Alrededor de la medianoche del 16 al 17 julio de 1918, el médico de los Romanov, Eugene Botkin, recibió la orden de despertar a la familia imperial, hacer que que se vistieran y se prepararan para partir a otro destino. Desde hacia meses el zar Nicolás II y su familia --la zarina Alexandra Feodorovna y sus cinco hijos-- estaban recluidos en una casa de Ekaterimburgo, la Casa Ipatiev, rodeada por un alto muro de cuatro metros de altura que impedían que se viesen desde fuera. Pero no se movieron del lugar: los Romanov fueron llevados a un pequeño semisótano, de apenas 6 por 5 metros de largura. Unos centinelas les informaron que de debían esperar allí hasta la llegada de un camión que los trasladaría.
El camión no llegó. En su lugar apareció un escuadrón de fusilamiento de la policía secreta. Uno de ellos, un tal Yurovski, leyó en voz alta: "Nikolái Aleksándrovich, en vista de que sus parientes continúan atacando a la Rusia Soviética, el Comité Ejecutivo de los Urales ha decidido ejecutarle". El zar, sin dar crédito, tan sólo logró balbucear: "¿Qué?". Pero no le dio tiempo ha decir nada más: los soldados tomaron las armas y sólo se escuchó el estruendo de los disparos. Primero dispararon al zar en el estómago, luego al zarevich (príncipe heredero), Alekséi. A partir de ahí abrieron fuego a discreción. Al cabo de unos minutos la habitación estaba llena de humo y no se podía ver nada. El ruido había sido tan fuerte que se había oído en los hogares de todo el barrio, lo que había despertado de golpe a los vecinos.
El asesinato del zar Nicolás II y su familia se convirtió en uno de los más famosos de la historia, pero sería un error pensar que fue el único de Rusia. Si algo ha caracterizado a la historia de los Romanov y, luego, de la Unión Soviética, fue el uso del asesinato como arma política.
Ya a mediados del siglo XVIII, Ivan VI fue asesinado. Subió al trono siendo tan sólo un bebé de dos meses de edad después de la muerte de la emperatriz Ana Ionovna. Vivió una época de continuas intrigas palaciegas, de complots prácticamente diarios para derrocar a zares y zarinas y poner a líderes afines a la aristocracia. Ivan no tenía conciencia de lo que se tramaba a su alrededor: tenía tan sólo cuatro meses cuando fue apartado del trono y encarcelado en castillos remotos. Algunos intentaron liberarlo, pero todos fallaron. Finalmente, los propios guardias que lo custodiaban se encargaron de darle muerte. Tenía tan sólo 23 años.
Padre e hijo asesinados
Pedro III tampoco era muy mayor cuando perdió la vida: 34 años. El marido de Catalina la Grande, un tipo anodino y errático, sólo duró seis meses en el trono tras la muerte de su madre, la emperatriz Anna Petrovna. Su mujer, con la que se llevaba francamente mal, maquinó para apartarlo de la corona imperial y convenció a unos cuantos guardias de palacio para apresar al zar y llevarlo a Ropsha, a las afueras de San Petersburgo. Un amante de Catalina, Alexy Orlov, se encargó de comandar la operación y se dice que un hermano de éste se ocupó de rematar la faena. Una semana después se ser encarcelado, Pedro fue asesinado. Oficialmente se dijo que había sido a causa de un cólico nefrítico, pero nadie se lo creyó.
El hijo de Pedro III y de Catalina, Pablo I, debió quedar (comprensiblemente) traumatizado con el asesinato de su padre y siempre fue un obseso de su seguridad personal. En cuanto llegó al trono se hizo construir un castillo propio, una verdadera fortaleza en medio de San Pertersburgo. Pero ni quisiera esta medida evitó su triste destino y él también fue asesinado a la edad de 46 años. Pablo odiaba a su madre y, cuando se convirtió en zar, intentó revertir muchas de las políticas que había impulsado su progenitora. Pero se topó con un grave obstáculo: Catalina había dado mucho poder a la aristocracia y él intentó arrebatárselo, por lo que los nobles se rebelaron. Enseguida organizaron un golpe de estado. El 12 de marzo de 1801, guardias de palacio entraron a su habitación, lo golpearon hasta que quedó inconsciente y lo ahogaron con un pañuelo.
