Las princesas visten su muñeca cuando las visten a ellas. Son su propia muñeca, o seguramente la nuestra. Tienen vida de muñeca, una vida acojinada, con ojos de tetera para las visitas. Las princesas y los príncipes, claro. Los príncipes nacen ya con caballo como las plazas y su vida es la de los armones decorativos o la del soldado de lata pintado. Por alguna razón necesitamos, o se nos ha dado, esta juguetería que es artificiosa y hasta cruel. La realeza le parece a uno un trabajo como de minarete, una incomodidad turística de guardia al sol. Es como vivir siempre acharolado. Pobres reyes, pobres princesas, pobres reinas, pobre realeza de anuncio de la monarquía como el de un colchón.

A veces nos olvidamos de que los reyes no son gente, de que los han puesto ahí para otra cosa, aunque yo no entienda esa cosa. Una reina se enfada con otra reina como dos cocineras, un rey se mira con otro rey como desde dos casamatas, y dos infantitas no dejan de sonreír mientras se hunden en su tarta. O eso nos parece, porque los miramos como a gente. Pero son más el mecanismo de un reloj de cuco. Un reloj de cuco complicado que a veces se desajusta, como el reloj de la Puerta del Sol, y hay que cubrirlo todo con un toldo. Al toldo se le sale quizá un voladizo como el brazo de un enfermo ensabanado, pero oculta las tripas tramposas, saltonas, apretadas, borrachas de ser alambique, las tripas del misterio del tiempo. El misterio del tiempo se parece al de las monarquías y en las monarquías ese toldo es el silencio. Y la sonrisa. El pueblo, claro, quiere su reloj como quiere su Navidad, y protesta, pero es para nada hasta que llega el señor del ayuntamiento a arreglarlo, o se nos olvida mirando el oso y el madroño.

La monarquía es un reloj luisino, borbonísimo, que nos hace de símbolo de algo que no podemos tocar, el tiempo o la democracia

La monarquía es un reloj luisino, borbonísimo, que nos hace de símbolo de algo que no podemos tocar, el tiempo o la democracia. El símbolo de que nadie se pelea, todos comen verdura y los zapatos no aprietan. Sí, un símbolo de la irrealidad preside la realidad española, gran majestad de la ironía. La monarquía se funda y se despliega en irrealidades como la ejemplaridad, la permanencia o el decoro. Cosas tan imposibles que nos conforta y nos divierte el esfuerzo antinatural que ponen sus titulares en ellas. Ese esfuerzo es su oficio, sea más o menos útil. Y cuando ese trabajo no sale bien, cuando al reloj se le salta un muelle como un ojo, nos enfada tanto como nos entusiasma.

Las suegras, las nueras, esa heráldica del rodillo de amasar se vuelve más heráldica con la realeza, así que nos fascina asistir a ese cruce de riña y vals, con maldiciones o mordiscos brotando de sonrisas perfectas y quietas igual que las de un dinosaurio pelado. La monarquía tiene que hacer cosas para distraernos, o creeremos que de verdad están muertos o plastificados, con lo que su magia desaparecerá. Tiene que hacer cosas buenas o malas, pero que se mueva el engranaje, la cajita de música en la que viven. Claro que todo tiene un límite. Y es cuando el pueblo, al que se le ha dado una democracia con padrecito, se vuelve a su vez paternal y ejerce su autoridad de dueño caprichoso pero real del espectáculo, pues lo paga. La ejerce porque un rey mató a Mufasa, o porque Bella y Bestia duermen separados, o porque Alí Babá se coló en la casita de chocolate, o porque una reina madrastra se enfrenta a la abuela de Caperucita (el pueblo confunde en la monarquía todos los cuentos).

Así, de repente es tierno, humano, que Letizia, ya reina, reina del pueblo, no sea una esposa de nácar y quiera un domingo de paella

Letizia, Letizia que tiene el perfil de mala ya en la delgadez de dálmata, piensa el pueblo. Letizia, reina morganática, invitada a ese té de las muñecas, que enamoró a un príncipe que no era belfón, sino apuesto, con un arte seguramente vil y sobrenatural, como el de los maniquíes que enamoran. O no, Letizia que era la Cenicienta, el amor verdadero llegando donde los corazones eran antes sólo huevos de Fabergé. El pueblo no sólo confunde los cuentos, sino que los cambia. Y así, de repente es tierno, humano, que Letizia, ya reina, reina del pueblo, no sea una esposa de nácar y quiera un domingo de paella, y una suegra pesada, y un rebote de madre helicóptero, que se dice ahora. O, igual de repentinamente, es una reina que no merece ser reina porque no sabe comportarse.

Seguramente las realezas se entienden entre ellas, mucho antes de Peñafiel, porque ni siquiera saben qué es una paellera. Si lo sabes, no eres de la realeza, sino una señora o un señor ascendido a través de almohadones y otros rellenos. Entonces, Letizia es la plebeya, altiva por rencor, mandona por complejo. Y el Rey Felipe, que se casó por amor, quizá se está dando cuenta de que no puede haber amor para un rey, igual que para un farero, y que una paellera es siempre una paellera. Y, claro, las infantitas están ahora entre la paella y el guante de baile, ante la mirada preocupada de los reyes verdaderos, buenos y castizos, un poco isabelones, goyescos como garrochistas.

Esto piensa el pueblo, o ya no lo piensa, quién sabe. Pero el cuento de la monarquía va así. No es ni moderno ni antiguo, sino eternal como los dioses o los arquetipos. Buscamos en la monarquía una fantasía confusa. Unas veces queremos padres y otras muebles, unas veces personas y otras sellos, unas veces amor y otras matrioskas. Aquí, donde hay pocos republicanos como hay pocos patinadores, el símbolo de la democracia resulta que es una herencia. Pero no como privilegio, sino como maldición: su condena a no ser nunca del todo humanos. Es lo que nos satisface. Somos nosotros los contradictorios. La monarquía sólo está ahí como siempre, con su vida de muñeco de carrete, intentando dar la hora de los siglos en su reloj carroza o molino, anticuado y sin repuesto, para quien la quiera oír.