El conflicto colombiano cumplió 52 años de existencia, tiempo marcado desde la fundación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) como guerrilla marxista leninista en el año de 1964. Esta confrontación fue la prolongación de otra conocida como la violencia entre liberales y conservadores. Desde entonces, los gobiernos han intentado resolver el conflicto armado ofreciendo amnistías y acuerdos de paz, y a su vez, ejerciendo todo el poder ofensivo que les ha permitido el uso de la fuerza pública. En todos estos años, podría documentarse desde el año de 1978, se ha intentado, de distintas formas, negociar con las FARC-EP.

Hoy lunes 26 de septiembre se firma un acuerdo para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. No me cabe duda de que es el mejor acuerdo posible, entre otras cosas porque es el acumulado de muchas lecciones que ha arrojado la historia de la búsqueda de la paz en Colombia. Por lo menos siete gobiernos, de manera ininterrumpida, estuvieron tras este acuerdo del fin del conflicto.

Varias son las críticas que ha recibido este acuerdo por parte de la oposición que lidera el ex presidente Álvaro Uribe, y de otros sectores de la sociedad colombiana. Una de ellas, quizá la más importante, es que este es un arreglo de impunidad. Ello nos remite a las preguntas de si es posible la paz y a la vez hacer justicia, o de si la impunidad es el precio más grande que se deba pagar para conseguir la paz.

Este acuerdo de paz tiene como objetivo fundamental terminar con la sistemática y masiva violación de derechos humanos e infracciones graves al derecho humanitario y hacer tránsito a una vida de normalidad ciudadana e institucional. El conflicto arroja, a cifras de hoy, de la Unidad Nacional de Víctimas, cerca de 8.200.000 personas. Esto es una barbaridad que ha sobrepasado, de lejos, la capacidad de contención del Estado, y con ello, la capacidad de hacer justicia por todos estos crímenes. Lo pongo en otros términos, el acuerdo de paz puede permitir que haya justicia sobre un acumulado de causas penales relacionadas directamente con el conflicto, con las que el poder judicial ha sido impotente para tramitar hasta ahora.

Ocho millones de víctimas es una barbaridad que ha sobrepasado la capacidad de hacer justicia

Se dirá que el Estado, con su poder judicial, ha enjuiciado y condenado, en ausencia, a buena parte de la dirigencia guerrillera, así como también a algunos miembros de los grupos paramilitares y a algunos miembros de la fuerza pública. Pero, ¿esto es justicia? Si lo que reclaman quienes se oponen al acuerdo es cárcel para los victimarios, la pregunta sería: ¿Cuánta cárcel han recibido los más importantes determinadores de estos crímenes, en la justicia ordinaria? Poca, o ninguna. En síntesis, la capacidad del Estado para investigar, juzgar, condenar y sancionar estos graves crímenes ha sido sobrepasada hace mucho tiempo, y todos estos crímenes se encuentran impunes.

El mecanismo de justicia que ha sido diseñado en el acuerdo de paz es un sofisticado sistema que atiende a los referentes fundamentales de la justicia restaurativa, teniendo como pivote la búsqueda de la satisfacción de los derechos de las víctimas, esto es, la verdad, la justicia, la reparación integral, y la garantía de la no repetición de los hechos violentos.

De otra parte, este sistema de justicia transicional, tiene como marco de referencia el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, en donde se prohíben las amnistías o indultos a crímenes de lesa humanidad y graves infracciones al derecho internacional humanitario. Es decir, que estos crímenes deben ser investigados, juzgados, condenados y sancionados.

Y volvemos, entonces, con la principal crítica al acuerdo, la impunidad. Crítica que se reduce a que impunidad es igual a la ausencia de cárcel. Esto, porque está previsto que, quienes confiesen plenamente sus delitos, reparen a sus víctimas, trabajen en la restauración de la dignidad perdida de sus víctimas y de la sociedad, se arrepientan privada y públicamente y garanticen que no reincidirán en acciones violentas, podrán tener una restricción de libertad, no cárcel, de cinco a ocho años.

En este acuerdo no veo esa tensión o dicotomía entre paz y justicia. Por el contrario, si este sofisticado sistema de justicia transicional funciona como está previsto, lo que va a permitir es que centenares de miles de víctimas, y en general la sociedad, sepamos la verdad de lo ocurrido, puedan ellas ser reparadas, se garantice que no se repiten los hechos violentos, que conozcamos quiénes son los más importantes determinadores de estos crímenes, que se presenten públicamente y pidan perdón, y cumplan sanciones que van, desde la restricción de la libertad, en caso de que todo lo hagan bien, hasta 10 o 20 años de cárcel cuando se nieguen a aceptar sus responsabilidades en estos crímenes y sean juzgados y condenados por el Tribunal para la Paz.

El acuerdo de paz con las FARC-EP deberá permitir su desmovilización y desarme para hacer tránsito a la vida legal y a su participación política dentro del marco del sistema democrático colombiano. Aquí la guerrilla comunista aceptó el régimen de propiedad privada con función social que está establecido en la Constitución Política, la estructura del Estado con su división tradicional de ramas del poder público y órganos de control, la estructura y funcionamiento de las fuerzas armadas, el sistema de participación y representación democrático, la participación, previo al acuerdo, que tuvieron el Congreso de la República y la Corte Constitucional al expedir un acto legislativo para la paz, y la convocatoria que hizo el Presidente a un plebiscito para que sea el pueblo, en últimas, el que diga no, o si, al acuerdo de paz.

Tres temas se acordaron como parte fundamental de esta negociación: una reforma rural integral, mayor apertura y transparencia en el sistema político y de representación democrática y una visión, alternativa, para la solución del problema de las drogas ilícitas. Aquí los retos mayores son en materia de voluntad política y de recursos para la financiación de estas grandes e importantes reformas, que dicho sea de paso, no fueron descubiertas por las FARC-EP, sino que son una deuda histórica con el país.

La implementación de estas reformas conlleva el replanteamiento de una ineficaz forma de gobierno, entre el nivel central y el nivel regional o territorial. Copar los extensos territorios abandonados por los gobiernos centrales es el gran reto. Allá, en esos territorios, quienes gobiernan y ejercen control social son todo tipo de organizaciones armadas ilegales, y ante la salida de las FARC-EP, la disputa por el control territorial será entre el Estado y otras formas de amenaza armada ilegal.

Una de esas amenazas es el Ejército de Liberación Nacional (ELN). No creo posible que su comando central se resista más tiempo a entrar de lleno en una negociación política. Es ahora, justo en este momento de efervescencia por la paz y el cambio, o ya será nunca.

El acuerdo nos impone una serie de retos, no porque la guerrilla así lo haya decidido, sino porque las circunstancias históricas así lo determinan. Entre estos desafíos está la obligación que tendrán los partidos políticos para reinventarse en términos de convertirse en unas verdaderas correas de transmisión de intereses populares, proscribiendo las prácticas corruptas como los carruseles de contratos y votos, y los avales inmorales que les otorgan a los miembros de las empresas electorales. Y este reto es mayúsculo. O se reinventan, o tendremos en algún momento un país gobernado por cualquier populista de izquierda o de derecha.

Alberto Lara Losada es abogado, politólogo y director de la Corporación Social Development Group.