Había manejado aviones de guerra que rugían en la Segunda Guerra Mundial. Había volado con mastodontes de carga por los cielos de Indochina. Pero ninguna de las múltiples aeronaves que había pilotado en sus 48 años de vida era equiparable al Concorde. André Turcat lo comprobó el domingo 2 de enero de 1969. No era la primera vez que entraba en la cabina. Llevaba meses familiarizándose con el avión más avanzado de la época, desde que sus promotores (Aérospatiale y British Aircraft Corporation), le contrataron como piloto de pruebas. Se afanó en la tarea hasta alcanzar una especie de simbiosis con el avión, pero siempre en tierra firme.

El día del estreno acudió a la base de Toulouse con la emoción y la inquietud de quien está a punto de hacer historia. Y la hizo. Aquel día voló tres cuartos de hora con el Concorde. Pocos meses después, en otro vuelo de prueba, pulverizó con él la velocidad del sonido. Era la primera vez que lo lograba un avión comercial. No sería la última, porque la historia le tenía reservados muchos vuelos… pero sólo 27 años de vida.

En los años 60, la conquista de los cielos se había convertido en un asunto de estado para las pocas grandes potencias que marcaban la época. Desarrollar los mejores aviones era tan vital como diseñar los mejores cohetes y, por supuesto, las mejores armas. Por eso Estados Unidos, Rusia y Europa tiraron de ingenieros cum laude para superar el reto: ya había aparatos supersónicos pero ninguno con el tamaño suficiente para explotarlo comercialmente con pasajeros. La americana Boeing puso en marcha un proyecto denominado 2707. El de los rusos se llamó Tupolev Tu-144. Sin embargo, ninguno de los dos nació con tanta ambición como el que engendraron Francia y Reino Unido. Si la estadounidense Pan Am dominaba entonces los cielos, Europa debía liderar el inicio de una nueva época, la de los vuelos supersónicos.

Antiguo avión Concorde de Air France.

Antiguo avión Concorde de Air France.

Y así fue. Fuertemente subvencionadas por sus respectivos gobiernos, British Airways y Air France realizaron los primeros pedidos del Concorde. Por eso, las dos fueron protagonistas del doble estreno. El 21 de enero de 1976, dos aviones idénticos, prodigios de la tecnología y el diseño, inauguraron las rutas Londres-Baréin y París-Río de Janeiro. Habría muchas más. Nueva York, Singapur, Caracas y otras grandes capitales verían aterrizar durante años el Concorde. Y a escucharlo. Porque el avión supersónico hacía mucho ruido. Ese fue uno de sus dos mayores hándicap. El otro era la factura inmensa del combustible. Su estruendo limitaba sus posibilidades. No podía volar por los mismos sitios que sus rivales, menos ruidosos y, sobre todo, más baratos de mantener.

El Concorde podía despegar de París y aterrizar en Nueva York apenas tres horas y media más tarde, menos de la mitad que cualquiera de sus competidores. Sin embargo, la relación se invertía en su contra en dos aspectos fundamentales para la viabilidad de cualquier ruta aérea. Para traspasar la velocidad del sonido, el Concorde tenía que restringir el peso. Y aún así, tragaba queroseno en cantidades industriales cada vez que echaba a volar. El elevado consumo, a la vez, restringía la autonomía del avión y restringía sus posibilidades para competir en trayectos más largos. Cabían menos de 150 pasajeros, que debían pagar tarifas desorbitadas por el privilegio de viajar a más rápido que el sonido.

Interior de un avión Concorde.

Interior de un avión Concorde.

El Concorde se convirtió en una sangría para las aerolíneas. La señal que activó la decisión del cierre fue desgraciada. Llegó en forma de accidente. El 25 de julio de 2000 el avión que cubría la ruta París-Nueva York se estrelló poco después de despegar del aeropuerto Charles de Gaulle. Murieron sus 100 pasajeros y sus nueve tripulantes. Hubo otras cuatro víctimas en tierra. El accidente dio la puntilla al Concorde, que acabó echando el cierre el 24 de octubre de 2003. Se convirtió en pieza de museo, mientras el resto de compañías seguían vivas, batiéndose por los cielos con aviones más pesados… pero más rentables.

El tamaño ganó la batalla a la velocidad. Quien primero lo vio claro fue Boeing, que aparcó pronto su proyecto de aparato supersónico. Concentró sus esfuerzos en desarrollar un gran avión y en 1970 lanzó el 747, apodado Jumbo. Estaba llamado a convertirse en uno de los aviones más famosos de la historia. Por su diseño, por su éxito comercial y por su longevidad. Tenía cuatro motores y una cabina de dos plantas. Tenía capacidad para acoger a 467 pasajeros y autonomía suficiente para recorrer 8.000 millas. Con el Jumbo se podía volar de Nueva York a Hong Kong o de Londres a Singapur a un precio razonable. Tardaba mucho más que el Concorde pero costaba mucho menos.

Un Boeing 747 en pleno vuelo.

Un Boeing 747 en pleno vuelo.

La mayor tardanza compensaba con creces al cliente por el ahorro. También a las aerolíneas, que ganaban más por el mayor volumen de pasajeros y el gasto inferior en combustible, en comparación con la alternativa supersónica. En el competitivo mundo del transporte aéreo, era muy duro obtener rentabilidad. El futuro no estaba en la rapidez, sino en otros parámetros, como el volumen de pasajeros y la contención de los gastos.

Por eso, Airbus acabó siguiendo los pasos de Boeing, alumbrando el mayor avión de todos los tiempos. El 19 de enero de 2005, Jaques Chirac, Gerhard Schröder, Tony Blair y José Luis Rodríguez Zapatero apadrinaron la presentación del A380. La pugna por los cielos seguía siendo un asunto de Estado, de ahí que se dejaran ver en Toulouse los cuatro jefes de Estado de los países participantes del proyecto. No se escatimaron frases rimbombantes. “Cuando Europa une sus fuerzas, no tiene límites”, dijo Zapatero.

Cuando el A380 debutó comercialmente, el 25 de octubre de 2007, Boeing llevaba construidos más de 1.300 Jumbos. Airbus llegó tarde a la carrera, pero llegó. Y a lo grande, literalmente. Porque el A380 superaba al 747 en muchos sentidos. Tenía capacidad para sentar a 525 pasajeros en dos plantas, que se extendían por todo lo largo y ancho del aparato. También lo superaba en precio: el avión europeo rondaba los 375 millones, mientras que el americano costaba menos de 320.

El súper avión de Airbus generó dudas entre los inversores. Pero las cifras pronto empezaron a insuflar ánimos al consorcio europeo. Tras el primer encargo de Singapore Airlines, llegó un segundo de Emirates. Luego otro de Qantas. Así hasta sumar 13 clientes. Hoy suma más de 200 entregas, con la vista puesta en China. El mercado asiático es hoy un objeto de deseo para los fabricantes; el que mejor puede satisfacer las ambiciones de quienes optaron por buscar la rentabilidad en el tamaño y no en la velocidad.