A finales de los años 60, Federico Fellini telefoneó a Gore Vidal con su mezcla habitual de candidez y dramatismo: "Gorino, tengo un problema". Se trataba de Casanova, un proyecto que no lograba arrancar por falta de dinero. Paramount estaba dispuesta a soltar un millón de dólares, pero imponiendo unas condiciones imposibles para el director: rodar en inglés, con guion cerrado y sonido directo. Fellini, que detestaba los guiones y la voz real de los actores, buscaba en su amigo americano una mezcla de consejero, intermediario y cómplice.

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Para entonces, Vidal, que este 3 de octubre hubiera cumplido cien años, ya llevaba una década instalado en Roma junto a su pareja, Howard Austen, en un apartamento del Largo Argentina. Antes de encontrar su refugio en Ravello, en la costa amalfitana, alternaba las sesiones de escritura de Juliano el Apóstata con las visitas a Cinecittà. Su relación con Fellini venía de más atrás, de los días colosales de Ben-Hur, cuando Vidal, coguionista en la sombra, le coló en secreto en los decorados de Jerusalén. Desde entonces habían mantenido una amistad intermitente a base de bromas, encargos oportunistas y fascinación mutua. Vidal observaba al director como a un demiurgo caprichoso, convencido de que trabajaba igual que Picasso: borrando, rearmando, rehaciendo. Roma, con su barroquismo de cloaca y esplendor, acabaría siendo la materia común de los dos creadores.

En 1971, poco después de aquel diálogo sobre Casanova, Fellini volvió a presentarse en el Largo Argentina con un nuevo proyecto: Roma. Esta vez no pedía consejos de producción, sino la presencia misma de Vidal en la pantalla. Lo quería junto a Anna Magnani, Marcello Mastroianni y Alberto Sordi como encarnaciones de distintas formas de habitar la ciudad: la actriz porque "es Roma", Mastroianni por su pereza arquetípica, Sordi por la crueldad que subyace en la comedia, y Vidal como el extranjero seducido hasta volverse parte del paisaje.

Anna Magnani en su breve e icónica escena de 'Roma'.
Anna Magnani en su breve e icónica escena de 'Roma'.

Un genio precoz

Vidal era un expatriado de lujo, el enésimo aspirante a escribir la gran novela americana. Una de las figuras intelectuales y literarias más relevantes y proteicas de su tiempo en Estados Unidos. Pero también un raro caso de escritor que había querido ser político antes que novelista. Nieto del senador demócrata Thomas Gore, creció en Washington como lector precoz del diario de sesiones, acompañando al abuelo ciego a su escaño y escuchando a los grandes oradores de la época como si fueran actores de teatro clásico. De niño ya entendía los mecanismos del poder, y en la adolescencia, al filo de la guerra mundial, viajó con compañeros de colegio por la Francia en vísperas de la ocupación alemana, la Roma de Mussolini y la Inglaterra de Chamberlain. Aquella inmersión en la historia lo marcó más que cualquier clase de civismo.

Publicó su primera novela, Williwaw, en 1946, con apenas veintiún años y recién salido del ejército. Dos años más tarde provocó un escándalo con la tercera, La ciudad y el pilar de sal, primera narración estadounidense de amplia difusión que abordaba la homosexualidad sin disimulo ni moralina. El revuelo fue tal que las grandes casas editoriales lo vetaron durante años. Vidal sobrevivió gracias a los guiones que escribió para Hollywood y al teatro: en 1957 llevó a Broadway Visit to a Small Planet y en 1960 estrenó The Best Man, sátira de las luchas de poder que coincidió con su salto, fallido pero sonado, a la arena política.

Del fracaso político a la ciudad eterna

Vidal se había presentado como candidato al Congreso por el distrito de Dutchess County de Nueva York, al norte de la ciudad en la orilla del Hudson, el mismo año en que su amigo John F. Kennedy ganó la presidencia. Como demócrata defendió posiciones que sorprendieron incluso a sus aliados, como el reconocimiento de la China comunista en Naciones Unidas. En aquel condado republicano logró más votos que el propio Kennedy, y más que cualquier demócrata desde 1910. Aun así, no ganó. Pero el resultado le situó como figura pública y le convenció de que la política y la literatura podían ser vasos comunicantes.

El traslado a Italia tras aquella derrota fue un punto de inflexión para el joven Vidal, que entonces tenía 35 años. "Podía vivir en cualquier parte, pero escogí Roma", recordaría. Escribía durante las mañanas,rodeado de los volúmenes de la biblioteca de la American Academy, y por la tarde se dejaba arrastrar por la vitalidad de la ciudad. Para entonces había comenzado su gran ciclo de novelas históricas –de Julian a Washington, D.C.–, que le proyectarían como cronista de la historia política americana, al mismo tiempo que alternaba con sátiras experimentales como Myra Breckinridge, capaz de dinamitar las convenciones del realismo y la moral sexual de su tiempo.

Su relación con Roma fue tan ambivalente como la que mantenía con su país. Nunca dominó del todo el italiano, y sin embargo se convirtió en un símbolo del extranjero que "se vuelve nativo". Esto hizo de él un personaje ideal para Fellini: un americano crítico y desengañado, con un pie en la literatura y otro en la política, que había elegido la capital italiana como observatorio del mundo.

¿Por qué vives en Roma?

El rodaje de Roma (1972) fue un caos controlado. A cada una de sus encarnaciones romanas –Anna Magnani, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi y Vidal– Fellini les pidió improvisar una respuesta a la misma pregunta: "¿Por qué vives en Roma?". La del escritor se rodó en febrero, de noche, en una plaza cercana a la Via dei Coronari, ambientada como si fuera pleno agosto durante la fiesta de la Madonna del Carmine. Entre mesas improvisadas, vasos de vino y pescado de plástico, Vidal hablaba de superpoblación y del envenenamiento del planeta: ideas inauditas para la prensa italiana de la época, que se burló de su catastrofismo. Mientras improvisaba, cuatro caballos blancos arrastrando un carro irrumpían en la escena: un capricho más de Fellini para llenar un fondo vacío. El estruendo fue tan desproporcionado que parecía una explosión, y el propio Vidal giró aterrado creyendo que se trataba de un atentado. Al final, los caballos fueron cortados en el montaje, pero el susto quedó grabado en su memoria.

Vidal insistió en doblarse a sí mismo en italiano, inglés y francés. Desconfiaba del director, capaz de inventar palabras que nunca había dicho: la Roma de Fellini era un artificio que podía devorar incluso a sus amigos.

Roma fue recibida con desconcierto, pero hoy es celebrada como una de sus obras más libres: un mosaico sin trama, un documental onírico donde la Appia Antica se cruza con excavaciones del metro y motociclistas fantasmales. En medio del caos, el guiño de la breve aparición de Vidal funciona como contrapunto: la voz del intelectual estadounidense que observa cómo la ciudad eterna es también el mejor escenario para la decadencia. Una escena emblemática que representa bien el carácter del escritor: el testigo irónico, la mirada dura y brillante que huye de la complacencia. No es casual que terminara su improvisación con una frase que suena a epitafio: "¿Qué mejor lugar para observar el fin del mundo que en una ciudad que se llama eterna?".

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