A las ocho y treinta minutos de la tarde del 5 de noviembre de 1975, desde su palacio de Agadir, Hasan II aleccionaba a su pueblo en un arrebatador discurso televisado. «Hemos decidido emprender una marcha pacífica, armados solamente de nuestro derecho y acompañados por nuestros hermanos y amigos. Mañana atravesaremos la frontera para realizar nuestra marcha», dijo.
Era el anuncio largamente esperado por las decenas de miles de peregrinos que se habían ido concentrando en Tarfaya durante las últimas semanas: el pistoletazo de salida a la Marcha Verde. La gigantesca peregrinación que se pondría en movimiento a la mañana siguiente.
En la frontera sur, bajo un cielo velado de nubes que ocasionalmente dejaban filtrar tímidos rayos de luz, las fuerzas españolas consumían la lenta espera. Ante los campos de minas, unidades de élite adoptaban posiciones defensivas en primera línea de contención. Más a retaguardia, los soldados españoles, sentados sobre sus vehículos o echados en la arena, limpiaban sus armas, hervían té o escuchaban el transistor, congregándose en torno a esos pequeños aparatos cada vez que sonaba el diario hablado de Radio Nacional de España. El horizonte aparecía desierto, pero eran conscientes de que, en apenas unas horas, una marabunta humana caería sobre ellos.
El horizonte aparecía desierto, pero eran conscientes de que, en apenas unas horas, una marabunta humana caería sobre ellos
A pesar de las concesiones, que fueron muchas, el Régimen de Franco no iba a ser capaz de impedir la Marcha Verde. Pero es que en la parte contraria, tras meses de preparativos y bravatas, nunca existió voluntad de pararla. «No quiero convertir a 350.000 marroquíes que han respondido a mi llamada en 350.000 frustrados», había declarado Hasan II a una emisora de radio.

El monarca contaba con poderosos socios internacionales (incluyendo a Francia, Estados Unidos y un buen número de países árabes), sin cuyo respaldo jamás habría osado lanzar aquella delirante apuesta. Además, le consumía la imperiosa necesidad de mantenerse en el poder, y ese desmedido deprecio por la vida ajena si con ello alcanzaba sus objetivos.
Así las cosas, al amanecer del día 6 de noviembre de 1975 una colosal masa humana compuesta en su mayoría por familias de campesinos —trasladados durante semanas a Marrakech en un flujo constante de diez trenes diarios, y más tarde en miles de camiones hasta Agadir y Tarfaya—, emprendía la Marcha Verde. Un mar de banderas marroquíes y de ejemplares del Corán, así como de miles de banderas norteamericanas, aderezaban aquel colorido escenario.

La Marcha se puso en movimiento en dos frentes. El más numeroso —el que captó la atención de las cámaras de televisión de medio mundo y se convirtió en el epicentro de la cobertura mediática global— avanzó a pie, en vehículos todoterreno y en camiones pesados hacia el puesto fronterizo de Tah, principal vía de penetración en su camino hacia El Aaiún. El segundo, más al este, partió de Tantán con el objetivo de alcanzar Hagunía y desde allí encaminarse también a la capital.
Expeditivos y envalentonados, los peregrinos cortaron las alambradas y sobrepasaron el puesto de Tah, abandonado días atrás por las tropas españolas
Hacia las 10:45 horas de la mañana, la vanguardia de la sinuosa peregrinación alcanzó la frontera agitada por un fuerte viento de cara que levantó enormes polvaredas y dificultó su progresión. Expeditivos y envalentonados, los peregrinos cortaron las alambradas y sobrepasaron el puesto de Tah, abandonado días atrás por las tropas españolas. Entre cánticos y plegarias —con las emisoras de radio marroquíes emitiendo desde el corazón de la manifestación y lanzando encendidas arengas y marchas militares—, la expedición progresó en un frente de casi un kilómetro, internándose en territorio saharaui sin más vigilancia que la de algunos helicópteros y cazas españoles.
La inacción del Ejército español se debía al acuerdo alcanzado entre los gobiernos de España y Marruecos el día 3 de noviembre en Madrid. Un compromiso —ignorado por la inmensa mayoría de los soldados españoles que aguardaban en sus posiciones— mediante el cual las tropas españolas se retirarían hasta diez kilómetros al sur de la frontera, permitiendo el paso de la Marcha Verde por una franja de terreno desmilitarizada. Allí acamparían durante cuarenta y ocho horas y después regresarían a Marruecos. Era, en principio, una solución decorosa. Algo que permitía salvar la cara a unos y otros. En aquella enorme extensión, los marroquíes levantaron tres grandes campamentos que no dejaron de acopiar peregrinos. Frente a ellos, a escasos tres kilómetros, se apostaban las unidades de élite del Ejército español.

