Si nuestro Universo musical está lleno de estrellas, es porque hay personas buscándolas en los lugares más insospechados. Los parques, plazas, y bares fueron testigos del origen de todos y cada uno de los ídolos del pop y el rock de la Historia reciente. Son ellos, los representantes musicales, los que se ganan la vida descubriendo nuevos talentos y firmando con ellos contratos que, en el caso de que el público dé su visto bueno, dan de comer a las familias de ambas partes.

La representación artística siempre ha estado envuelta en polémica, y la propia naturaleza de ese oficio, cuyo arte está en negociar bien con el arte, hace que siempre se esté cruzando delgadas líneas rojas que pueden llevar a la confusión y, como el propio Tibu reconoce, a la estupidez.

Saldada su cuenta con la Justicia tras cuatro años entre rejas, Carlos Vázquez podría darnos a todos lecciones de la palabra de moda: resiliencia. Pero no lo hace. Escribe libros en los que, como si hoy fuese él el artista que sube a un escenario, realiza una “performance” a base de memorias que parece que está gustando al respetable. De hecho a su segundo libro, No se requiere corbata (Lince, 2022) le ha añadido una portada motera (su apodo le vino por la forma de correr sobre dos ruedas), y el subtítulo “Segunda temporada”. Hubo más de 18.000 personas en España que han hecho un acto tan analógico como comprar su primer libro de papel y leerlo. En Memorias de un manager (Lince, 2020) ya se soltó y contó “lo que no pude contar a los jueces, porque no les interesó”.

Olvidaba que el lector no tiene por qué saber que este señor tiene en su currículum haber sido el mánager de moda durante décadas, y la lista de sus representados se extiende hasta donde no puede llegar esta columna. Pondremos ejemplos, para ubicar: Hombres G, Aute, Miguel Ríos, Mägo de Oz, José Mercé, Vicente Amigo, Javier Gurruchaga, Farruquito…

Le conocí a principios de los 90, representando a unos muchachos granadinos muy salaos que cantaban Mil calles llevan hacia ti. La Guardia.

El éxito de esta banda, que por supuesto llegó a número uno en Los 40, provocó un efecto ola en cientos de grupos que vieron en nuestro entrevistado el cohete que les llevaría al cielo de las estrellas musicales. Entre ellos, El Canto del Loco.

Ellos fueron los que se querellaron contra Tibu por apropiación indebida. Y ganaron. La prisión de Soto del Real fue el hogar de este representante, en el que coincidió con Mario Conde y otros personajes mucho menos conocidos del espectro delictivo español.

Me encuentro con él en el hall de un hotel moderno, limpio, futurista. Él aparece impecable, con chaqueta, y aspecto totalmente pulcro. Le recordaba menos corpulento. Da la mano con firmeza y cariño, mirando a los ojos y agradeciendo la atención. Le observo con sus 63 años, pelo blanco, voz grave y aspecto de empresario moderno.

Pregunta.- ¿Podrías dar lecciones de resiliencia?

Respuesta.- La otra opción es quedarse en casa llorando.

P.- Has vivido toda la transformación de la música desde ser bajista con Ramoncín en los 70 a lidiar con las redes sociales. ¿Realmente hay un abismo que separa ambos mundos?

R.- He tenido la suerte, como me ha pasado con las motos, de vivir “los buenos tiempos”. Yo era uno de los pocos managers que iba a daros la lata a las radios, algo que normalmente hacían las discográficas. La industria de la música era muy romántica y era de verdad. Había discos físicos, y los motores en las motos estaban carburados. Internet ha sido “el pirata de los piratas”. Ya no existe el “top manta”. Las plataformas arrasaron con todo pero han hecho que sea un momento apasionante.

P.- Hablas de “buenos tiempos”. En concreto, ¿con qué época te quedas?

R.- Sin duda, con la de finales de los 70. No todo estaba inventado. Bowie y Lou Reed hacían de las suyas, y todo dependía de lo humano. Se hacían unos discos que eran motivo de adoración. Luego todo se plastificó y se empaquetó.

P.- En este segundo libro, más personal que el primero, llegas a decir que Loquillo, Gabinete Caligari, Alaska o Radio Futura se preocuparon más por las cláusulas de sus contratos que por la música. No pareces tener “pelos en la pluma”.

R.- Quiero contar la “cara B” de lo que la gente conoce. Escribo desde un punto en el que puedo decir lo que siempre he querido contar sin preocuparme de las consecuencias. Y creo que la gente se acostumbró a no pagar por la música y entre todos la jodimos.

P.- ¿Tienes fama de ser un tipo duro?

R.- Antes, sí. Por las mañanas me ponía el disfraz de “Tibu” y me iba a trabajar. Obligatoriamente tenía que ser duro porque creía que los artistas me pagaban para ello. Estaba equivocado al creer que cuanto más cabrón eres, mejor eres en tu profesión. Eso es mentira. Cuando llegaba a mi casa, los pocos días que podía hacerlo, guardaba el disfraz y era un padre de familia distinto. Con los años he descubierto que en los negocios no has de ser malo, sino listo. De lo contrario, vas dejando heridos en el camino que luego reviven y acabas pagando la factura sí o sí.

P.- ¿Dónde se puede “pescar” el talento ahora? ¿En las redes sociales?

R.- Yo lo encuentro en los parques de Madrid. Ya no voy a los bares, que están más muertos. Con el flamenco y el reguetón, la cosa se ha animado y hay gente que lo hace muy bien. En cuanto encuentre algo bueno de verdad, vuelvo a la carga. Soy un “yonqui” de esto. Salga bien o mal, porque aunque la gente conoce los éxitos, de los fracasos se aprende y se sale reforzado.

P.- Las jóvenes promesas, entonces, ¿están en la calle?

R.- Siempre lo han estado. Yo soy un chico de Carabanchel que sigue yendo al bar del “orejas” en Vistalegre. Desde mi barrio podía verse Madrid como esa capital que había que conquistar. En la calle está siempre la realidad.

P.- Pues suerte y al toro con el segundo libro.

R.- Decían los romanos que “la fortuna favorece a los valientes”. Y aquí estoy.