Boicotear los productos catalanes como castigo al independentismo es tan ridículo como afirmar que todo el público del Santiago Bernabéu es facha. Es una cuestión de simplismo mental: hay quien acostumbra a avanzar por la vida con estrechez de miras, a quedarse con el todo y desdeñar los matices.

Uno puede tuitear que Girona es más europea que Almería sin sonrojarse. O sentenciar en una comida familiar que un votante de izquierdas no puede guardar en casa una bandera de España. Da igual el nivel educativo, la posición social o el tamaño de la cuenta corriente.

Tan descerebrada es la actitud de quien rechaza brindar con cava, como la afirmación de Duran i Lleida de que todos los andaluces se pasan el día “en el bar”. Los extremos acaban acercándose cuando se estiran tanto. Quienes expanden en Facebook el rechazo a lo catalán tienen mucho en común -más de lo que creen- con los que pregonan que “España ens roba”. Son lecturas demasiado obtusas de un presente demasiado convulso. Argumentos baratos para tertulianos de poca monta. Carnaza para discutir en la barra del bar.

Tan descerebrado es rechazar un brindis con cava, como afirmar que todos los andaluces se pasan el día "en el bar"

El problema es que las máximas simples a veces tienen consecuencias complicadas. Ya hay ejemplos. En los días posteriores al referéndum del 1-O, CaixaBank y Sabadell sufrieron una tremenda salida de depósitos. Buena parte del ahorro huía por la exposición de los dos bancos a la crisis soberanista (por eso trasladaron sus sedes). Pero una porción, pequeña pero simbólica, se marchó por puro anti catalanismo. Las órdenes de transferencias olían a naftalina, con “vivas” -literales- a la Guardia Civil en el encabezamiento.

Decir “yo no compro productos catalanes” hace daño de verdad. Sobre todo en la era Twitter. El efecto multiplicador de las redes puede transformar lo viral en virus. Y así es como la cólera de unos cuantos salpica a cientos de empresarios, grandes, medianos y, sobre todo, pequeños. De dentro y de fuera de Cataluña.

Decir “yo no compro productos catalanes” hace daño de verdad: el efecto multiplicador de las redes puede transformar lo viral en virus

Vetar el cava en lista de la compra afecta a gigantes como Freixenet, pero también al payés que cosecha las uvas, a la fábrica valenciana que elabora vidrios o a la pyme malagueña que hace corchos. La interconexión de las economías regionales lleva a la lamentable paradoja de que un ganadero murciano puede acabar castigado por el boicot a un embutido catalán.

Pocas regiones han alumbrado tantas marcas emblemáticas como Cataluña. Que rebusquen en su memoria, por ejemplo, quienes se criaron en los 70 y los 80. ¿De dónde salía la Nocilla? De la factoría de Starlux en Montmeló. ¿Dónde se inventó el Cola Cao? En un local del barrio de Gracia. ¿Dónde se empaquetaban el Tente y el Exin Castillos? En la fábrica de Exin de Barcelona. ¿Dónde se elaboraban los chicles Bang Bang y los caramelos Chimos? En las instalaciones de Joyco en Alcarrás. ¿Dónde se ensamblaban los Airgamboys? En una nave de L'Hospitalet de Llobregat.

La lista es interminable y crece si se echa la vista atrás en el tiempo: las primeras motos Derby, los Drácula de Frigo, los batidos de Cacaolat, los caldos Gallina Blanca, los Chupa Chups, la botella inimitable de Anís del Mono...

Todos tienen un sitio en el imaginario colectivo español, amplio y abierto como el lineal de un supermercado. Demasiados productos, y demasiado buenos, como para decidir someterlos a un boicot sin darle antes una pensada.