No sucede en otros lugares. Fuera de Euskadi las fiestas son eso, fiestas. Alegría, música, divertimento, reencuentro, algo de descontrol y alguna dosis de crítica social. Pero en el País Vasco suman otro ingrediente desde hace décadas: política. Son el gran escaparate, la gran concentración, en ocasiones televisada, que una parte del arco político sabía que debía exprimir y así lleva haciéndolo desde hace mucho tiempo. El jueves pasado, cuando Vitoria iniciaba sus fiestas, volvió a ocurrir. En la próxima ‘Semana Grande’ de San Sebastián se repetirá y en la ‘Aste Nagusia’ de Bilbao, más de lo mismo. La izquierda abertzale volverá a poner en práctica esa máxima que tanto se divulgó en los 80 y 90 durante las fiestas de los municipios vascos: ‘Jaiak bai, borroka ere bai’ (Fiesta sí, lucha también).

Apropiarse de los ‘txupinazos’ a base de grandes pancartas con sus reivindicaciones es la primera lección de la estrategia. En los últimos años, el apoyo a la excarcelación y acercamiento de los presos de ETA se ha convertido en el mantra festivo de todo ese entorno. Decorar el municipio con su campaña de verano en forma de pintadas y cartelería varia es otro modo de celebrar las fiestas de verano de la izquierda abertzale. Ni siquiera faltan las manifestaciones por la playa pancarta en mano.

Se supone que unas fiestas populares son de todos. De los de aquí y los de allí, de los locales y los forasteros que acuden a disfrutarlas. Pero los intentos por patrimonializarlas hace tiempo que conviven con los programas oficiales, incluso en ocasiones con dificultad para discernir unas y otras. El episodio más reciente ocurrió la madrugada del viernes pasado. Un grupo de jóvenes rodeó, amenazó e insultó al hijo del presidente del PP vasco, Carlos Iturgaiz, al grito de "eres basura", fascista" o un intimidante "no debes estar aquí". Aquí eran las fiestas del barrio de Romo, en Getxo. Tampoco faltaron las amenazas a la Ertzaintza. No son nuevas este verano. Hace un par de semanas en Mutriku se 'prohibió' por parte de una plataforma de fiestas a una agente de la Ertzaintza pasarse por la zona de las ‘txosnas’.

Durante años en el País Vasco el amedrentamiento ideológico en plenas fiestas veraniegas ha sido una constante. Incluso con agresiones, barricadas o graves incidentes. Para muchos colectivos, aún hoy, las rutas festivas no se hacen en función de la música, el ambiente o las consumiciones, sino de las miradas. El apartheid festivo sigue vigente en algunas almas.

La clave está en años de control de muchas de las comisiones de fiestas o ‘comparsas’ que en la mayoría de los casos mueven los hilos festivos. Es esencial para elegir un perfil de fiesta, de pregón o de control de la trastienda. La batalla política a golpe de ‘kalimotxo’, conciertos y en muchos casos pregones salpicados de consignas, son hoy menos, es cierto, pero no han desaparecido, ni mucho menos.

Al lema ‘Jaiak bai, borroka ere bai’ habría que sumarle otro elemento: “Eta dirua ere bai” (y dinero también). Además de un gran escaparate político, de una vía para inyectar mensajes en un ambiente desenfadado, las fiestas estivales también son un gran negocio, una fórmula de financiación política. En algunos casos rodeada de cierta niebla.  

Nunca he entendido del todo cómo se pudo permitir si no es por miedo… institucional. A plena luz del día, a vista de todos y sin que apenas nadie alzara la voz. Un negocio funcionando a pleno rendimiento, con ayudas públicas y sin la transparencia exigida a los cercanos locales fijos, los bares situados a pocos metros. El manto de la fiesta, de la alegría veraniega y la necesidad de desconectar parecía cubrirlo todo. En Euskadi las casetas, los chiringuitos festivos, son las ‘txosnas’. Locales provisionales, con estructuras de mecanotubo, chapas y decoración variopinta en los que consumir alcohol, bocatas y poco más a golpe de música. Y ello mientras la caja registradora no para de funcionar.

Tras la barra, en la inmensa mayoría de los casos, no hay apenas tickets, sólo servicios atendidos entre gritos para esquivar la música y pagos y regreso de vueltas que casi nadie contrasta mientras la fiesta sube en plena vorágine tumultuosa de madrugada festiva. Aquí durante años el control fiscal también se iba de fiesta. Nadie miraba, ni nadie parecía querer mirar.

En Euskadi hasta no hace tanto el negocio de las fiestas de pueblo era una suerte de círculo cerrado, de coto privado de la izquierda abertzale en el que prácticamente nadie podía entrar sin su consentimiento. En los duros 80 y 90 las comparsas bajo su paraguas lo controlaban casi todo -y aún hoy en gran medida-. Poco a poco el resto de partidos también lograron tener su propio local o incluso entidades sociales y culturales. Contar con una caseta, una ‘txosna’, es haber logrado una suerte de ‘gallinas de los huevos de oro’.

Hasta 2004, en Bilbao, al menos, este era un campo sin ley financiera. No fue hasta entonces cuando la ordenanza municipal estableció exigencias contables a los adjudicatarios. Casi dos décadas después las cuentas de las ‘txosnas’ siguen siendo un gran secreto, un tema sobre el que no se arroja ni publicidad ni luz desde las instituciones.

Es el particular modo de vivir la fiesta, de normalizar la reivindicación política en ella, de integrar incluso ciertas rutinas inasumibles. Es, definitiva, el modelo heredado del pasado que aún hoy pervive en gran medida en las fiestas de toda Euskadi. El ‘Jaiak bai, borroka ere bai’ convertido en política de 'kalimotxo'. Que continúe la fiesta… y la política.