Este verano, cuando confesaba a familiares y amigos que mi destino de vacaciones era Mozambique, la respuesta era la misma: “¿No es un país peligroso?”. Pero huir de las altísimas temperaturas del verano madrileño (allí se disfruta del invierno austral con temperaturas que se mantienen durante el día sobre los 28 grados y bajan hasta los 15 por la noche) y conocer las playas mozambiqueñas que tanta fama tienen por su belleza y valor medioambiental, me parecían razones más apremiantes por lo que la valentía ganó a la prudencia. Aquí comienza el diario de una 'mungulu' (blanca) en Mozambique.
Dos vuelos me llevan hasta mi destino: Maputo, allí arranca mi periplo. La capital se sitúa al sur del país, es una ciudad activa y colorida, donde las amplias y largas avenidas bordeadas de jacarandas y acacias dejan ver un skyline espectacular, un ejemplo de la arquitectura racionalista o brutalista que imperó tras la independencia del país africano de la hegemonía portuguesa en 1975. La ciudad guarda edificaciones representativas como la Casa do Ferro y la Estación de Ferrocarril, ambas firmadas por el mítico Gustave Eiffel. En Maputo, los árboles más espectaculares y los coches más modernos (conducen por la derecha, por cierto) contrastan con las construcciones ajadas por el paso del tiempo y la dejadez. Un caos que molesta al principio pero, según nos vamos acostumbrando, se acepta y hasta motiva. Imprescindible conocer el Fuerte, el mercado de pescado, el puerto y el paseo marítimo que dan una visión muy clara del pasado de esta ciudad y su estrecha vinculación con el mar.
Hasta que cae el sol -hora bruja en que Maputo se vuelve peligrosa y responde a la pregunta que todo visitante se hace cuando ve tantas casas con vallas electrificadas-, es un placer conocer la ciudad a pie. Durante el día, las calles están llenan de vida, con puestos de fruta o de anacardos (las mujeres los tuestan allí mismo en improvisados hornillos), los vendedores te acercan mercancía de todo tipo (desde cargadores para el móvil hasta peladores de patata), de zapateros que reparan calzado en un abrir y cerrar de ojos, de muchachos pertrechados de listones de madera repletos de lacas de uñas que embellecen las manos a las señoras en plena acera, o de cafés donde disfrutar de algún dulce, como por ejemplo, las típicas natas lusas cuya reinterpretación africana no tiene nada que envidiar a las originales europeas. Y es que, la gastronomía mozambiqueña debe mucho al recetario portugués no sólo en la repostería, también en el uso del famoso piri-piri, una salsa picante (y extrema) que se utiliza en los platos de pollo aunque, cuando se visita una zona donde el mar es una importante fuente de subsistencia, el pescado, los calamares, los camarones y las gambas suelen ser la opción más apetecible, fresca y sabrosa.
Maputo presume, además, de una intensa vida cultural. Las letras están representadas por escritores como Suleiman Cassamo, Paulina Chiziane o Mia Couto, muchos de ellos miembros de la Asociación de Escritores Mozambiqueños, con una sede que merece la pena visitar. La música es una de sus principales bazas. José Mukavele o Paulo Wilson son algunas de sus estrellas y, los fines de semana, es muy recomendable acercarse al Centro Cultural Franco Mozambiqueño, cuya apretada agenda siempre cuenta con una exposición o concierto para llevarse de recuerdo.
No olvidemos la pintura o la escultura. Las obras de jóvenes y prometedores pintores locales llaman la atención por su gran calidad. Muchos de ellos se inspiran en Malangatana, uno de los maestros de la pintura africana, cuya obra refleja la historia más dramática de Mozambique (las guerras de Independencia y Civil), cuyos lienzos pueden admirarse en el humilde pero esencial Museo Nacional de Arte.
Incluso pueden contemplar su obra al aire libre porque impresionantes murales de Malangatana visten algunas de las paredes exteriores del Museo de Historia natural, una institución a la que hay que dedicar tiempo para ver las figuras de animales (tanto reproducciones como disecados), de conchas, reptiles… e, incluso una importante selección de antigüedades: tronos de reyes locales, armas y escudos de guerreros, cestas de mimbre, figuras de madera… representativos de la amplia y rica artesanía del país.
Cada vez que visito una gran ciudad intento pasarme por su mercado porque creo que es una buena forma de conectar con la rutina de sus habitantes. El de Maputo ofrece una mezcla singular en la que puedes encontrar desde pescado y marisco fresco hasta pelucas pasando por fruta y verdura y especias. Aquí podrán hacerse con alguna que otra bolsita de ese magnífico polvo rojo que hace que su pollo pique a rabiar. Es muy habitual encontrar algún vecino servicial que les guíe en el recorrido. Por unas pocas monedas pueden salir de allí con muchas curiosidades que apuntar en su libro de viaje.
