Un cielo que se abre tras la niebla del Pardo. Un rincón granadino en ruinas. Un patio toledano blanqueado por la luz. La vastedad purpúrea de Sierra Nevada. Un pasaje bíblico crepuscular. Dos figuras agazapadas entre chumberas. Todo cabe en el universo pictórico, subjetivo y a menudo excéntrico, de Antonio Muñoz Degrain (Valencia, 1840–Málaga, 1924), a quien el Museo del Prado dedica una exposición conmemorativa pocos meses después del centenario de su muerte. Instalado en la sala 60 del edificio Villanueva, el homenaje reúne una decena de obras del propio museo, junto con material documental, un dibujo, una fotografía de su busto firmado por Miguel Blay y un impreso de su discurso académico. Una constelación de piezas que devuelve visibilidad a uno de los pintores más singulares –y menos encasillables– del arte español del XIX.

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'Visión tomada en los Pirineos navarros' (1862), de Antonio Muñoz Degrain.
'Visión tomada en los Pirineos navarros' (1862), de Antonio Muñoz Degrain. | Museo del Prado

La selección, comisariada por Javier Barón, jefe de conservación de pintura del siglo XIX del museo, forma parte del programa del Prado para revalorizar sus fondos decimonónicos a través de pequeñas muestras monográficas, como las que en los últimos años se han dedicado a artistas como Beruete, Madrazo, Pradilla, Egusquiza o Sorolla. Lejos de proponer una gran retrospectiva, el planteamiento consiste en iluminar con precisión las trayectorias de figuras que, como Muñoz Degrain, operaron al margen de las corrientes dominantes sin dejar por ello de influir en su tiempo.

Un Velázquez del XIX

Entre las obras expuestas destaca Paisaje del Pardo al disiparse la niebla (1866), restaurada recientemente, que obtuvo una medalla en la Exposición Nacional de ese año. El lienzo, de grandes dimensiones (de dos por tres metros), despliega una captación atmosférica asombrosa y una pincelada suelta que recuerda por momentos a Velázquez. Fue también, según sus contemporáneos, su primer gran triunfo. Lo confirma una curiosa escena dentro de la exposición: Interior del estudio de Muñoz Degrain en Valencia (1867), pintada por su amigo Francisco Domingo Marqués, donde el cuadro aparece ya colgado mientras los artistas, en ambiente bohemio, celebran su éxito entre amigas y partituras.

Interior del estudio de Muñoz Degrain en Valencia (1867), de Francisco Domingo Marqués.
Interior del estudio de Muñoz Degrain en Valencia (1867), de Francisco Domingo Marqués. | Museo del Prado

El recorrido de la muestra abarca toda su carrera. Desde obras tempranas como Vista tomada en los Pirineos navarros (1862) o La sierra de las Agujas (1864), de clara raíz romántica, hasta su etapa madura en la que el color adquiere un protagonismo audaz. En Recuerdos de Granada (1881) y Vista de Granada y Sierra Nevada (h. 1915), el paisaje se funde con el recuerdo y la atmósfera con la invención. La mirada ya no es documental, sino emocional: se diría que lo que se pinta es un estado de ánimo.

En Los escuchas marroquíes (1879), fruto de un viaje a Tánger, el artista se adentra en el exotismo norteafricano con una escena militar silenciosa, tensa y cuidadosamente construida en base al contraste cromático. El orientalismo, sin dejar de ser decorativo, gana aquí un componente narrativo y simbólico. También lo hace su pintura religiosa, como en Jesús en el Tiberíades (1909), una visión personal del Evangelio donde el formato panorámico y la luz crepuscular convierten el lago en un espacio espiritual más que histórico. La figura de Cristo, apenas esbozada, se diluye en una escena casi simbolista.

Obras más íntimas, como Rincón de un patio toledano (1904), revelan su interés por los interiores y la arquitectura popular. El tratamiento de la luz en una superficie blanca, el uso de texturas y la contención del encuadre lo convierten en un ejercicio pictórico de precisión expresiva. Y como complemento, el Prado expone Antes de la boda (1882), representación de Isabel de Segura, protagonista de Los amantes de Teruel. Aquí la pintura histórica se traslada al retrato psicológico, teñido de color veneciano, y anticipa el drama con pequeños gestos y objetos simbólicos.

Más improvisador que planificador

A esa obra emblemática se suma el Estudio de figuras para Los amantes de Teruel (h. 1884), un dibujo a lápiz y tinta que revela el método de trabajo del pintor, menos dado al boceto que a la improvisación directa sobre el lienzo. La presencia del impreso de su discurso de ingreso en la Real Academia de San Fernando (1899), titulado "La sinceridad en el arte", ayuda a contextualizar su postura estética: alejado de las modas, ajeno a la mímesis estricta, más preocupado por la emoción que por el canon. La muestra también incluye una pequeña postal anterior a 1905 que reproduce su lienzo más famoso, evidencia del temprano éxito de la obra y de su circulación popular.

Muñoz Degrain no solo fue un pintor original, también un maestro. En su cátedra de Colorido y Composición en la Academia de San Fernando coincidió fugazmente con Pablo Picasso, enviado por su padre. El joven artista, según recuerda Javier Barón, solía saltarse las clases para ir al Prado, pero no por ello dejó de aprender. Quizá fue esa libertad, ese desvío del camino trazado, lo que lo conectó con el espíritu de un maestro al que hoy reconocemos como excepcional precisamente por no haberse parecido a nadie.

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