Vivió sus primeros 22 años en una casa de campo en Auxillac (Francia), en el interior de las colinas de Montpellier. Sus días eran los animales y no interferir en las tareas domésticas de la casa familiar. Cuando se enamoró de un taxista que estaba montado una nueva vida en París se fue con él a la capital sin saber cocinar, planchar o limpiar; lo que, en aquella época, principios del siglo XX, era muy llamativo para una mujer campesina.

Célestine Gineste (Francia, 1891-1984), de casada Albaret, llegó en 1913 a la capital francesa sin oficio ni beneficio y con un marido que aunque había conseguido un trabajo como taxista no aportaba el suficiente dinero a la familia. Fue él, que era uno de los empleados de la flota que tenía Jacques Bizet, amigo de la infancia de Marcel Proust e hijo de Georges Bizet, el compositor de Carmen, quién le presentó al escritor porque éste necesitaba a alguien que le entregase sus paquetes.

Portada de 'Céleste y Proust', de Chloé Cruchaudet.

Así se pasaron meses, pero el estallido de la Primera Guerra Mundial en julio de 1914 dejó a Proust sin su mayordomo y sin el resto del servicio por lo que vio en aquella chica que recogía sus sobres a su única esperanza. La contrató a jornada completa sabiendo que no sabía hacer demasiado y no la soltó hasta el día de su muerte. Su historia, conocida para el público francés, ahora la cuenta la escritora Chloé Cruchaudet (Lyon,1976) en formato cómic en Céleste y Proust (Lumen), donde da a conocer la relación tan intensa e importante que se creó entre ambos y que llevó a Céleste a nombrar al único personaje verdadero de toda la obra del francés.

Céleste Albaret y su marido Odilon.

Porque durante los nueve años que estuvieron mano a mano en las distintas casas que habitó Proust ella no sólo se encargó de las labores del hogar sino que se convirtió en el pilar fundamental de un hombre cada vez más enfermo y con un carácter interesante. Y aunque su relación no fue calmada ni estable en el tiempo, sino que pasaron por quiebros que casi les separan para siempre, la salvaron gracias a la dependencia del francés y la fascinación de Céleste.

Uno de sus peores momentos fue cuando, al poco de comenzar la guerra y con el marido de ella trabajando de conductor en el frente, Proust la humilló rompiendo unos pañuelos que le había comprado para su alergia mientras despotricaba sobre su falta de educación. Aquello, sumado a otras tantas malas contestaciones, hizo que Céleste abandonara la casa y se fuese a trabajar al bar que tenía su cuñada. Se fue tan enfadada que ni le pidió el dinero del último mes y tendría que ser su marido el que en uno de sus permisos se pasase por la casa del escritor a reclamar lo que le debía.

Al llegar se encontró con un Marcel Proust más enfermo de lo habitual, en aquel momento podía pasarse días en la cama, y que le suplicó un teléfono de contacto para poder hablar con Céleste, le dijo que "sin ella" no podría continuar con su trabajo. Además, le dio el doble de dinero que que le correspondía. Al oír aquello, Céleste fue corriendo a verle y él le pidió que regresara a su casa. Al final, llegaron a un acuerdo, ella ya no sería una simple empleada sino la gobernanta, cobraría el doble que cualquiera de ellas y además el escritor debería contratar a su hermana para que la ayudara con todo lo que él requería. Proust aceptó todas las condiciones sin rechistar.

"'Sin ella no puedo continuar trabajando', le dijo Marcel Proust al marido de Céleste"

No le quedaba otra. Ella se encargaba de la casa, de sus desayunos a las cuatro de la tarde (siempre café y croissant hasta que en 1917 París se quedó sin reservas y tuvo que pasarse a las galletas Sablé), de sus noches desvelado escribiendo y pidiendo más café, de encargar la comida a los restaurantes porque en esa casa no se cocinaba, en hacer su habitación el poco tiempo que él la abandonaba, en ayudarle a ordenar su obra y en hablar con todo aquel que necesitaba algo de Proust o del que Proust requiera cualquier cosa.

Hizo de secretaria, de enfermera, porque el escritor se pasaba el día convaleciente, de amiga y de madre. "Ambos éramos huérfanos: él con sus padres muertos y sus amigos dispersos, y yo con mis padres muertos, mi familia lejos y mi marido en el ejército. Así que creamos nuestro propio tipo de intimidad, aunque para él era principalmente una atmósfera dentro de la cual trabajar, mientras yo me olvidaba de mis propias tareas y no podía ver nada más que un círculo mágico", confesaría muchos años más tarde.

"Ambos éramos huérfanos y creamos nuestro propio tipo de intimidad. Yo no podía ver más que un círculo mágico"

CÉLESTE ALBARET

Porque ella permaneció a su lado hasta su muerte por petición del escritor, que llegó a decir: "Quiero que sus bonitas y pequeñas manos cierren mis ojos". Y así ocurrió el 18 de noviembre de 1922, cuando Marcel Proust dejó por fin de sufrir por el asma que le había acompañado desde niño y había puesto punto y final a En busca del tiempo perdido. Lo hizo acompañado de Céleste y su hermana y de Robert Proust, su hermano pequeño que tras estudiar medicina había sido su mejor compañía durante años. Lo hizo sintiendo que estaba con su familia.

Céleste Albaret permaneció callada décadas. Cuando Proust se convirtió después de muerto en una auténtica estrella ella no quiso sacar provecho de sus recuerdos y se centró en abrir un hotel junto a su marido y la hija de ambos. Y fue difícil. Aunque sus más allegados ya sabían de su importancia fue una dedicatoria la que la hizo públicamente conocida. "A mi querida Céleste, a mi fiel amiga durante ocho años, pero en realidad tan unida a mi pensamiento que sería más sincero si la llamara mi amiga de siempre, no pudiendo imaginar que no la he conocido desde siempre, conociendo su pasado de niña mimada en sus caprichos de hoy; a Céleste, la cruz de guerra, porque soportó gothas y berthas, a Céleste, la que soportó la cruz de mi humor, a Céleste, la cruz de honor", escribió.

Aquello provocó que, con él ya sin palabra, se intentase sacarle información. Pero Céleste se negó hasta que en la década de los 70, cuando su marido ya había muerto y ella ya estaba jubilada, la convencieron desde la editorial Laffont. Se sentó con el periodista George Belmont durante más de sesenta horas y aquellas grabaciones dieron forma a un libro en el que se detalla una de las partes más desconocidas de Proust aunque siempre con la cautela desmedida de su amiga. Cuya vida, y aquellas confesiones, se convirtieron en película en 1982.