En su biografía sobre Iosef Stalin, el historiador Robert Service advierte sobre el error de dibujar a los grandes asesinos de la historia como monstruos sin rasgos de humanidad. Los autores de los crímenes más atroces no se revelan en todo momento como seres abyectos sin escrúpulos, sino que su perversión habita, a menudo, bajo una máscara de modales y sentimientos nobles.

Cuando la periodista estadounidense Elizabeth Becker entrevistó a Pol Pot, a finales de 1978, se encontró a "un hombre elegante, con rostro agradable, no alegre pero atractivo", con "una sonrisa que casi inspiraba simpatía" y "un encanto innegable". El líder de un régimen que se enfrentaba a su momento más delicado -y que a la postre acabaría provocando su caída pocos días después-, pero que se mostraba "capaz, sereno", con "voz dulce y segura".

Nada de esto contrasta con la imagen que han dado de él los que lo conocieron más de cerca y que lo describen como conciliador, sonriente y de palabra fácil. Pol Pot "fue un buen esposo y un excelente padre", según declaró su propia mujer. En sus últimos años, un hombre tranquilo que dedicaba buena parte de sus horas al estudio y la discusión política, mientras aguardaba una muerte que esperaba alcanzar "con la conciencia tranquila", según indicaba a sus discípulos. Y, al mismo tiempo que todo esto, fue el mentor y líder de uno de los experimentos políticos más letales que la historia haya conocido.

Comienza el Año Cero

El 17 de abril de 1975 fue un día de fiesta en las calles de Nom Pen. Después de cinco años de guerra civil, que habían llevado la escasez y el caos a la capital camboyana, el Gobierno de Lon Nol se había desmoronado, dejando las riendas del país a los jemeres rojos. Pocos sospechaban entonces que lo peor estaba por llegar. El Año Cero había comenzado.

Los jemeres rojos eran por entonces un grupo poco conocido. Surgido durante la década de 1960, al abrigo del Partido Comunista de Kampuchea, no fue más que un pequeño grupo guerrillero, confinado en la zona noreste del país, hasta que su suerte cambió a partir de 1970, con el golpe de Estado de Lon Nol, que depuso al rey Norodom Sihanouk. Éste, que contaba con un enorme prestigio entre la población, que lo consideraba el héroe de la independencia, decidió dar su respaldo a la lucha de los jemeres, empujando con este paso a miles de camboyanos a apoyar el movimiento.

Además, la abusiva intervención de Estados Unidos en apoyo de Lon Nol, en un movimiento paralelo a la lucha que mantenía en Vietnam contra el avance del comunismo, suscitó una corriente nacionalista en torno a los jemeres rojos que reforzó su apoyo entre el pueblo camboyano, al tiempo que despertaba una amplia oleada de simpatías a nivel internacional. Este contexto sería clave para que las primeras denuncias sobre las brutalidades del régimen jemer fueran despachadas como mera propaganda anticomunista.

Pero, para pesar del pueblo camboyano, aquellas denuncias describían la realidad de lo que ha sido descrito por el periodista español Vicente Romero como "la peor pesadilla política de cuantas se han hecho realidad en el mundo". En los apenas 44 meses en que se mantuvieron en el poder, los jemeres rojos convirtieron Camboya "en un campo de trabajos forzados sometido a una represión enloquecida, causando cerca de dos millones de muertos, más de la cuarta parte de la población que entonces contaba Camboya", describe Romero en su obra Pol Pot, el último verdugo. Estudios posteriores rebajan la cifra de muertos a entre 1,5 y 1,7 millones y su proporción a poco más de la quinta parte de la población, guarismos que, aún así, resultan estremecedores.

En apenas unas horas, una de las ciudades más grandes de Asia quedó reducida a pueblo fantasma

La pesadilla comenzaría casi inmediatamente después de la conquista de Nom Pen. El mismo 17 de abril de 1975, los jemeres rojos pusieron en marcha una evacuación masiva de una ciudad que por entonces contaba con más de dos millones de habitantes; hombres y mujeres, ancianos y niños e, incluso, enfermos fueron lanzados a las carreteras sin conocer su destino. En apenas unas horas, una de las ciudades más grandes de toda Asia quedó reducida a un pueblo fantasma.

