La cultura es "como el aire que respiramos". Esta sencilla imagen resume y titula el libro sobre el sentido de la cultura con el que Antonio Monegal (Barcelona, 1957), catedrático de literatura y director del Institut de Cultura de la Universidad Pompeu Fabra, ha obtenido el último Premio Nacional de Ensayo.

"En el fondo es un libro con aspiraciones modestas, pedagógicas, y ahí reside parte de la sorpresa por el premio", explica en conversación con El Independiente. "Pero creo que ha sintonizado con las preocupaciones que tiene mucha gente. Lo cual no es mérito mío, sino de la situación tan complicada en la que nos encontramos".

Para Monegal, hay una crisis del propio concepto de cultura. "He formado parte durante años del Consejo de Cultura de Barcelona, un organismo de expertos independientes que asesora a la ciudad. En ese tiempo vi cómo funcionaban los debates en el terreno práctico y político y me sorprendió que quienes querían defender la cultura, ya fueran políticos con las mejores intenciones o profesionales de diferentes sectores, acababan utilizando razones que a mí me parecían secundarias. Una es que la cultura es un motor económico, algo que es verdad, pero también incidental. La gente no consume cultura porque sea buena para la economía sino porque le llena de alguna manera. Otra es que funciona como un instrumento de cohesión social. En efecto, puede serlo, pero también puede servir para dividir. Hay cierto buenísimo alrededor de la cultura. También una reacción nostálgica. Se dice que la gente ya no lee, que se está perdiendo el interés por cierto tipo de obras culturales. A unos les gustará un cierto tipo de cultura, a otros les gustará otro, pero no podemos decir que la cultura no tiene un papel en la vida de la gente, porque lo tiene constantemente. A partir de estas preocupaciones intenté poner en orden a una serie de ideas.

Pregunta- No es fácil, porque cultura es una palabra con muchos significados. En su libro no solo explora sus diversas acepciones, sino que trata de establecer la correlación entre ellas. 

Respuesta- Este es quizá el objetivo más ambicioso del libro. Hay dos definiciones básicas de cultura. Una es reducida, la cultura como el conjunto de las artes, el cine, la literatura, y otra expandida que es la definición de los antropólogos, donde cabe el deporte, la gastronomía o los tatuajes. Para mucha gente, especialmente si trabaja en mi campo, el de las humanidades, utilizar la definición antropológica es devaluar el sentido y el valor de la cultura. Están un poco incómodos ante la idea de que cultura es todo. Yo he intentado explicar que en efecto todo es cultura, pero que dentro de ese todo hay cosas muy distintas, y que no hay una separación tajante entre lo que es la literatura o ir a escuchar música clásica y lo que son otras formas de consumo cultural más próximas a la mayoría. Si tú lees a ciertos autores obtendrás una visión más compleja de las relaciones humanas que viendo Gran Hermano, pero en ambos casos habrá una influencia de esa experiencia en tu vida cotidiana. Los seres humanos nacemos con muy pocos recursos biológicos, tenemos que aprenderlo todo. La información necesaria nos llega de distintas maneras. Todo está relacionado y no lo podemos separar.

P.- El debate entre alta y baja cultura probablemente haya quedado superado, pero sigue siendo necesario acotar y proteger el acervo de la cultura humanista. Usted lo defiende, aunque se sitúa al margen de los agoreros de la decadencia.

R.- Creo que es deseable que la mayor parte de la población acceda a ese repertorio, y esa ha sido la misión de mi vida como profesor, pero eso no puede convertirse en un juicio de valor sobre la vida y las preferencias de los demás. No creo en los lamentos nostálgicos. La única manera de tomarse en serio esta cuestión es afrontar lo que está sucediendo en el sistema educativo, que es catastrófico. La progresiva especialización de los chavales, que cuando todavía no saben lo que quieren hacer con su vida ya tienen que decidir si van a hacer un bachillerato humanístico, artístico, tecnológico o de ciencias, esa idea de la temprana especialización en la formación, que parece económicamente más rentable porque lo que se quiere es preparar mejor a la gente para el mercado laboral, es devastadora para la formación de ciudadanos. Lo normal sería que alguien pudiera ser ingeniero y disfrutar también de una formación humanística. En el pasado ese perfil humanista estaba muy presente en las profesiones técnicas. Se pedía que los médicos, los arquitectos, los abogados tuvieran una visión holística de las vivencias del ser humano. Ahora que todo el mundo parece preocupado por las consecuencias de la inteligencia artificial, a mí lo que me preocupa es que los científicos, los ingenieros, los informáticos que tendrán en sus manos el desarrollo de estas tecnologías, no cuenten con una formación en la tradición filosófica, artística o literaria para que puedan entender el valor distintivo de lo humano. El problema no es que nos sustituyan las máquinas, sino entender que nosotros somos algo más. Y entre otras cosas somos cultura, algo que tiene un valor y ha dado continuidad y sentido a nuestro lugar en el mundo. Es grave que la gente que tiene responsabilidades tan complejas en las decisiones sobre nuestro futuro no haya recibido más que una formación altamente especializada. 

