Cada vez que llega Julio y su luz engañosa se desparrama sobre nosotros, una estrella se le cae al hotel de nuestra dignidad como país.
Aprieta este séptimo mes, y uno, que en diciembre soñó con el premio de un verano de yates, linos y un festival perpetuo de gamba roja y champanes A.O.C., ha de contentarse, -ay- con trasegar un bidón de gazpacho templado en el gimnasio mientras espera, en mallas, su turno para las mancuernas.
Llega Julio y con él se despliega oficialmente el aparato del estío, esa época en la que regresa, para horror de estetas, depiladores titulados y retenedores de líquidos, el imperio del pantalón pirata, la dictadura de las batas fresquitas y la monarquía absoluta del tatuaje, resignados ya como estamos a admitir que, bajo este bochorno, no hay camisa que portar con dignidad al trabajo ni diseño tribal en el abdomen que haya resistido las fuerzas expansivas y deformantes de un invierno de cocidos, churros y meriendas de bollería industrial.
Centremos el tiro, que el calor aprieta. Julio, el mes de la trilla y la canícula, debía, antaño, su nombre y su reputación de mes patricio a la Gens Julia, esa familia de influyentes arribistas romanos que contó entre su parentela con Julio César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y hasta con el volcánico Nerón, a quien habríamos tolerado, visto el estado actual de cosas que nos asolan, un ataque de piromanía contra la caravana del vecino, el chiringuito procaz o el altavoz con bluetooth que atrona con reggaeton el vagón de silencio de un tren hacia Alicante, ganándose, quizá, un perdón retroactivo para sus penas que muchos consideraríamos ya como razonable.
Con el pasar de los siglos, con las invasiones bárbaras y el abandono de la civitas por la playa y los parques acuáticos, Julio perdió sus galones de mes feraz y su maestà en el calendario, sustituyendo la cándida túnica, la púrpura de las estolas y la corrección de los coturnos por el bañador tanga masculino y el desconcertante binomio de chanclas y riñonera, haciendo bueno aquel dicho de que “todo a su tiempo y los nabos, en Adviento”.
Julio normal seca el manantial. En este séptimo mes del año celebraría Kafka su cumpleaños, atónito, tal vez, con la gran desbandada estival de los funcionarios, con ese hiato de temporada de nuestra burocracia que confirma que, a estas alturas, de conserje para arriba, empiezan a clarear las mesas y los negociados en las instituciones, abriendo la puerta de una estampida que hace enrojecer -poor Niagara- a la de los ñus en el Serengueti.
Si de fauna contemporánea hablamos, Julio es el pórtico de la gloria por el que nos adentramos en esa hora luminosa de la humanidad que nos regala imágenes de vida natural que no desaprovecharían un José Celestino Mutis, Félix Rodríguez de la Fuente o ese Charles Darwin contemporáneo con las Crocs y la mugre de los pantanos que es Fran de la Jungla. Valga, por todas, aquella estampa que nos devuelve esa figura en escorzo, en la barra de un bar, en la sala de espera del médico o en la delegación provincial de Hacienda, de un compatriota distraído con la mano hurgando en el arranque de la espalda mientras apoya su pie descalzo en la pantorrilla opuesta, como si de un flamenco ocioso en las salinas de Torrevieja se tratase.
Siguiendo en clave natural, este es el mes en el que en la playa recordamos a los monstruos marinos de Julio Verne, las pinceladas de Sorolla o al oportunísimo Julio Cortázar, cuyos autonautas de la cosmopista tienen que estar ya amontonándose en la biodiversidad de las áreas de servicio de la Autoroute París-Marsella que tanto frecuentan los franceses en su éxodo veraniego, para estupor del resto de europeos que nunca pensaron que parar a echar gasolina o a comprar una Fanta y unos Gitanes sin filtro en una estación de servicio en el Midi fuera una experiencia comparable a la de adentrarse en un safari o a la de completar dos pantallas nocturnas de Minecraft en modo supervivencia extrema.
Mes de empecinadas digestiones por los abusos de las frituras, las ensaladillas sepultadas en mayonesas y los arroces mal cocinados, Julio es, también, un periodo de intransigentes tensiones gastronómicas y el teatro de operaciones idóneo para el despliegue de esa batalla cultural incruenta que enfrenta a la tradición de los espetos, la ensalada murciana y las atemporales barbacoas de chuletillas de cordero y los remojones granadinos con los novísimos maestros de los gazpachos de mango, los carpaccios de frambuesa y las paellas con fuá de chía y aromas de krill, trasladando a los campings, las plazas mayores de Castilla y a los gastrobares ribereños, el calor de unas polémicas que suelen zanjarse con un abrazo, dos gintonics de Larios y un serón de perrunillas.
