Los muros de Lukiškės aún guardan el recuerdo de delincuentes y presos políticos. Sus mensajes y la cuenta de los días que restaban para el final de su cautiverio se hallan tallados en el cemento. Todo resulta terriblemente real. La prisión de Lukiškės, en el centro de Vilna, la capital de Lituania, sirvió como presidio durante 118 años. Los últimos reclusos abandonaron sus celdas hace tan solo tres.

“Esta prisión es enorme. Se llama Lukiškės. Fue cerrada en 2019. Así que hace tres años todavía teníamos una prisión de máxima seguridad en pleno centro de Vilna. Los asesinos en serie, los líderes de bandas, los violadores, todo el mundo condenado a cadena perpetua estaba aquí dentro”, comenta el cicerone a las puertas del complejo penitenciario. A última hora de la tarde, con la nieve cayendo sobre la ciudad, las moles de ladrillo que componen el recinto proyectan un aire fantasmal. “Así que algunas de las cosas que les cuente pueden resultarles chocantes”, advierte el guía.

Construida en el centro de la urbe, la de Lukiškės fue una cárcel moderna cuando abrió sus puertas en 1904. Lo era al menos en comparación con los monasterios que hasta entonces servían como penales. Las instalaciones sobrevivieron a todas las vicisitudes del país: desde dos guerras mundiales hasta la ocupación soviética. Y al cambio de siglo. “Se puede decir que esta prisión es el Alcatraz de Lituania. Es tan famosa que todo el mundo quería entrar y echar un vistazo al misterio que había detrás de las puertas, porque una prisión es un lugar muy misterioso en el que hay puertas y no tienes ni idea de lo que está pasando detrás”, comenta uno de los guardianes del complejo.

“Todo los edificios que se ven alrededor fueron construidos para este propósito. Se levantó incluso una iglesia ortodoxa así como una capilla católica y una sinagoga, lo que refleja cómo de diverso era esto hace un siglo”, evoca el responsable de la visita. Entre sus “ilustres” moradores recientes, figura, el autor de un crimen que conmocionó Francia: el asesinato en un hotel de Vilna de la actriz Marie Trintignant a manos de su pareja, el cantante de rock Bertrand Cantat.

La única celda decorada como lucía hasta hace apenas tres años. En la segunda imagen, la luz naranja que se usaba durante la noche. / F. CARRIÓN

Desde su clausura, el páramo alberga visitas guiadas; una pista de hielo durante el invierno; y conciertos al aire libre en época estival. Un bar se ha instalado en uno de los corredores de la prisión, que han servido además para rodajes como el de un pasaje de Stranger Things o un anuncio de Gucci. “Es un lugar bastante fotogénico. Más de una veintena de películas y series se han rodado aquí en los últimos tres años”.

En algunas de las visitas son los propios ex reclusos los que relatan la prisión a través de sus experiencias. “Algunos están terminando de cumplir condena y nadie está dispuesto a contratarlos. Así que intentamos darles la oportunidad de volver a integrarse en la vida, que resulta muy difícil para todos ellos”, apunta el cicerone. A partir de sus relatos, se reconstruye la tétrica atmósfera de las celdas. “El olor debía ser horrible. Se les permitía fumar dentro legalmente. Solo les permitía ducharse una vez por semana. En las paredes hay pequeños calendarios. Están por todas partes. Todos querían salir de aquí”.

Esta prisión tiene una atmósfera especial para la creación

Victor Paukstelis, pintor

Atelier y centro cultural

En una de las alas del complejo, el artista local Victor Paukstelis ha establecido su atelier. “Esta prisión tiene una atmósfera especial para la creación”, reconoce el pintor, formado en París. “El mío no es un arte, digamos, positivo o alegre. Para mí éste es un buen lugar para estar”, arguye. Sobre las paredes de la celda, entre un caos de utensilios, libros y restos de botellas y vasos esparcidos sobre el suelo, descansan algunas de sus últimas obras, dominadas por el blanco y negro y unos trazos que denotan rabia. “Soy un pintor solitario porque se trata siempre de luchar contra uno mismo”, desliza.

Frente a algunos de sus lienzos ya concluidos, de grandes dimensiones, Paukstelis habla de la oscuridad del siglo XX. La misma que acogió la prisión de Lukiškės, cuando bajo ocupación nazi fue un centro de reclusión de residentes judíos de la ciudad, la estación intermedia antes de ser enviados a Paneriai, el lugar escogido para las ejecuciones. “Este siglo no es más luminoso”, reflexiona.

Más allá de Victor y algún otro artista que ha elegido sus pasillos y de una zona expositiva, la prisión sólo alberga “un recluso”, como se jacta el guía. “Es el único preso en todo el complejo”, comenta mientras deambula por la sección de celdas en la que se encuentra, sumida en las tinieblas. Cuando finalmente la luz inunda una de las celdas, la figura de Vladimir Putin emerge inerte, mirando hacia las rejas. Paradojas del destino, la prisión de Lukiškės fue un capricho del último zar. “Fue construida como una especie de orgullo del Imperio Ruso. Fue muy cara, alrededor de los 1,5 millones de rublos. Una fortuna en aquel entonces. Y a veces las delegaciones extranjeras venían a echarle un ojo”, concluye.