Para qué engañarnos: cuando España iba bien, en los años del boom, tener una bodega molaba tanto como aparcar un Ferrari a las puertas de un restaurante de moda. Y no una bodega cualquiera, sino una de diseño, donde edificios emblemáticos convivieran con cepas centenarias clavadas en suelos pobres. La de Bocalobos exhibía un look de papiroflexia de ladrillo blanco, como un Taj Majal rectangular disonante sobre la llanura manchega. Se asomaba a las estribaciones de los Montes de Toledo con tal gallardía, que los invitados flipaban mientras libaban vino en copas de cristal fino.
La había puesto en marcha en 2003 un variopinto plantel de rostros conocidos, cuyo oficio distaba años luz de lo agrícola, aunque sí les ataba a otro tipo de campo: el de fútbol. Tras el proyecto de la bodega Bocalobos estaba la Quinta del Buitre, una de las generaciones de futbolistas más brillantes del Real Madrid. Manolo Sanchís, Michel, Emilio Butragueño y Rafael Martín Vázquez formaron una extraña comandita para desarrollar viñedos, a la que se unieron otros ex madridistas –como Aitor Karanka o el pívot Antonio Martín- y hasta un cantante: Miguel Bosé.
El 25 de agosto de 2003, a punto de comenzar la vendimia en las fincas vecinas, Manolo Sanchís asumió el mando e inscribió la empresa en el Registro Mercantil, con un capital de 300.500 euros y el objeto social de promover la “plantación, cultivo y explotación de vinos”. Ficharon a un enólogo de lujo, Ignacio de Miguel; un reconocido profesional acostumbrado –él sí- a caminar por majuelos y a elaborar caldos de nivel en la zona (Vallegarcía, Dehesa del Carrizal o Martúe llevaban su impronta). La Quinta del Buitre y sus asociados tenían dinero, contactos y fama. Casi todos los vientos apuntaban en la dirección del éxito. Salvo dos factores que les condenarían al fracaso estrepitoso: no tenían experiencia en un negocio extremadamente complejo y competitivo, y jugaban con el tiempo en contra. Porque entonces, aunque no se palpara, la crisis económica se estaba cociendo, a partir de la exposición desorbitada de la banca al sector inmobiliario.
En los primeros 2000, cuando el dinero fluía en abundancia, montar una bodega se puso de moda. Era un foco de inversión atrayente para constructores, deportistas, músicos y famosos de distinto pelaje. Empresarios del ladrillo como Fernando Martín o cantautores como Joan Manuel Serrat promovieron bodegas, con fondos propios o ajenos, porque había crédito a mansalva.
La de la Quinta del Buitre arrancó por todo lo alto. “La disposición del espacio y los materiales seleccionados permiten un armonioso equilibrio entre funcionalidad del trabajo en bodega y el buen desarrollo de las vistas, lo que le convierte en el enclave perfecto para la celebración de todo tipo de eventos, por el mágico diseño de sus salones y la singularidad del entorno”, presumía su página web. La inversión inicial pronto reclamó combustible. Porque la generación de caja estaba lejos de las expectativas generadas. Porque el negocio de las viñas era una jungla con demasiados predadores.
Entre 2004 y 2007, hicieron cuatro ampliaciones de capital, en las que se suscribieron cerca de cuatro millones de euros. Y entonces llegó la crisis. A la sociedad capitaneada por Sanchís le cogió en pésimo estado de forma: muy endeudada y con un vino que no acababa de cuajar comercialmente. El consumo de vino -y de casi todo en España- empezó en caer en picado, en un tsunami que se llevaría por delante miles de empresas y millones de empleos. Las cuentas de 2008 arrojaban 223.000 euros de pérdidas y una deuda de 2,3 millones, según la base de datos de Insight View. La empresa se precipitó en caída libre hasta que el 22 de noviembre de 2012, el Juzgado nº 4 de lo Mercantil de Ciudad Real abrió el procedimiento concursal. Los administradores judiciales tomaron el control y emprendieron la tremenda odisea de eludir la quiebra. La mayoría de los socios fueron saltando del barco, salvo Manolo Sanchís, quizá el único que se había embarcado en el proyecto vitícola con sincera pasión.
Casalobos aún pugna por la supervivencia, con la esperanza del fin de la crisis, de la que han salido más o menos indemnes rivales de la misma talla (bodegas afianzadas que se centraron en el nicho de los vinos de alta calidad) y los gigantes del sector: los viejos del lugar, quienes llevaban décadas macerando caldos y tomaron, en un determinado momento, la decisión que les blindó frente a los baches del mercado nacional: la internacionalización. Son ejemplos de éxito Osborne, García Carrión, Félix Solís o Codorniú. Y por supuesto, Freixenet, cuyo presidente, José Luis Bonet lleva dos años al frente de la Cámara de Comercio de España; una plataforma vital para que viticultores pequeños y medianos diversifiquen riesgos, abriéndose a otros mercados con enorme potencial, como el asiático.
Freixenet lleva haciéndolo casi desde que nació, hace más de un siglo. El embrión de la multinacional es una bodega levantada en 1861 en Sant Sadurní d'Anoia por Francesc Sala Ferrer. La empresa catalana cruzo la frontera del siglo con paso firme y en 1914 empezaron a fabricar cava. Le llamarían Freixenet en honor a una de las fincas más antiguas de la familia en el Alto Penedés, La Freixeneta.
La empresa fue pionera al fabricar un vino espumoso natural de calidad, a imagen y semejanza de los que triunfaban en la Champaña francesa. En 1935 ya estaba exportando a Estados Unidos, primera pieza de un gigantesco puzzle empresarial que hoy alcanza a 140 países de tres continentes. Freixenet encontró su nicho de mercado con su espumoso y lo fue ampliando hasta coparlo con su marca estrella, Carta Nevada. En 1941 desembarcó en los lineales de las tiendas y en las neveras de hoteles y restaurantes.
Freixenet reforzó la marca con costosas campañas de publicidad. Pero logró amarrar con fuerza la imagen de Carta Nevada a la memoria colectiva de los españoles. Porque sus estrategas de marketing la ligaron a la Navidad, al encuentro, a la fiesta y a la celebración; o sea, a la felicidad. El éxito en el posicionamiento en estas fechas sólo es equiparable al que lograron marcas de turrón como Suchard o El Almendro. Por los anuncios de Freixenet Carta Nevada irían desfilando estrellas como Liza Minelli, Shirley MacLaine, Raquel Welch o el mismísimo Gene Kelly, que acabó cantando en TVE bajo una lluvia de burbujas, doradas para el televidente, de oro para los dueños de Freixenet.
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