Ese invento que llega con todo San José, Día del Padre, nos invita a poder exponer toda suerte de canciones de padres y padrazos. Desde Mikel Erentxun hasta Carlos Goñi, pasando por Bernardez, líder de The Refrescos, todos entrarían en la definición de padrazos.

Pero alguien a quien todos con buen oído admiramos es padre de un auténtico drama. Si no está el lector dispuesto a vivir algo realmente triste, recomiendo que deje la lectura aquí. No es fácil seguir. 

Conor Clapton no ha podido ser artista. Ni músico. Ni científico. Ni el primer hombre en Marte, ni el típico hijo de celebrity musical que presume de haber heredado el talento de su padre. Con 4 años tomó una decisión. Pensó que sería maravilloso huir de su amable perseguidora para asomarse a un mundo nuevo, lleno de espacio alrededor. Soñó con volar y lo hizo durante algunos segundos, en ese universo de asfalto y contaminación llamado New York City. 

Era también marzo, pero de 1991. “Mano Lenta” Clapton (sí, el gran Eric) sintió que no era el mejor padre. Eso nos pasa a muchos, sobre todo si somos primerizos. Unos con más y otros con menos motivos, pero todos hemos sentido eso. Y es cierto que siempre podemos ser “mejores”, aunque nadie es quién para juzgarlo. Nuestro propio vástago, y en plena adolescencia, nos cantará las cuarenta y nos criticará, por aquello de que justamente son nuestros mejores jueces y verdugos. En este caso no los hubo. Lo más estremecedor de la historia que llega quizá es la enorme ingenuidad de quien se asoma, corriendo, a lo desconocido por querer vivir. 

Un genio como Clapton “no tuvo tiempo” para vivir su paternidad. Y es que el fruto de un amor efímero por una guapísima modelo italiana tuvo nombre y apellidos propios

Un genio como Clapton “no tuvo tiempo” para vivir su paternidad. Y es que el fruto de un amor efímero por una guapísima modelo italiana tuvo nombre y apellidos propios. Algo tuvo que resonar tal día como hoy, 19 de marzo de aquel 1991, para que celebraran progenitores y pequeños el Día del Padre en el circo de Long Island. Nuestro artista sintió esa llamada. A unos les llega antes que a otros, por ese ser que aparece abruptamente una mañana, tarde o noche, y que resulta ser una certeza: es parte de ti. Y no te queda otra que aceptar la conciencia absoluta de que has dejado de ser, por ejemplo, Juanma, para ser “el papá de Alex”. A todos nos llega. Me refiero a los que ostentamos el enorme encargo natural de convertir nuestra existencia en el papel de progenitores. 

Conor Clapton era un chiquillo de 4 años alegre, inquieto y muy juguetón. La mañana del 20 marzo estaba feliz. Se preparaban para acudir a nada menos que al zoo. La niñera, que en su papel de compañera de juegos, tomó el papel de perseguidora del pequeño, no reparó en que el conserje del edificio de la calle 57 donde se hospedaban estaba limpiando las ventanas, y, pequeño detalle, tenía que abrirlas. No creo que haga falta recrearse en la escena. Los gritos de Lory del Santo preguntando por el pequeño es la desgarradora partitura de quien ha perdido a un hijo. La peor melodía. 

El día anterior, aquel 19 de marzo de 1991, un ídolo de la creación musical sintió hasta los huesos lo que era ser padre. Y solo pudo durar un día su paternidad sobrevenida. 

Tears in Heaven (Lágrimas en el cielo) es un tema que permanecerá para siempre pegado a la sombra del artista. Y esos versos sabrán a mármol de lápida o a la inercia de un cuerpecito pequeño y perfecto de un niño de cuatro años cayendo desde un piso 57 en el laberinto de Manhattan.

Amigo padre, si lees esto y escuchas Tears in heaven, dedica todo tu tiempo y atención a quien realmente está dando sentido a tu vida. Que no sea después, como le pasó al que, ya tarde, creó frases como estas en la canción que para siempre desgarran cada noche sus conciertos:

¿Sabrías mi nombre si te viese en el cielo?

¿Sería lo mismo si te viese en el cielo?

Debo ser fuerte, y seguir adelante.

Porque sé que no encajo aquí en el cielo.