"Tú vas a ser un tío templao".

El padre de Juan Ortega a su hijo, actualmente torero, entonces -en el momento de la aseveración- un chavalín que venció al susto para rescatar debajo de su coche al motorista que se había empotrado en un accidente que le marcó. A él y a su padre, que viendo al niño reaccionar en la escena sangrienta de la autovía vaticinó el carácter de sus muletazos. Templaos.

Tres días antes de hacer el paseíllo en Las Ventas -el próximo sábado a las 6 de la tarde junto al a estas horas maltrecho Daniel Luque y a Pablo Aguado, paisano, gran rival y autor de unos memorables muletazos el viernes pasado en La Maestranza-, Ortega debutó en el hotel Santo Mauro este miércoles al mediodía de la mano de Isabel Forner y Juan del Val, que hilaron la faena preguntándole por las supersticiones, por el miedo, por el valor, por la profundidad.

Ortega contestó a todo sin darse ninguna coba, reconociendo lo mal que lo ha pasado por los nervios en la habitación de hotel y confesando que bloqueó a un amigo por que le daba mal bajío por Whatsapp con sus felicitaciones.

El domingo cumplirá 33 años, nueve de ellos como matador de toros. La mitad casi en la travesía del desierto

Habló Ortega de la profundidad y ahí la vinculó directamente con el cuerpo. El cuerpo es el que produce la profundidad en el toreo, eso tan difícil de conseguir solo superado por el mismo hecho de ser torero.

Ser torero, vivir de torero, es una prioridad, por delante de los padres, por delante de la pareja, por delante de los niños. Y por delante de la salud. Se dice muy fácil, pero es un trago hacerlo, se confesaba Ortega, priorizar el toreo delante de todas esas cosas.

Sin citarla expresamente, Juan Ortega hizo una oda a la técnica. Tú puedes nacer torero, pero sin trabajo -sin mucho trabajo en la sombra, cuando no eres absolutamente nadie, dícese Juan Ortega ya matador de toros hace apenas un puñado de años-, sin pulirse, sin entrenar muchas, muchas horas no llegas a nada.

Delgadísimo, con un aspecto impecable de torero, Juan Ortega se vino a un salón rococó de Chamberí tres días antes del paseíllo en Las Ventas rodeado de cierta intelectualidad. Sin darse ninguna coba, pensando, como todos los días que ha toreado en Madrid, que "esta va a ser". El domingo cumplirá 33 años, nueve de ellos como matador de toros. La mitad casi en la travesía del desierto -no hacerte nadie ni puñetero caso- y, desde una tarde del confinamiento televisada, regalando ambrosías.

Tras la conversación, que no sobrepasó la hora, se sirvió champán frío.