Enfrentarse a los nobles también le costó a Alejandro II su vida. El zar, que vivió en pleno siglo XIX, impulsó en 1861 una medida radical: eliminó a los siervos y concedió la libertad a millones de campesinos. Pero la medida no fue tan beneficiosa como podría parecer en un principio: aunque jurídicamente libres, los siervos seguían teniendo que trabajar en condiciones infrahumanas, lo que provocó un importante cabreo. Alejandro fue objeto de múltiples intentos de asesinato, pero el 1 de marzo de 1881, unos revolucionarios polacos consiguieron su objetivo: hicieron explotar una bomba al paso del carruaje imperial y, cuando el emperador, que estaba ileso, salió del carromato, lanzaron una segunda bomba.
El Departamento 13
Cuando los zares fueron derrocados y se instauró la Unión Soviética, los asesinatos continuaron. Sin ir más lejos, el bolchevique Leon Trostky fue expulsado de la URSS y luego asesinado en la ciudad de México en 1949. Un agente comunista español, Ramon Mercader, lo mató con un piolet. Franz Josip Tito, líder de Yugoslavia, un déspota que no quiso alinearse con Stalin, sufrió literalmente más de 20 intentos de asesinato. Una de las veces, los espías soviéticos lo intentaron matar rociándolo con un espray de plaga bubónica. Tito llegó a estar tan harto que llegó a enviar una carta a Moscú donde se podía leer: "Para de enviar gente para matarme.... Si no paras de enviarme asesinos, seré yo quien envíe uno a Moscú, y esta vez no tendré que enviar a un segundo".
Por lo que ahora sabemos, los soviéticos incluso tenían unidades especiales para asesinar: en 1936 se creó el Directorio de Tareas Especiales y, más tarde, se substituyó por el Departamento 13 dentro de la KGB, una unidad con 60 efectivos en Moscú que se encargaba de identificar y eliminar a personas contrarias al régimen soviético. Algunos asesinatos fueron bastante notables, como el del agente de seguridad Ignace Reiss en 1937 y el de Walter Krivisky, en 1941. Ése último fue supuestamente un suicidio. En 1961, uno de los asesinos profesionales de la KGB, Bogdan Stashinskiy desertó a Occidente y explicó que había cometido dos de esos asesinatos. Uno fue del escritor ucraniano Lev Rebet, superviviente de los campos de concentración nazis y anticomunista furibundo, que vivía en Munich. Lo mató con una pistola que desprendía vapores venenosos. Oficialmente se defendió durante años que su muerte había sido "por causas naturales".
En 1978, un señor de mediana edad, no muy alto y canoso, esperaba en una parada de autobús en Londres. Se llamaba Gregory Markov y era un desertor búlgaro. Un hombre se le acercó sin despertar la más mínima sospecha y, en un gesto aparentemente inocente, le dio un pequeño golpe con el paraguas en una pierna. A Markov le dolió un poco, pero no pensó que fuera nada raro. A los cuatro días estaba muerto: le habían inyectado 0,2 miligramos de un potente veneno de ricino.
Uno de los intentos de asesinato más surrealistas fue el que tuvo como objetivo al mismísimo actor estadounidense John Wayne. Sus denuncias del totalitarismo soviético no sentaron bien a Stalin y éste ordenó presuntamente su muerte. Afortunadamente, el FBI logró detener los planes a tiempo.
Los asesinatos han llegado hasta nuestros días. En el 2006, Alexander Litvinenko, un antiguo agente de la KGB que desertó a Londres, fue envenenado con polonio radiactivo (se lo pusieron en la taza de té). Fue una de las últimas víctimas de una historia muy larga.
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