Ha sido muy frecuente en los últimos años escuchar a representantes de partidos y grupos independentistas catalanes que hay un derecho a decidir de los ciudadanos sin límite alguno y al margen de la norma suprema de una democracia, la Constitución votada por los ciudadanos. Que la democracia o derecho a decidir sin límites es superior a la Constitución y el Estado de Derecho.

Estas afirmaciones han ido calando en una parte de la opinión pública catalana, próxima a partidos nacionalistas tradicionales y populistas de izquierda. Hasta famosos del deporte, la canción o espectáculos diversos, independentistas o no, se aferran con candidez del derecho a decidir repetido hasta la saciedad como verdad suprema.

Los ciudadanos al expresarse en un referéndum no dan legitimidad a todas sus decisiones sólo por ser su decisión mayoritaria. No todo se puede someter a la ciudadanía. Ni todo lo que se aprueba en un parlamento, incluso con grandes mayorías, es válido; se precisa, en caso de duda, un control por un tribunal de garantías.

El principio de la libre determinación no es superior al del respeto a la unidad nacional e integridad territorial de los Estados -ambos son principios de Derecho Internacional- ni aquel puede tener prioridad en sistemas democráticos, tal como confirman expresamente las dos normas de la ONU que regulan la libre determinación (en el párrafo 6º de la Resolución de la Asamblea General 1514 y en el último de la 2625; ambas normas obligatorias que España respeta).

Hay valores como los relativos a la dignidad y derechos fundamentales que no pueden quedar sometidos a una mayoría parlamentaria. Así, el referéndum húngaro para preguntar si el pueblo apoya que el Parlamento viole las normas de la UE era un acto cuyo resultado hubiera sido ilegal y expresión del ultranacionalismo que sacude Europa. ¿Se puede votar el exterminio de seres humanos o la tortura por un parlamento? Hitler lo hizo y toda su “solución final” se articuló en leyes minuciosas, nada escapó al derecho a decidir del parlamento alemán. ¿Se debería poner a votación en un parlamento o mediante referéndum instaurar la pena de muerte? ¿o la eliminación de los impuestos? ¿o la libertad religiosa?

Un precedente reciente. El Tribunal Constitucional de Polonia declaró inconstitucional una ley votada por amplia mayoría parlamentaria. El Gobierno y el parlamento polaco manifestaron su desacato al Tribunal constitucional y volvieron a desafiarle con una nueva ley que le modificaba composición y mayoría. Ante tal conflicto entre un gobierno y parlamento rebeldes a su Tribunal Constitucional fue llamada a examinar la situación la “Comisión de Venecia para la Democracia a través del Derecho”, órgano consultivo en materia constitucional creado en los años noventa por el Consejo de Europa -que reúne a los 47 Estados del continente-. Su función es asesorar y dictaminar sobre las más variadas situaciones y conflictos constitucionales.

El dictamen de la Comisión de Venecia es del 11 de marzo de 2016 (nº 833/2015) y declara sin ambigüedades, que “las normas europeas e internacionales requieren que la decisión del Tribunal Constitucional sea respetada”. Para la Comisión de Venecia la justicia constitucional es un elemento clave del sistema de frenos y contrapesos de una democracia constitucional. Y la legitimidad democrática de un tribunal constitucional es incuestionable, -tanto en Polonia como en España- en la medida en que sus magistrados son elegidos por mayorías especiales del parlamento y representan la soberanía popular. La Comisión de Venecia afirma -y advierte al rebelde gobierno y parlamento nacionales de Polonia- que en una democracia constitucional, la solución debe basarse en la Constitución, tal como la interprete el Tribunal Constitucional, que es el que tiene la competencia para ello, invitando al parlamento polaco a encontrar una solución que respete el estado de derecho mediante el cumplimiento de las sentencias del Tribunal Constitucional.

Es obvio que las sentencias de un tribunal constitucional son obligatorias en el derecho interno y deben ser acatadas por todos los órganos políticos. Para la Comisión de Venecia, que administra el patrimonio constitucional europeo, esa obligación es una norma europea e internacional esencial para la separación de poderes, la independencia de la justicia y el buen funcionamiento del Estado de Derecho. Incluso cuando hay una amplia y profunda reforma que aporta cambios esenciales, cuando hay un poderoso impulso político de reforma, tiene que mantenerse dentro de los límites o núcleos duros establecidos por la Constitución y corresponde al Tribunal constitucional determinar si se exceden estos límites.

En una democracia no hay, pues, un derecho ilimitado a decidir lo que quiera y como quiera la ciudadanía ni sus parlamentos nacionales o autonómicos. El Parlamento catalán se está arrogando una summa potestas y plenitudo potestatis propia de las monarquías del ancien régime, absoluta, sin límites. La propia Comisión de Venecia le recuerda al Parlamento y gobierno polaco que “el estado de derecho y el patrimonio constitucional europeo exigen el respeto y la aplicación efectiva de las decisiones de los tribunales constitucionales”.  Y advierte que si no se respeta a un tribunal constitucional no sólo el estado de derecho, sino la democracia y los derechos humanos, estarán en peligro. Está claro.

La democracia se asentó y triunfó en el siglo XX porque acepta límites; rechazó los regímenes absolutistas que no conocían frenos ni contrapesos. Las asambleas parlamentarias aceptan someterse a la constitución y a los núcleos duros de los valores y bienes públicos. Es un acervo universal; una asamblea elegida democráticamente tiene límites y unas competencias determinadas, máxime si es un parlamento autonómico,  y no un poder absoluto.

Todos los sistemas políticos democráticos impiden las decisiones que destruyen los valores y la unidad nacional de una sociedad. Un Estado debe reaccionar cuando se pretenden destruir los principios que dan vida a la democracia, fundada en el respeto a los derechos humanos y en el sometimiento de todos, todos, los poderes a la ley, incluidos los órganos políticos parlamentarios. Para garantizar el sistema democrático se alza el Estado de Derecho: el control de todos los poderes del Estado por el poder judicial o un tribunal de garantías constitucionales


Araceli Mangas Martín es catedrática de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid, y Académica de Número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.