En 1935, Brunete era todavía un pequeño pueblo madrileño, ubicado a pocos kilómetros de la capital. Tranquilo, intrascendente, de apenas 1.556 habitantes. Un boticario, dos médicos, tres maestros y un notario. Era, sencillamente, un pueblecito más, sin historia ni riquezas. Todo aquello desapareció en julio de 1937. Hacía un año que había comenzado la Guerra Civil Española y, tras la caída de Bilbao, el bando republicano se encontraba en una situación comprometida. Negrín, recientemente escogido presidente del Gobierno de la República, buscaba un golpe de efecto con el que levantar la moral y ganar prestigio y apoyo internacional pero, sobre todo, un golpe de efecto que le sirviera para aliviar la presión nacionalista en el norte del país, donde Franco iba en avanzadillas. Una distracción, con la que desviar las tropas franquistas y abrir huecos en el cerco a Madrid. Brunete era, simplemente, una cabeza de turco.
La batalla duró 20 días, y no cumplió con ninguno de sus cometidos: ambos bandos perdieron entre 36.000 y 40.000 hombres y el bando republicano no logró ni romper el cerco madrileño ni detener la ofensiva del norte —aunque si consiguió que esta se retrasara tres semanas—. El historiador militar británico, Michael Alpert, la describió como una batalla "de desgaste", bajo el tórrido calor de julio, sin sombra ni agua, alcanzando temperaturas superiores a los 40ºC. "Concluyó el 26 de julio, por puro agotamiento. El Ejército Popular Republicano había retenido importantes sectores del territorio que había conquistado... aunque perdió Brunete".
Distraer a Franco, salvar el norte
El mes de julio de 1937 arrancó con un país fracturado y con dos bandos que se rearmaban política y militarmente. La zona republicana, tras los sucesos de mayo en Barcelona y la caída de Largo Caballero, había reorganizado su liderazgo con Juan Negrín al frente del Gobierno, apostando por una mayor presencia del PCE en los órganos de poder. En el plano territorial, mantenían tres núcleos inconexos: el centro-sur de la Península, con Madrid como bastión; el este mediterráneo, que incluía Cataluña, Valencia y parte de Murcia y Almería; y un norte cada vez más amenazado, donde apenas resistían Asturias y Cantabria tras la reciente pérdida de Bilbao el 19 de junio. Por su parte, el bando sublevado había dado forma al partido único, fusionando a falangistas y carlistas bajo el mando del general Francisco Franco, jefe absoluto del Ejército.
El peligro para la República era real e inminente: si el avance franquista por el norte no se detenía, Santander caería pronto, y con ella uno de los tres núcleos del territorio republicano. Ante esta amenaza, el general Vicente Rojo, recién nombrado jefe del Estado Mayor Central, decidió lanzar una ofensiva en la zona centro con un objetivo claro: distraer a Franco. Obligar al nacionalista a desviar sus tropas del norte, demostrando, tanto dentro como fuera del país, que la República aún podía tomar la iniciativa. El ataque debía ser rápido, sorpresivo y contundente, parte de una operación más amplia que incluía acciones paralelas en otros puntos del país con los que camuflar su auténtica finalidad. El lugar elegido no fue otro que Brunete.
Rojo veía en esta localidad madrileña una oportunidad: la de mostrar que el nuevo ejército podía operar de forma coordinada y eficaz. Sabía que el mundo entero tenía los ojos puestos en la Guerra Civil, sobre todo la Unión Soviética, principal apoyo internacional de la República. Si no mostraban que eran capaces de liderar, cabía la posibilidad de que los soviéticos replegaran su apoyo militar y propagandístico justo cuando más lo necesitaban. Pero Rojo sabía también que el margen de error era mínimo: se luchaba contra el enemigo, pero también contra la urgencia, la falta de medios y las tensiones internas del propio bando republicano.
Así abrió julio, con una silenciosa coreografía de movimientos militares y decisiones políticas desde las sombras. El episcopado español se había alineado públicamente con los sublevados mientras que la capital se preparaba para acoger el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Entre sonetos y discursos resonaba una esperanza compartida: la victoria republicana. La noche del 5 de julio, mientras poetas y escritores ensayaban discursos y arengas, las tropas republicanas se posicionaban discretamente en el frente. Esa noche comenzaría el movimiento militar en Brunete. El amanecer traería fuego, polvo y muerte.
El brillo del primer asalto
A las 00:00 del día 6 se inició el avance. Hicieron falta seis horas para llegar a Brunete, en completo silencio, pero el Ejército Popular de la República logró lo que pocas veces había conseguido en el transcurso de la guerra: tomar por sorpresa al enemigo. La 11ª División de Enrique Líster tomó Brunete en cuestión de horas y, con ella, la 46ª División, al mando de Valentín González (El Campesino), explotaba la sorpresa, ganando terreno e impidiendo la reorganización franquista.
