Dicen de que es el único representante de la corriente que él mismo bautizó como ‘fantasmismo’. Henri Michaux es un autor difícil de clasificar. Entre la literatura y la pintura, la escritura y la música, el artista belga (Namur 1899-París, 1984) fue uno de los más prolíficos e irrepetibles de su época. En vida no dudó en experimentar todo lo que fuese susceptible de abrirle nuevas realidades y percepciones. El azar fue su gran aliado a la hora de crear, lo buscó y lo convirtió en su mayor inspiración.

El ‘fantasmismo’ como el arte de los espectros y las apariciones lleva su primer y casi único sello. Abarcarlo no es sencillo. Su prolífica obra incluye cientos de trabajos de los que una selección de casi 220 piezas se muestra desde hoy en el Museo Guggenhneim de Bilbao. Michaux fue uno de esos autores que logró influir en poetas y pintores de comienzos del siglo XX como Francis Bacon y André Gide.

La muestra, titulada Henri Michaux: el otro lado resume el modo en el que concebía la creación, la búsqueda de nuevas dimensiones en el hombre, en el alfabeto o en la mente humana. La exposición se centra en sus tres grandes áreas de expresión y motivación; las ciencias, la musicología y la etnografía. En la pinacoteca bilbaína hasta el próximo 13 de mayo se podrán ver algunas obras de Michaux jamás expuestas.

La obra de Paul Klee y Max Ernst, que descubrió a comienzos de los años 20, fueron su primer contacto con la pintura. Pero Michaux no quería reproducir la naturaleza ni la realidad sino experimentar con ella. Sus primeras armas fueron la tinta y el papel, con las que recorrió una aventura pictórica en la que desarrollaría sus propias y singulares técnicas como el “gouache sobre fondo negro” o el “frottage”.

Sustancias alucinógenas para crear

El accidente como experiencia y la fluidez guiaron su camino, en el que debía intervenir el azar para crear formas e imágenes inesperadas. Y junto a ellas, la mente en estado de alucinación podría contribuir a abrir nuevos campos. No lo dudó. Para ello recurrió a sustancias alucinógenas. Estuvieron muy presentes en amplios periodos de su trayectoria. Un modo particular de sumergirse en “el otro lado” de la pintura.

Pintar no podía ser una simple reproducción sino un ejercicio de sorpresa. Así lo entendió siempre. Un modo de rebelarse a la búsqueda de resultados ya predefinidos con antelación. Por eso empleaba los materiales, las pinturas, los lienzos, los trazos para hacer emerger figuras inesperadas, signos novedosos o paisajes ambiguos e insólitos.

Michaux también sentía pasión por la caligrafía. Su fascinación por la escritura oriental y los ideogramas chinos le llevaron a crear sus propios alfabetos, sin correlación fonética ni semántica, pero como un modo nuevo de hacer poesía, con los gestos, con el impulso y con el trazo.

Con 56 años, Michaux dio un paso más. Declarado “bebedor de agua” decidió por poner a prueba su mente para crear. Lo hizo recurriendo a alucinógenos. Sustancias como la mescalina, la psilocibina o el PSD 25 bajo cuyos efectos podía experimentar con las mutaciones psíquicas y sensoriales que en él provocaban. Con control médico y el asesoramiento de neurólogos como el bilbaíno Julián de Ajuriaguerra, llevó a cabo sesiones de creación bajo sus efectos hasta comienzos de los sesenta. Se convirtió así en una figura relevante de la aún incipiente cultura psicodélica y mística.