El 1 de septiembre de 2008 el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón impulsó una investigación judicial sobre los asesinatos que llenaron de charcos de sangre pueblos y ciudades de España durante la Guerra Civil, un reguero que continuó durante la represión franquista. Garzón había solicitado listados de asesinados para poder elaborar un censo de desaparecidos, de esos huesos mal enterrados en cunetas que mantienen vivo el dolor de muchos familiares. Esos primeros pasos de esta investigación tenían lugar en el marco de la Ley de la Memoria Histórica impulsada meses atrás por Zapatero, que obligaba a elaborar mapas en los que se indicaran los terrenos donde poder localizar y exhumar los restos.

Solo diez días después de este anuncio el periodista e historiador Manuel Aguilera, con la inercia de su libro Compañeros y Camaradas. Las luchas entre antifascistas en la Guerra Civil Española, decidió acudir a la Audiencia Nacional para proporcionar al juez su propio e inédito listado de represaliados. Aguilera avisó de sus intenciones en el control de la entrada y le indicaron que debía subir a la planta correspondiente para depositar aquellos folios. Una vez allí, entregó a la secretaria del juez ese listado que sumaba hasta mil nombres. Todos, sin excepción, correspondían a antifascistas asesinados durante la guerra.

Con el trámite finalizado, y a punto de irse, se cruzó en el ascensor con Baltasar Garzón, que se dirigía a su despacho. Tras un minuto de titubeos, Manuel decidió regresar para, por qué no, entregar en mano al juez esa lista que tanto esfuerzo y años de investigación le había llevado conseguir. Consultó esa posibilidad con la secretaria y, sorprendentemente, tras una breve llamada, la respuesta fue positiva. Veinte segundos después era el mismo Garzón el que lo reclamaba desde la puerta de su despacho. Parecía realmente interesado. Allí, en una incómoda zona de paso, Manuel le explicaba al juez más famoso del momento que había localizado los nombres y apellidos y los lugares donde mil personas fueron asesinadas vilmente durante la Guerra Civil. Mil personas cuyos familiares, quizá, tuvieran interés por localizarlos, agregó. Garzón asintió con satisfacción y se lo agradeció con educación, pero algo cambió de repente en su gesto. Y es que Aguilera, antes de despedirse, terminó esa breve charla matizando que se trataba de mil antifascistas asesinados… a manos de antifascistas. Garzón dio por concluido ese breve encuentro, le pidió un número de teléfono y prometió ponerse en contacto tiempo después. Nunca ocurrió.

La represión olvidada en el bando republicano

Los mil asesinados recogidos por el historiador eran una aproximación al total de socialistas, comunistas, anarquistas e independentistas aniquilados sin juicio alguno en esa otra guerra civil que se vivió en el bando republicano, dentro de la Guerra Civil. Esa que facilitó la victoria franquista hasta el punto de que el propio Indalecio Prieto (ministro de Defensa de la República) en agosto de 1937 achacó la caída de País Vasco, Cantabria, Asturias y parte de León a “los antagonismos políticos y su conjunto corrosivo” de la que denominó como “La Sexta Columna”.

De entre todos los asesinatos el más mediático fue el del líder del POUM, Andreu Nin, quien fue secuestrado, torturado y asesinado por orden directa de Stalin

Estos enfrentamientos se dieron durante toda la guerra, con picos crueles y violentos de intensidad durante los llamados Hechos de Mayo de Barcelona (1937) y el Golpe de Casado en Madrid, al final de la guerra. En Barcelona se produjeron sucesos como los que vivieron los anarquistas italianos Lorenzo De Peretti y Adriano Ferrari, que habían escapado de Milán para luchar contra Franco. Para su sorpresa fueron detenidos por los nacionalistas de Estat Català y fueron fusilados sin mediar palabra por la guardia personal del president Lluís Companys. Misma suerte corrieron 12 anarquistas a los que milicianos comunistas de la Columna Karl Marx dieron el alto en el Parc de la Ciutadella. Trasladados a punta de fusil a un cuartel fueron torturados durante horas, horas eternas en las que les amputaron los dedos y los testículos. Moribundos, fueron trasladados a las afueras y en una cuneta recibieron el tiro de gracia. Así, hasta 323 asesinados documentados durante esos días en Barcelona y otros puntos de Cataluña.