P.- Siguiendo al premio Princesa de Asturias Nuccio Ordine y su noción de la utilidad de lo inútil, afirma que la cultura puede que no sea útil, pero que es funcional, genera riqueza y cohesión social.

R.- Para mí la cultura es una caja de herramientas que uno va equipando a lo largo de su vida, que ayuda al individuo a enfrentarse al fracaso, a no creerse demasiado el éxito, a lidiar con las relaciones humanas. Cuando las herramientas son más complejas, es decir, cuando se han adquirido a base de fuentes más acreditadas, más solventes, más sólidas, más ricas, nos permiten responder de manera más compleja a los desafíos. Cuando nuestra caja de herramientas cuenta solo con los instrumentos elementales, nos encontramos con problemas como la desinformación, la polarización de las ideas, la paranoia, la visión del otro siempre como un enemigo. Evidentemente hay personas que crecen en entornos más favorables para acceder a unas herramientas más sofisticadas, pero la educación y la cultura tienen que ser bienes a disposición de todo el mundo. Y el Estado tiene una responsabilidad muy importante. La inversión en educación tiene que ser comparable a la que se hace en cultura, porque son aspectos esenciales para el bienestar colectivo. La cultura es un bien común, y cultivarla es una necesidad social. Si el Estado no se hace responsable de este aspecto de nuestro ecosistema está haciendo dejación de lo que es una parte importantísima de la vida de todos los ciudadanos y del estado de bienestar.

P.- ¿Se ha degradado el discurso público respecto al valor de la cultura?

R.- Desde la Transición hasta la crisis de 2008 había un consenso social acerca de la necesidad de mejorar las infraestructuras culturales, los recursos, dignificar el nivel de vida de los profesionales que se dedicaban al arte y la cultura. Pero a partir de 2008 hay un pinchazo enorme en ese sentido. La lectura que se hace de la situación es que no somos un país lo suficientemente rico como para permitirnos las infraestructuras culturales de las que nos hemos dotado. Los países más ricos tienen la cultura que tienen porque se la pueden permitir y nosotros hemos descubierto que en realidad no somos tan ricos como creíamos, así que ya no podemos estar dilapidando el dinero en eso. Y en realidad es al revés. Esos países son ricos porque su nivel colectivo de cultura y educación ha contribuido a mejorar el bienestar y la riqueza del país. No es azaroso. No es que gasten el dinero porque lo tienen. Son más ricos en todos los sentidos, también culturalmente, porque se han alimentado de esta dinámica entre economía, cultura, sociedad, que es una simbiosis histórica muy importante.

P.- Muchas instituciones culturales públicas entran en las dinámicas del mercado y adoptan tendencias como las exposiciones inmersivas. ¿Deben entrar en ese juego?

R.- Vivimos en una sociedad de consumo, y cuando pedimos a los gestores culturales indicadores del buen funcionamiento de sus instituciones, estos acaban siendo de orden cuantitativo. Un museo dice que una exposición ha sido un éxito en función del número de visitantes. Un proyecto puede ser extraordinario, pero si lo ven pocas personas entonces se considera un fracaso, y la inversión de montarla un derroche. Esto no es un incentivo para hacer cosas exigentes que van a representar un reto para el visitante. Y abre un debate sobre cómo medir el rendimiento de la inversión en cultura. En nuestra sociedad se piden resultados inmediatos, pero en el campo de la cultura esto no es posible, el rendimiento es a largo plazo. Yo creo que hay que cultivar la exigencia sin dejar de ser realista, y comprender que tiene que haber un modelo de sostenibilidad. El equilibrio es muy difícil. Hay instituciones que lo que hacen es que dan una de cal y una de arena: de vez en cuando hacen una exposición que le va a dar buenos números y luego hace otra que lo va a hacer menos, pero cada uno tiene que buscar su fórmula.