El golpe parecía funcionar, pero los problemas no tardaron en aparecer. A pesar de la contundencia del ataque inicial, la falta de coordinación republicana hizo mella en la operación. La orden de frenar el avance hasta asegurar la resistencia de sus soldados y asegurar posiciones permitió al enemigo reagruparse, estancando el acercamiento a Villaviciosa.
El 9 de julio marcó un punto de inflexión. Aunque las posiciones ocupadas por la República representaban un pequeño éxito territorial, su mayor baza había sido el elemento sorpresa, del que ya hacía tiempo habían dejado de gozar. Los franquistas estaban más que preparados para contraatacar. La batalla que había empezado como una audaz jugada táctica empezaba a convertirse en un lento y costoso pulso de desgaste.
El día que la República perdió la iniciativa
"En Brunete probablemente se juega uno de los episodios decisivos de la campaña". Así titulaba el diario ABC el 13 de julio de 1937, cuando aún no estaba claro que la ofensiva republicana había empezado a hundirse. Desde el día 10, las tropas de Franco habían comenzado a concentrar, en una meticulosa maniobra, unidades de élite alrededor del frente: legionarios, regulares, brigadas navarras y tropas procedentes de Galicia. El contraataque se diseñó al modo clásico: no fue un golpe frontal inmediato, sino un constante hostigamiento artillero, apoyado desde el aire por la Legión Cóndor alemana, que empezó a bombardear de forma sistemática los depósitos de agua, las líneas de suministro y los núcleos urbanos bajo el control republicano.
La República respondió sin una estrategia unificada. Algunas divisiones se atrincheraron en altura mientras otras intentaban mantener posiciones avanzadas bajo fuego cruzado. Las líneas de batalla se volvieron difusas. Cada colina, cada cruce de caminos, era disputado con ferocidad, pero sin una visión de conjunto. El frente dejó de moverse y se estabilizó en una secuencia de choques parciales. Se luchaba sin descanso en espacios muy reducidos, en ocasiones de madrugada, cuando el calor no era insoportable. He ahí la brutalidad de la batalla de Brunete: temperaturas de más de 40ºC, soldados deshidratados, cuerpos que no podían retirarse del frente, polvo seco y municiones abrasadas por el sol.
El 15 de julio los sublevados lanzaron una ofensiva en tenaza que les permitió recuperar Quijorna, intensificando los combates en la zona de los cerros, claves para dominar visualmente la comarca. El control del terreno, entonces, se jugaba en las alturas: quien lograra dominar una loma, lograría controlar el tiro. La artillería franquista aprovechó la orografía para golpear con precisión. Los intentos republicanos por responder con maniobras de flanqueo fueron bloqueados por la aviación enemiga. La República había perdido el cielo, y con él, la iniciativa.
Un campo de pruebas para los sublevados
Del 17 al 25 de julio la batalla adoptó un nuevo carácter: ya no era una lucha por el territorio, sino por aguantar. El mando nacionalista entendió esto como una oportunidad para entrenar a sus tropas de cara a campañas futuras, haciendo de cada asalto un campo de pruebas con el que evaluar el rendimiento de sus unidades, ensayar nuevas tácticas de combinación de armas o probar el efecto de bombardeos sostenidos.
Entre el 20 y el 23, los franquistas avanzaron por los extremos del frente, empujando desde Sevilla la Nueva y Boadilla del Monte. Las líneas republicanas empezaban a retroceder a pesar de los esfuerzos del propio Vicente Rojo por reorganizar el sector, pero cada orden llegaba tarde o era ejecutada a medias. El 24 de julio de 1937, los sublevados retomaron Brunete. Un día después, el mando republicano ordenó el cese de la ofensiva: oficialmente, la batalla de Brunete había llegado a su fin. Los disparos, sin embargo, aún resonarían el 26 de julio.
Al margen del desenlace militar, Brunete dejó secuelas profundas. El Ejército Popular perdió a buena parte de sus unidades más experimentadas, así como una fracción considerable de su material moderno: tanques soviéticos T-26, cañones, camiones, aviones... No sólo perdió terreno, perdió músculo. Para el ejército franquista, en cambio, la batalla de Brunete fue un espacio donde ensayar su doctrina: artillería coordinada, aviación alemana e infantería marroquí. La República se desangró; el enemigo aprendió.
Mientras tanto, en Madrid, la batalla se vivía casi en directo: se narraba en los cafés, se comentaba en los tranvías, se escuchaba por la radio. Fue la más seguida hasta entonces, y también la más frustrante. Muchos esperaban que marcara el principio del cambio. Lo fue, pero no en la dirección que soñaban. Porque Brunete, más allá de sus cifras, mostró el rostro más crudo del conflicto: una lucha entre iguales. Ya lo dijo Arturo Pérez-Reverte: "Todas las guerras son malas, pero la Guerra Civil es la peor de todas, pues enfrenta al amigo con el amigo, al vecino con el vecino, al hermano contra el hermano". Y, durante veinte días de fuego y polvo, Brunete fue precisamente eso: una guerra civil en estado puro.
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