Jägermeister y Anís del Mono tienen en común más de lo que pueda imaginar cualquier cazador de curiosidades. Comparten una botella emblemática: la alemana es verde y recia, poco menos que irrompible; y la española imita la de un perfume y se usa –literalmente- para instrumentar villancicos y chirigotas. Sus etiquetas podrían estar diseñadas por un mismo ilustrador pasado de absenta, y no es una exageración: una luce un ciervo con la cruz y la corona de San Huberto en la cornamenta; la otra, que contiene una falta de ortografía que ha sobrevivido a los tiempos (destillación), muestra un mono con la cara de Darwin, que sujeta una botella y un pergamino. El origen de las dos marcas se remonta a la misma década, la de 1870. Y tanto una como la otra trazan mensajes en clave: “Es el mejor. La ciencia lo dijo y yo no miento”, dice el papel del simio; mientras que la etiqueta del venado está rodeada por un poema de Oskar von Rieshethal sobre el honor de los cazadores. Dos detalles más: su trago es dulzón y tienen exactamente 35% de alcohol.
Los paralelismos no dan para montarse una tesis sobre fenómenos extraños, pero sí para preguntarse por qué dos productos con características tan similares han seguido rumbos diametralmente opuestos en el mercado. Anís del Mono fue, y sigue siendo, un licor de consumo minoritario, acotado a la barra española, predestinado a ocupar un lugar cómodo en churrerías de barrio y bares de gente mayor. Sin embargo, Jägermeister se vende en 108 países y sus chupitos forman parte de la noche: se bebe por igual en garitos de medio pelo, en clubes de moda y en macrodiscotecas de polígono; no sólo eso, la marca patrocina giras y circuitos musicales, y el ciervo, con su cruz y su cornamenta, preside escenarios de festivales veraniegos, donde miles de jóvenes bailan desde rock hasta tecno.
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La clave, como no, está en el envidiable uso del marketing que han hecho los sucesores del tipo que se inventó el Jägermeister. Su origen hay que buscarlo en Wolfenbüttel (Baja Sajonia), en la insulsa fábrica de vinagre que fundó Wilhem Mast en 1878. Su hijo Curt se hizo años más tarde con las riendas del negocio. Experimentó con líquidos más glamurosos que el vinagre y en la década de los 30, con la guerra asomando las orejas en Alemania, definió el sabor del Jägermeister. La empresa asegura que aquel sajón espabilado mezcló 56 hierbas con flores, raíces y frutas, para crear el licor del ciervo. Leyenda o realidad, lo cierto es que la alcohólica pócima gusta, porque se venden casi 90 millones de botellas al año en todo el mundo. Pero se consume tanto, sobre todo, porque está al alcance, muy cerca, delante de las narices, de millones de usuarios.
Demostrada la eficacia de la receta básica, los sucesores de Curt Mast estrujaron sus neuronas en busca de otras fórmulas, las que logran agigantar las cifras de venta. Jägermeister había nacido como una bebida de cazadores, de gente de campo, fundamentalmente mayor y tradicional. Para ampliar el target, la empresa invirtió muchos marcos en reposicionar la marca. Querían ligarla a los jóvenes, a la música y a la noche.
En 1986, Jägermeister empezó a enviar a las zonas de ocio nocturno grupos de azafatas que ofrecían chupitos gratis. Siete años después, incentivó la instalación en los locales de pequeños dispensadores. Tenían –y tienen- un grifito que emana el licor a la temperatura que la empresa considera adecuada para su degustación. Toda una paradoja, tratándose de una bebida alcohólica que habitualmente se bebe de un solo trago o combinada con refrescos, sobre todo Red Bull, que hermana con Jägermeister por el sabor y porque es otro ejemplo magistral de marketing.
El usuario no tiene que buscar la imagen del ciervo en los bares; más bien es el ciervo el que lo observa a él, desde el dispensador exclusivo, desde un lugar privilegiado de la barra, desde el telón de fondo de un escenario. La estrategia de Jäger dificulta la visibilidad -o sea, el posicionamiento- de sus rivales. A Anís del Mono no le afecta, porque compite en otro segmento: el de las repisas de los bares de día. Sus inicios son singulares y, comparados con la fábrica de vinagre, tienen mucho más glamour. A 1.600 kilómetros de Wolfenbüttel, en 1870, Vicente Bosch construyó una destilería decorada con excelso gusto. Tanto es así, que hoy día se mantiene intacta, para exhibir a los visitantes su delicias modernistas. Bosch también era un adelantado a su tiempo en las lides del marketing. A finales de siglo XIX, promovió un concurso de carteles sobre la marca. Años después, instaló el primer cartel luminoso de la Puerta del Sol de Madrid. Todo un pelotazo desde el punto de vista de la imagen. Anís del Mono se hizo tan famoso que hasta Picasso y Juan Gris le dedicaron sendos cuadros.
El anís de Badalona fue perdiendo fuelle a medida que España se abría al mundo y dejaba entrar nuevas marcas que enganchaban en Europa. Hubo algún momento de gloria pasajera, como cuando la botella adiamantada viajó hasta Hollywood en 1997, para aparecer en una escena de Donnie Brasco, protagonizada por Al Pacino y Johnny Depp. Para entonces, llevaba un par de décadas bajo el mando de Osborne, que la compró en 1974. Desde entonces, es una marca más en la amplia gama de productos del grupo andaluz. A la sombra del logotipo del toro, seguramente el más conocido de toda España, es muy difícil brillar con luz propia.
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