Sin embargo, entre las columnas humanas y las caravanas de camiones y tiendas desplegadas hasta donde la vista podía alcanzar, los cazas españoles descubrieron convoyes militares y blindados marroquíes desplazándose hacia el este. La tensión alcanzó su punto álgido.
A pesar del pacto secreto alcanzado días atrás, Rabat convocaba al embajador español en Marruecos. La Marcha Verde continuaría su camino hacia El Aaiún a menos que el Gobierno español se comprometiera de manera categórica a negociar la transferencia del Sáhara. Si la marcha seguía adelante, Rabat no descartaba que se produjeran enfrentamientos entre manifestantes y tropas españolas, en cuyo caso intervendrían las fuerzas armadas marroquíes y la guerra sería inevitable.
Al día siguiente, el gobernador general del Sáhara, Federico Gómez de Salazar, llegaba hasta el puesto de mando avanzado para inspeccionar a sus tropas y conversar con el gran número de periodistas que se había desplazado hasta aquella inestable franja de terreno.
Lo más delicado, y en torno a lo que giró la conversación, fue la posibilidad de que la gran masa humana, haciendo caso omiso a las advertencias españolas, decidiera ir más allá de los límites establecidos. «Nosotros esperamos que no cometan la barbaridad de seguir avanzando», manifestó el máximo responsable del territorio. «No sé si lo intentarán, pero en todo caso nuestro Gobierno ya dejó bien sentado que la responsabilidad de lo que pueda ocurrir corresponde a los marroquíes. Nosotros nos limitaremos a cumplir con nuestro deber». En círculos militares todo aquello seguía viéndose como «una más de las bravuconadas de Hasan». Una bravuconada, en todo caso, cuyo desenlace era un insondable misterio que nadie se atrevía a desentrañar.
Mientras tanto, en la gélida mañana madrileña —con Franco debatiéndose entre la vida y la muerte sobre la mesa de un quirófano—, Arias Navarro convocaba de urgencia a sus ministros. Sorprendentemente, no era la salud del Caudillo lo que abrumaba al presidente. O, al menos, no solo. El ultimátum de Hasan II lo aplastaba en su despacho del Paseo de la Castellana mientras el embajador de Marruecos en España apremiaba una respuesta. El monarca alauita exigía el inicio de negociaciones para la entrega del Sáhara, y las conversaciones debían desarrollarse en suelo marroquí.
Plegándose una vez más a los deseos de Hasan —cuyo órdago de hacer avanzar la Marcha Verde chirriaba en los oídos del Gobierno—, el día 8 de noviembre de 1975 el ministro de la Presidencia, Antonio Carro, volaba hacia Rabat.
Hasan II, como un experimentado y astuto jugador, tenía prisa por cerrar el asunto y no lo disimuló
Hasan II, como un experimentado y astuto jugador, tenía prisa por cerrar el asunto y no lo disimuló. Lanzaría cuantos faroles fueran necesarios antes que reconocer que no le interesaba una guerra con España o que la situación de cientos de miles de peregrinos inmovilizados en la frontera sin víveres ni esperanzas podría volverse contra él. Había llegado tan lejos que estaba dispuesto a doblar la apuesta para lograr sus objetivos. «Mi pueblo no se retirará de la frontera si antes no hay un compromiso firme por parte de su Gobierno para transferir el Sáhara a Marruecos», insistió el monarca, por mucho que los dignatarios españoles se esforzaran en recordarle que existían compromisos internacionales que todos debían respetar y que la soberanía del territorio no podía ser cedida sin más, puesto que España no era titular de esa soberanía.
De nada sirvieron tales reticencias. Como si de pronto en Madrid hubieran interiorizado que el Sáhara solo era una patata caliente que ardía en sus manos, el Gobierno español instó formalmente al marroquí a la retirada de la Marcha Verde a cambio de abrir inmediatamente negociaciones tripartitas entre España, Marruecos y Mauritania para formalizar la entrega del territorio.
Hasan II, que jamás sucumbió a los informes y resoluciones de la ONU ni al dictamen adverso del Tribunal Internacional de Justicia, había ganado la partida. España acababa de plegarse a las exigencias del astuto jugador. Aquel último y discorde gobierno de un régimen ya moribundo y agotado consumaba su traición a Naciones Unidas —incapaz también el Consejo de Seguridad de hacer valer sus propias resoluciones—, al ejército desplegado en el territorio y, por encima de todo, al pueblo saharaui.
Unos años más tarde, Hasan II conversó con el escritor y periodista francés Eric Laurent, a quien reveló ciertos entresijos de la Marcha Verde: «Todo descansaba sobre una apuesta psicológica. Sabía que Franco y su entorno eran militares. Pero si se comportaban como auténticos militares yo no creía que disparasen sobre 350.000 civiles desarmados [...] En realidad fue un horrible chantaje, pero un chantaje lícito y no reprimido por ley alguna».
Andrés López-Covarrubias (Toledo, 1966) es licenciado en Psicología y profesor en la Academia de Infantería de Toledo. Es autor de Biografía del Sáhara español: entre la épica y la tragedia (Rialp). Desde 2012 es también académico correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo. Es autor de varios libros sobre la historia de Toledo.
España se establece en el Sahara Occidental en 1884 y permanecerá allí casi un siglo. La época de la colonización y de las grandes gestas se entrelaza aquí con la tragedia de vidas segadas y sueños rotos, tejiendo una de las historias más fascinantes y dramáticas del siglo XX. El autor ofrece una mirada casi definitiva a ese territorio inhóspito y majestuoso a través de sus protagonistas: militares profesionales y soldados de reemplazo; funcionarios, periodistas y políticos; trabajadores canarios y nativos saharauis. Sus testimonios ayudan a enmarcar los acontecimientos bélicos, políticos, jurídicos y administrativos que allí se produjeron con gran precisión documental y solvencia histórica.
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