Quizá, en este rango de querellas veraniegas del paladar puntúen bien alto las bataholas protagonizadas por la policía militante del verdejo fresquito, esa fuerza especial de tercos y conversos que señala con hostilidad al incauto que aun osa responder “tinto” a la tramposa pregunta del camarero ante la carta de vinos del restaurante en el paseo marítimo, salvando con su renovada militancia estival la cuenta de resultados de los graneleros meseteños y la reputación de granos desleídos de la uva airén y los godellos.
En Julio, ni las letras ni las almas elevadas encuentran tampoco su consuelo. Con las vacantes en las columnas de los diarios y los becarios tomando las radios y los despachos; con los diáconos y seminaristas colonizando los púlpitos de las iglesias y los confesionarios; con las ediciones príncipe de los libros de los influencers inundando las librerías y los kioskos y con el cierre de los ateneos y las tertulias ilustradas bajo el asedio de las terrazas y las verbenas de gentes ágrafas, hedonistas y ruidosas, no es este un mes en el que los intelectuales hallen aliento ni inspiración, por mucho que el próximo Flaubert vele armas en una casa rural junto al Embalse de la Serena.
Del lado de la República de las Letras, queda, en todo caso, esa diputación permanente de los catedráticos y los investigadores pensionados, que exhiben sandalias de dedo y el fru-frú de sus poleras en los cursos de verano de las universidades, de Santander a Socuéllamos, haciendo caja con los desechos de las musas y con esas aportaciones desganadas a los volúmenes corales anotados que impugnan las visiones dominantes sobre el Madrid de Galdós, señalan los nuevos retos y desafíos de la Geodesia contemporánea o explican, como preludio a la mariscada y el coloquio junto a la alberca, la sororidad en los tiempos de Hipatia de Alejandría, arriba universitarios.
“Luglio poltrone, porta tempesta e tuoni”, dicen los italianos, mientras mandamos a nuestros adolescentes al exilio de los campamentos de verano en esos lugares de toponimia imposible en los que encontrarán, por fin, el sentido práctico a las clases de guitarra tomadas a deshoras en invierno y descubrirán esa verdad civilizadora de que nada hay más potente para el secuestro de los sentidos del chico o la chica de los ojitos verdes que nos atrae que dos acordes correctos de More than words, algo de Maná o una versión solvente de Insurrección ejecutada con los ojos entrecerrados junto al fuego fatuo del campamento.
Julio es, en fin, ese mes del año en el que arrinconamos el devocionario de la integridad y abdicamos de nuestras dignidades de culturetas, encontrándonos, en horas de insomnio y cogitación enredando en la parrilla de las televisiones convencionales, cómplices de esa fiesta nacional perpetua que celebra el volkgeist español en los Sanfermines, la Tomatina de Buñol o la Fiesta del Vino de Requena, de la que se regresa, dicen, con muchos amigos, un pañuelo estampado anudado al cuello y una rotura de stock de ibuprofeno. Con permiso del Tour de Francia, uno reparte su atención en horarios periféricos e inconvenientes con las reposiciones de Verano Azul, La Clave, Caminos de Sefarad o la versión del director de La Fuga de Logan, resignados ya a la certeza de que no hay libro de Dickens que resista la digestión de una fideuà con su alioli ni gimnasia más cabal en este tiempo que una siesta de pijama y cuello quebrado en la hamaca de la piscina.
Parapetados bajo la circunferencia borrosa y perfecta del ventilador, con un ojo puesto en los hitos que se anuncian para la regeneración democrática del país y el otro en la convocatoria de la próxima fiesta de la espuma, pasaremos este mes ígneo y nefando, abrasados con los vientos de indignidad sofocante que soplan desde Torre Pacheco.
Vendrá agosto y todo lo demás, y sin embargo, Julio seguirá palpitando como un volcán extinto en nuestra memoria de veraneantes inadaptados.
1 Comentarios
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hace 1 hora
Jajaja. Buenísimo el retrato ácido de nuestra sociedad veraniega con, al mismo tiempo, una dosis de ternura de quien acepta nuestras miserias