Aquel era sólo el primer paso de la puesta en marcha de un plan ideado por Pol Pot para hacer de Camboya, rebautizada como Kampuchea Democrática, el escenario de una experiencia sin igual en la implantación del comunismo mundial. Como observa Romero, "no se equivocaban: sería la mayor de sus aberraciones".

El programa de los jemeres rojos buscaba la creación de una sociedad nueva, basada en el trabajo campesino, de la que había que erradicar toda conciencia y lógica burguesa. Para ello era preciso abolir los mercados y la moneda; prohibir todas las religiones, incluido el budismo dominante; ejecutar a los líderes del régimen de Lon Nol; expulsar a la población extranjera y cortar los vínculos con el exterior; y recluir a toda la población en comunas agrarias, con el fin de multiplicar la producción de arroz en el país.

Inspirado por los preceptos de la Revolución Cultural de Mao Tse Tung y avalado por el prestigio que le había conferido la victoria ante Lon Nol, Pol Pot y sus compañeros al frente de los jemeres rojos -el misterioso Angkar que dirigía las riendas de la Kampuchea Democrática- se dispusieron a llevar a cabo su revolución de forma radical, sin cortapisas.

Como había observado antes de la victoria Kaing Guek Eav, alias Duch, -a la postre, uno de los máximos responsables de las torturas y ejecuciones políticas del régimen-, su misión era eliminar "todos los restos contaminados de la época decadente por la que atravesamos, por culpa de los traidores dirigidos por Lon Nol. Camarada, más vale una Camboya poco poblada que un país lleno de incapaces". Esta idea sería llevada al extremo. 

Cráneos de víctimas del régimen encontrados en fosas comunes.

Cráneos de víctimas del régimen encontrados en fosas comunes.

Además de la religión, los jemeres rojos se encomendaron a una implacable persecución de la cultura. Y no sólo a través de la quema de libros, sino de las mismas personas con estudios. Se calcula que más de la mitad de los camboyanos con estudios superiores fueron ejecutados, así como más de un 80% de los funcionarios.

Los adornos o el maquillaje eran elementos vetados a una población obligada a vestir escrupulosamente de negro y forzada a trabajar en jornadas interminables. Las relaciones familiares también estaban rigidamente controladas y, en ocasiones, se organizaron bodas grupales entre desconocidos, que sólo tenían como objetivo fomentar la natalidad.

La alimentación solía ser escasa y la atención médica muy deficiente: se estima que unas 700.000 personas perecieron a causa del hambre y las enfermedades durante el régimen jemer. Cualquier símbolo de progreso era objeto de rechazo, de modo que los vehículos motorizados fueron destruidos, como "criaturas del imperialismo", y hasta las bicicletas fueron perseguidas.

Un sistema en descomposición

La situación empeoró cuando los objetivos que se había marcado el régimen, que pasaban por triplicar la producción de arroz, se manifestaron inalcanzables. Fue entonces cuando las sospechas de sabotaje, las denuncias de espionaje y la búsqueda de enemigos infiltrados alcanzaron sus dimensiones más grotescas, con la escuela de Toul Sleng, principal centro de detención e interrogatorios de la policía política, como el más macabro referente de la masacre: sus instalaciones fueron escenario de la tortura y ejecución de más de 15.000 prisioneros.

Este comportamiento paranoico concuerda con el carácter del propio Pol Pot, del que aseguran que sometía a una estricta vigilancia a sus cocineros y camareros, a los que culpaba de sus frecuentes problemas gástricos, y que golpeó con sus implacables purgas a algunos de sus empleados domésticos.

Quienes han estudiado la figura de Pol Pot afirman que sus pasos estuvieron siempre presididos por ideales dignos y que toda su obra de gobierno se basó en la búsqueda de una sociedad nueva, más justa, más igualitaria. De hecho, entre las múltiples faltas que se pueden achacar a su gobierno, no puede incluirse la corrupción. Y ni siquiera siguió la práctica de otros líderes totalitarios de promover el culto a su figura. Al contrario, sus apariciones públicas se limitaban al extremo y durante mucho tiempo permaneció oculto bajo el sobrenombre de Hermano Número Uno.

