marcha/carrera a modo de ultratrail desde la sede del club en pleno centro de Madrid hasta la cumbre de Peñalara, unos 80 kilómetros y más de 2.700 metros de desnivel positivo. En el Puerto de Cotos nos uniríamos al resto de socios en su ascenso a Peñalara para inaugurar el monolito. La marcha cumplió horarios y, tras una fría y ventosa subida a Maliciosa, en torno a las seis de la mañana llegábamos a la Venta Marcelino con unas ganas enormes de refugiarnos y descansar. Aunque no fueron ni tres horas, para nosotros esa noche la venta fue el mejor refugio del mundo”, añoran.

Un restaurante anterior a los cotos que le dan nombre

Rafael Sánchez (centro), propietario de la Venta Marcelino, durante la presentación del libro. | Cedida

La Venta Marcelino está en el Puerto de Cotos desde que se llamaba Puerto del Paular, antes de que se colocaran los cotos reales que marcaban los límites entre el Pinar del Rey (hoy de Valsaín) y Pilar de los Frailes (de los Belgas después). Lo cuenta en el libro Julio Vías, escritor, naturalista y comunicador de temas de historia, arte y naturaleza, en un relato en el que intercala su experiencia personal: recuerda cuando él mismo compraba botas militares en el Rastro de Madrid, cuando no existían materiales impermeabilizantes como el goretex.

“Afortunadamente, los proyectos de construir en los maravillosos parajes que la rodean un enorme complejo turístico-deportivo y la mencionada urbanización Monte Olimpo, en virtud de la Ley de Zonas y Centros de Interés Turístico Nacional de 1963 —la llamada Ley Fraga—, quedaron reducidos al mal menor que supuso la construcción de la estación de esquí de Valcotos, mal situada por su orientación a solana y afectada desde sus inicios por una crónica y más tarde persistente falta de nieve, por lo que fue felizmente desmantelada a fines del siglo pasado”. Años más tarde, la Venta también ha presenciado el debate sobre el cierre de la estación de esquí de Navacerrada, al haber vencido la concesión de los terrenos sobre los que se construyó, en mitad de una trifulca política y judicial entre administraciones.

Toda una vida trabajando en el Puerto

Muchos de los colaboradores del libro no son montañeros: relatan cómo han pasado toda su vida trabajando en las montañas del Puerto de Cotos. “Empecé fregando platos hasta que pusimos el lavavajillas, desde las 9 de la mañana que abríamos hasta las 7 o las 8 que cerrábamos los fines de semana”, narra Javier Blas, que tenía 16 años cuando empezó a trabajar en el Puerto alquilando esquís y trineos para uno de los hijos de Marcelino, y que terminó siendo camarero de la Venta durante más de 40 años.

“Comencé a trabajar en Valcotos [la estación de esquí desmantelada a finales del siglo pasado] en 1970. Si nos encontrábamos un coche cruzado en la carrera, nos bajábamos todos y le dábamos la vuelta para que no siguiese subiendo por la nieve. Trabajábamos sin ropa de montaña porque no la teníamos (...) yo subía a Las Hoyas y limpiaba los telesquís 1 y 2 antes de abrirlos, hiciera el tiempo que hiciera, nevando, lloviendo…”, cuenta José Cañil, trabajador de la estación. “Bajábamos mucho a la venta porque por aquel entonces todavía no se había construido la cafetería de la estación. Íbamos a por los bocadillos, salía Mari Carmen, la hija de Pepe, nieta de Marcelino —«Que están aquí los chicos»— y le pedíamos tres o cuatro pepitos. Siempre nos trataban fenomenal, nos ponían los bocadillos más grandes y cuando pagábamos les dábamos el dinero sin preguntar el precio porque ellos ya sabían qué nos tenían que cobrar. Igual que cuando llegasteis vosotros. Todos los que trabajábamos en el Puerto de Cotos nos sentíamos parte de él”.

“Si fuéramos hosteleros al uso le sacaríamos mucho más rendimiento”, reflexiona Rafael Sánchez, quien insiste en que su único interés cuando asumió la venta era estar más cerca de la montaña y poder marcharse a recorrer otras sin las rigideces de su trabajo anterior. “No me gustaba trabajar, y sigue sin gustarme”, bromea, aunque hace una década que se jubiló y dejó a cargo a su hijo, quien ya se encargaba del local cuando él partía a recorrer seismiles u ochomiles.

Las historias de nevadas, cuerdas, piolets y esquís continúan sucediéndose a lo largo de las casi 200 páginas del libro con un nexo en común: la comida alrededor de la que han compartido estas anécdotas, y que hoy sigue ofreciendo el negocio. Judiones de La Granja, torreznos, carnes, trucha a la navarra, callos a la madrileña, bocadillos, y de postre, ponche segoviano y leche frita. Si pasa por allí, tómese un caldo, no se resista a los judiones y brinde por el futuro de la Venta Marcelino después de recorrer la montaña. Y recuerde: no hacen reservas.