Cuando hace unos días me solicitaron escribir un artículo referido a la conmemoración de la primera llegada del ser humano a la Luna acepté de inmediato, como habitualmente hago sobre temas que me apasionan, aún a sabiendas de que en estos 50 años ya casi todo se ha escrito sobre el tema. Dándole vueltas a la cabeza en mis cortas vacaciones en el mar Mediterráneo y observando y disfrutando del vuelo de diferentes aves marinas se me ocurrió un enfoque un poco diferente y que quizá pudiera aportar algo nuevo.

Todos debemos saber que la Luna no tiene atmósfera; es decir allí no hay aire de ningún tipo. Por tanto, no hay sonido, esas ondas longitudinales que necesitan un medio material para propagarse, como por ejemplo el aire. Y tampoco ningún ave podría volar ni sobrevolar la superficie lunar. Según la Real Academia de la Lengua (RAE), volar es literalmente “ir o moverse por el aire, sosteniéndose con las alas”. Resulta por tanto paradójico que el modulo lunar que alunizó con dos tripulantes a bordo el 20 de julio de 1969 fuera bautizado con el nombre de Eagle (águila en castellano) quizá más movido por el espíritu imperial del porte de este bello animal que por tener la nave la capacidad de volar con tal majestuosidad.

Las naves espaciales no vuelan, sino que deforman el espacio-tiempo a lo largo de sus trayectorias

Resulta también curioso que, a veces, hablemos con ligereza de vuelos espaciales cuando la realidad es que las naves que surcan el espacio más allá de la atmósfera terrestre, incluida la Estación Espacial Internacional, no vuelan, se mueven, se desplazan o, si queremos ser más técnicos en términos de la Teoría de la Relatividad, deforman el espacio-tiempo a lo largo de sus trayectorias.

Este preámbulo formal nos puede servir como excusa argumental que nos permite profundizar en los motivos que impulsaron la aventura lunar en los años 60 y 70 del siglo pasado. La lucha política entre las dos grandes potencias mundiales de la época alumbró una carrera tecnológica sin precedentes que culminó con el aparente triunfo de una de las dos partes, al menos en cuanto a ser la primera en llegar hasta allí y poner los pies humanos sobre su superficie con, como sabemos, no pocas complicaciones.

Necesitamos colaboración entre agencias espaciales

En los últimos días hemos escuchado la promesa del actual Presidente estadounidense de llegar a Marte en los próximos años. Esperemos que no se trate de nuevo de un esfuerzo individual y aislado en este mundo global en el que hoy día vivimos. La mayor parte de logros espaciales y científicos en general en la actualidad hacen imprescindible un esfuerzo colaborativo entre los investigadores y técnicos de diferentes nacionalidades y de las distintas agencias espaciales que nos están permitiendo conseguir los objetivos que marcan día a día, sin duda, el devenir de nuestro conocimiento del Universo, un Universo sin fronteras ni políticas, ni físicas.

No una, sino muchas águilas deberán desplegar sus imponentes alas, esta vez sí para superar las barreras físicas de nuestro planeta, por cierto en continuo deterioro climático y medioambiental y que debemos imperiosamente conservar, e ir así descifrando y completando el complejo rompecabezas con el que continuamente nos desafía el Cosmos. Aunque también paradójicamente las águilas no suelen volar en bandadas, sino que las encontramos surcando el aire una a una.

Telmo Fernández Castro es Doctor en Astrofísica y Director del Planetario de Madrid