Justo enfrente, se encuentra El Elefante, una de las tiendas más llamativas de Maputo. Aquí se pueden encontrar cientos de capulanas. Detallo: una tela de unos dos metros de largo por uno de ancho muy habitual en el sudeste del continente que, según se anude o se doble, puede convertirse en una envolvente falda, un vestido tipo pareo playero o una mochila porta bebés. Las lugareñas acuden aquí para renovar el vestuario porque sus tejidos tienen excelente calidad y precio y los estampados son espectaculares. Será difícil decidirse por alguna a primera vista por lo que les aconsejo que vayan con tiempo.
Desde luego, las capulanas resultan el souvenir perfecto para llevarse a casa, pero Mozambique ofrece mucho más. De parada obligada es su Mercado de Artesanía, que ha sido levantado gracias a Cooperación Española. El recinto está equipado con bancos donde sentarse, un pequeño bar y hasta cajero automático. Aquí se han instalado múltiples puestos en los que se pueden adquirir antigüedades, juguetes elaborados con madera o alambre, bisutería, ropa confeccionada con telas africanas y, por supuesto, sus famosas esculturas de madera. En cada puesto que paro regateo. No sólo para adquirir más barato el objeto en el que he puesto el ojo, sino porque ayuda a confraternizar y, al final, acabas aprendiendo que auxene significa "buenos días" en changana, el dialecto más hablado de Maputo aunque el idioma oficial sea el portugués.
Como en los documentales
Con la maleta cargada de tesoros comienzo la segunda parte de mi aventura. En el puerto deportivo de Maputo me espera una embarcación que me llevará, tras una hora y media de travesía, a Machangulo, una bella península situada en la parte sur de Mozambique que es un auténtico paraíso. La definen su desierto africano con altísimas dunas, sus kilómetros y kilómetros de playas de arena color canela y, sobre todo, las aguas turquesas características del Índico. Nada más poner el pie en tierra, te das cuenta de que toca cambiar el chip.
El ritmo de Maputo y la conexión con la civilización desaparece. Aquí manda la naturaleza y es necesario adaptarse a ella, algo que consigues tarde o temprano. Llega un momento en el que sabes la hora tan sólo mirando la posición del sol y ves escenas (una enorme águila africana pescando casi al lado de tu tumbona, por ejemplo) que hasta entonces sólo habías visto en National Geographic.
Si son de los que buscan resorts sofisticados, es preferible que visiten la isla de Inhaca, que se encuentra enfrente de Machangulo, mucho más turística con presencia de prestigiosas cadenas de hoteles de lujo, tiendas de recuerdos y hasta aeropuerto propio. En la península, los establecimientos donde hospedarse se cuentan con los dedos de la mano y sus instalaciones no son tan espectaculares. El ruido y las luces se minimizan lo máximo posible para no molestar a la abundante fauna (está prohibido tomar contacto y mucho menos dar de comer a los monos) que habita en su selva.
Entonces, ¿qué hacer durante todo el día? ¿Cómo sobrevivir una semana en un sitio donde el móvil sólo funciona si estás en la habitación? Si les gusta tomar el sol lo tienen fácil, porque la playa está tan solitaria que nada ni nadie molesta. Pero, si prefieren un poco de actividad, pueden, por ejemplo, hacer una excursión a Ponta Do Ouro para bucear en una impresionante reserva marina que cuenta con especies tan espectaculares como tortugas marinas o mantas raya; pescar, aprender submarinismo, pasear por el conocido como Hell Gate, una zona con fuertes corrientes y oleaje que ni los marineros se atreven a bordear en barco; o dar una vuelta por los manglares, sobre todo cuando acaba de bajar la marea y las numerosas aves que hay en la zona se acercan para alimentarse de cangrejos.
Y, cómo no, les recomiendo socializarse. Muy cerca está el pueblo de Santa María, que se puede visitar para ver el modo de vida de los habitantes de la península. La mayoría de ellos son pescadores y los ves todos los días por la playa colocando sus rústicos aparejos de pesca. La escuela, las casas, la panadería (las barras calientes que salen de su horno son exquisitas), su tienda de comestibles, las casas tradicionales fabricadas de caña… hasta el hoyo (a falta de planta de reciclaje) donde se deposita el cristal y se entierra para que no contamine el tan preciado océano.
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