En Madrid, en marzo de 1939, la situación no fue mucho mejor. El comunista Fernández Cortinas dejó por escrito en un informe cómo asesinó al socialista Carlos Bellido “en el jardín, junto a la estatua de Pablo Iglesias. Le metí yo mismo un cargador en la cabeza”. Así, hasta 262 asesinados documentados durante esos últimos días caóticos que se vivieron en la capital de España.

De entre todos los asesinatos el más mediático fue el del líder del POUM, Andreu Nin, quien fue secuestrado, torturado y asesinado por orden directa del propio Stalin, según apuntan historiadores como Paul Preston. Es el único de estos miles de desaparecidos al que durante todos estos años le han resarcido la memoria, ya que sí se puede encontrar alguna calle que lleva su nombre.

Para Manuel Aguilera, autor de Compañeros y Camaradas, “son unas víctimas que nunca han recibido justicia ni reparación institucional porque son incómodas para todos. Para los gobiernos de derechas, porque no son de los suyos, y para los de izquierdas, porque los culpables son ellos mismos”.

No todos luchaban por la democracia

Para todos esos hombres y mujeres no hubo memoria en aquella ley de Zapatero. No parecía interesar más violencia que la que provenía de Franco. Ahora, 12 años después, la vicepresidenta Carmen Calvo ha presentado lo que viene a ser la continuación, un anteproyecto de la bautizada como Ley de Memoria Democrática para tratar de nuevo de resarcir heridas, reparar daño, enterrar a los muertos de la guerra y la represión, y anular los juicios de tribunales franquistas. Queda por aclarar si esta vez se incluirá todo tipo de represión, también la de la izquierda contra la izquierda.

Todos luchaban contra Franco pero parece evidente que no todos, ni mucho menos, lo hacían por esa idea de democracia burguesa como la de 1931 o la actual

En este sentido, y en palabras del historiador y sociólogo Santos Juliá, “cuando la rebelión militar de julio de 1936 puso a la República a los pies de los caballos, los partidos y sindicatos que acudieron a sofocarla conservaron, por encima de su adhesión o lealtad republicana, su identidad propia, su cultura y prácticas políticas, sus estrategias y sus metas finales, que no eran la República de 1931 sino el comunismo, el socialismo, el anarquismo o la independencia de sus naciones: por eso luchaban y por eso morían, y por eso merecen ser recordados”.

Estas motivaciones, por tanto, parecen incómodas porque desvelan que la idea de Sánchez e Iglesias de publicitar el conflicto como fascismo contra la democracia que representaba la II República queda desmontada al existir represión entre comunistas, socialistas y anarquistas en una batalla con objetivos muy diversos. Todos luchaban contra Franco pero parece evidente que no todos, ni mucho menos, lo hacían por esa idea de democracia burguesa como la de 1931 o la actual.

Al anteproyecto le sucederá una Ley que traerá, con total seguridad, horas de debate acalorado en el Congreso. Es evidente que la reparación es necesaria y que hoy pocos dudan de la necesidad de enterrar a nuestros muertos con dignidad… pero sin la equidad que la propia ONU reclama para estos casos no habrá, de nuevo, reparación real.

Queda por ver si en esa intención reparadora se incluyen desde los represaliados por Franco durante y después de la guerra, hasta todos aquellos asesinados en otras circunstancias, incluidos esos mil hombres y mujeres que aún hoy siguen sin ley, memoria ni democracia. En manos de todos está pensar solo en las víctimas y sus familias, evitar el regreso al guerracivilismo y que la memoria, también la incómoda, no quede de nuevo relegada al cajón donde se guardan las represiones que no interesan demasiado.