Pero aquel sonriente profesor educado en Francia no tardó en comprender que los resultados de su programa le estaban generando el odio del pueblo. Trató de contrarrestarlo, instigando un enfrentamiento con el régimen también comunista de Vietnam, tratando de despertar un sentimiento nacionalista aglutinador.

Tras ser derrocados, los jemeres rojos lograron que la ONU les reconociera como gobierno legítimo

Los vietnamitas, aliados circunstanciales en los comienzos de la rebelión jemer, eran considerados, sin embargo, una de las principales amenazas por parte de los dirigentes camboyanos, temerosos de las pretensiones expansionistas de su vecino. Además, tanto unos como otros se habían convertido en satélites de las dos grandes potencias del comunismo, la URSS y China, respectivamente, por entonces enfrentadas.

Vietnam se convirtió en lugar de refugio para los desertores del régimen y desde allí se articuló una respuesta militar que cobró forma el día de Navidad de 1978. Fue entonces cuando, según relataría tiempo después Ieng Sary, uno de los principales colaboradores de Pol Pot -amén de su cuñado-, le instaría a entregar armas a la población para detener la invasión vietnamita. El Hermano Número Uno se negó augurando que si entregaban armas al pueblo les volarían la cabeza a ellos.

Así, aquel contingente de 120.000 soldados vietnamitas, acompañados por 18.000 excombatientes jemeres, apenas encontraría resistencia y en solo dos semanas tomaría el control de la capital camboyana, mientras los mandatarios del régimen de Kampuchea Democrática se replegaban hacia los territorios próximos a la frontera con Tailandia.

Los nuevos dirigentes se encargarían de revelar al mundo entero las atrocidades cometidas por Pol Pot y su camarilla. Las fosas comunes abarrotadas de cadáveres, las siniestras imágenes de los centros de tortura o los aterradores testimonios de los sobrevivientes del régimen causaron una conmoción generalizada.

Pero el régimen de Pol Pot aún no había agotado toda su capacidad de seducción. En un sorprendente cambio de rumbo los jemeres trocaron su ideología comunista por una política pragmática rayana en el capitalismo, con el fin de ganarse el favor de Estados Unidos. Los jemeres habían dejado de ser rojos.

Para la potencia norteamericana, los jemeres representaban un instrumento útil con el que oponerse a la política soviética en la región, reforzada ahora con la ocupación vietnamita de Camboya. Y con la connivencia de China, Estados Unidos consiguió que la ONU siguiera considerando al régimen de la Kampuchea Democrática como representante legítimo del país, en uno de los episodios más oscuros de la organización internacional.

Habría que esperar a la caída de la URSS y el fin de la guerra fría para que cambiara la suerte de los hombres de Pol Pot. Abandonados por sus apoyos internacionales y desubicados ante la solución política que se negociaba en Camboya, tras décadas de turbulencias, los jemeres rojos se enquistaron en las impenetrables regiones del noroeste del país, en una agotadora lucha cuyo fin parecía cada vez más lejano.

Las deserciones se multiplicaron, incluso entre los más destacados dirigentes jemeres, y el Hermano Número Uno volvía a mostrar por última vez, a mediados de 1997, su instinto letal, mandando ejecutar al máximo responsable de la guerrilla, Son Sen, y su familia. Aquella fue la gota que colmó la paciencia de sus colaboradores: Pol Pot fue detenido y sometido a juicio por sus propios hombres.

Traicionado por los suyos y con la Justicia internacional maniobrando para hacerle pagar por sus crímenes, Pol Pot pasó sus últimos días sin dar la menor muestra de arrepentimiento. "¿Acaso tengo aspecto de malvado?", se atrevió a preguntar al periodista Nate Thayer, a finales de 1997, antes de responderse él mismo: "En absoluto. Tengo la conciencia tranquila. No la puedo tener más limpia".

Pocos meses después, el 15 de abril de 1998, hace ahora veinte años, la vida de Pol Pot llegaba a su fin. Había muerto un hombre agradable. Pero sobre todo había muerto uno de los mayores verdugos de la historia. Y la huella de sus crímenes aún atormenta a Camboya.